Dicen que todos los caminos llevan a Roma. A mí me ha traído aquí una beca de la Academia de España. Ya en Roma, muchos caminos llevan a Stendhal, al menos si se ha leído alguno de sus libros italianos. El franco-milanés vivió, como recuerda una placa, al lado del Panteón, en el hotel Minerva, a unos pasos del gracioso elefante de Bernini con el obelisco a cuestas. "Me encantan las narices romanas", afirma Stendhal en Roma, Nápoles y Florencia. "Reina en las calles de Roma un olor a coles podridas", dice en otro pasaje del mismo libro. ¡Pobres hermosas narices romanas!, pienso yo, mientras camino por una ciudad en la que caminar es un placer: los ojos tienen siempre nuevos detalles con los que entretenerse. Vengo algo chasqueado de visitar el Palacio Barberini, comprado por Urbano VIII y remodelado por Maderno, Bernini y Borromini. A su pinacoteca pertenece el retrato de Beatrice Cenci, antiguamente atribuido a Guido Reni. También La Fornarina, que durante mucho tiempo se creyó de Rafael. A la manera de la Venus púdica, se coloca una mano sobre el pecho desnudo; pero, más que taparse, parece querer que miremos el pezón al que sus dedos se acercan sin ocultarlo. Según Vasari, los excesos amatorios de Rafael y la hija del panadero condujeron al pintor a la tumba. En cualquier caso, me quedo sin verlo: La Fornarina viaja más que yo; está en París, y próximamente pasará una temporada en Milán. El cuadro de Beatrice Cenci sí se halla en el palacio, pero esta semana no está expuesto. Me consuelo viendo un par de grecos, un retrato de Enrique VIII de Holbein, el Judith y Holofernes de Caravaggio (la sangre saliendo a chorros del cuello recién cortado), el retrato de Urbano VIII de Bernini, y el retrato de Bernini anciano por Baciccia: Bernini siempre está presente en Roma, aunque no se lea nada.
"¿Se trata de un hombre de talento o de un simple plagiario?", se pregunta Henri Beyle en Roma, Nápoles y Florencia, a propósito de Soliva, tras asistir en la Scala a la representación de su primera ópera. Stendhal daba por innegable el que Rafael fuera el autor de La Fornarina; se equivocaba. Lo afirma en "Los Cenci", una de sus Crónicas italianas, la que me ha llevado al Barberini. Bajo por el Corso, en un largo paseo cuyo destino es el Palacio Cenci, próximo al Tíber. Si a uno le gustan el gris y el verde, el fango y el aspecto frío, entonces el Tíber siempre es hermoso. "A través de las bellas ventanas de los palacios del Corso, se ve la miseria del interior", dice Stendhal. Me pregunto si tras la fachada de Francesco Cenci delgado, fuerte, bien parecido se veía la miseria de su alma. Heredó la fortuna de su padre, amasada como ministro de Hacienda de Pío V. Famoso por sus amoríos, era un don Juan, entendido no como un mero conquistador, sino como un ser diabólico que desafía la idea de Dios y al mundo. "A pocas dificultades que le pusieran, él no tenía ninguna en dar una puñalada". Su único acto piadoso fue construir en el patio de su palacio una iglesia, para enterrar allí a sus hijos, a los que odiaba. "Aquí quiero meterlos a todos", solía decir con una sonrisa amarga. Voy tomando un helado. Los helados italianos son seguramente los mejores del mundo. En "Los Cenci", Stendhal cita a una princesa del siglo XVII, que exclamaba, tomando con delicia un helado en una calurosa noche: "¡Qué lástima que esto no sea pecado!". Aquí Stendhal no se apropia de la frase, pero lo divertido de la pregunta con la que iniciaba el párrafo es que podría aplicarse, en el caso de las Crónicas italianas, a él mismo. Sus incondicionales aseguran que esas crónicas son otra muestra de su talento. Sospecho que, de estar vivos los cronistas italianos consultados por el francés, habría sido denunciado por plagio. De hecho, con un seudónimo menos conocido, el de Louis-Alexandre-Cesar-Bombet, publicó en 1815 un libro sobre Haydn, en su mayoría traducción textual del Haydine publicado en 1812 por Giuseppe Carpiani, como el mismo autor plagiado descubrió.
Afortunadamente, hoy Roma no huele a coles podridas, aunque en puntos muy determinados, como en cualquier otra ciudad, huele mal. Por ejemplo, en el arco de Cenci, al que da la calle Beatrice Cenci, el olor a pis ofende las narices, romanas o no. El Palacio, cerca de la Isola Tiberina, es enorme, irregular, desordenado y comprende toda una retorcida manzana. Con sus diferentes alturas, sus fachadas desconchadas, una amarilla, la siguiente rojiza, ésta de ladrillo visto, aquella otra almohadillada, ocupado por viviendas particulares, por un albergue, por una tienda de souvenirs y artículos religiosos, el Cenci es como un resumen del caos de esta ciudad, y quizá no sea casual que en una de las calles que lo limita, Monte de Cenci, se abra la discreta entrada al Instituto de la Enciclopedia Italiana. En este palacio Francesco golpeaba y violaba a su hija Beatrice, y quién sabe si para mortificarla aun más, o porque fuera cierto, le declaraba su amor. Pero no fue aquí, sino en la fortaleza de Petrella, en el reino de Nápoles, donde el malvado, que había nacido en 1527, durante los meses del sacco di Roma, fue asesinado, en septiembre de 1598. Beatrice, dos de sus hermanos y su madrastra Lucrecia Petroni, de quien también existe un supuesto retrato en el Barberini, hartos de abusos, crueldades y humillaciones, habían decidido matarle. En la conspiración participaron además un monseñor, enamorado de Beatrice, y unos siervos, que fueron las manos ejecutoras. En presencia de las dos mujeres, dormido por un narcótico, Francesco no pudo advertir cómo uno de ellos le colocaba un gran clavo en el ojo. El otro golpeó con un martillo. Un segundo clavo le atravesó el cuello. Tras las investigaciones y las torturas llegaron las confesiones. Beatrice, que aunque sólo contaba 16 años siempre se mantuvo entera, se avino a confesar para satisfacer los ruegos de sus hermanos y su madrastra.
Se dice que Guido Reni retrató a Beatrice la víspera de su ejecución, después de que Clemente VIII, contra el mayoritario deseo de los romanos, no perdonara a la parricida, alta y bella, adorada y respetada por todos. Condujeron a los reos por Piazza Navona. El patíbulo estaba ante el puente de Sant'Angelo. Decapitaron primero a la madrastra. Había tanto público que unas gradas cedieron y varios de los espectadores murieron aplastados. A continuación decapitaron a Beatriz, y por último mataron a golpes a su hermano, Santiago. El menor, Bernardo, de quince años, fue absuelto, pero hubo de asistir a las ejecuciones y se desmayó varias veces. En su testamento, Beatriz había pedido ser enterrada en San Pietro in Montorio. Allí yace, frente al altar, en un punto no señalado. Al terminar la lectura de la crónica de Stendhal caigo en la cuenta de que llevo un par de meses durmiendo a unos cuantos metros de la desafortunada, y pienso que, en mi caso, todos los caminos llevan a la Academia de España en Roma. ~