Siempre he considerado que el transporte público es uno de los mejores sitios para leer; en una ciudad como el DF, los tiempos de traslado son el pretexto perfecto.
El lunes veinticinco de abril, en la estación del metro Balderas -cualquier parecido con la canción es mera coincidencia- el pretexto se volvió sonoro, y de las bocinas de la estación salieron de pronto un par de sílabas que se unieron a otras sílabas hasta formar un verso, que a su vez se unió a otro verso y de pronto fueron estrofa, y las bocinas continuaron escupiendo una peculiar voz que durante algunos minutos abrió el paréntesis de una mañana estresada por el inicio de la semana laboral.
Era la voz de Octavio Paz ensimismado en su poesía, ahí, en los pasillos de la estación, a las ocho con veinticinco minutos de la mañana. En el mismo pasillo y en la misma estación donde el dieciocho de septiembre del dos mil nueve, hubo tiros y sangre, y un héroe anónimo que todos vimos morir en televisión. Ahí, donde se escuchó el plomo, ahora se escuchaba Paz.
Me gustaría decir que el poema recitado era “Piedra de Sol”, y me gustaría decir que pude reconocer algunos versos “voy por tu cuerpo como por el mundo, tus pechos son dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos”, pero la verdad es que no estoy seguro. Pero eso importa poco, porque eran palabras, y las palabras pueden moldearse a nuestro antojo y convertirse en lo que uno quiera.
Así fue como escuché "Piedra de Sol" mientras esperaba un tren que seguramente se hallaba parado en ese otro paréntesis que son los túneles del transporte subterráneo. La primera impresión fue buena, pero la verdadera sorpresa aún estaba por venir.
Cuando levanté la mirada (porque últimamente cuando escucho poesía miro hacia el piso), me di cuenta que no era el único en saber lo que ahí estaba pasando. Una mujer de arrugas bien marcadas en el rostro y traje sastre azul marino, bajó la mirada (porque de seguro ella mira hacia el techo cuando escucha poesía) y estoy seguro, sonrió.
Quizá, aquella mujer no escuchó "Piedra de Sol", quizá, escuchó los versos del poema que siempre quiso escuchar en las bocinas del metro, un lunes de fin de mes, cuando el horizonte más feliz es la proximidad de la quincena. Eso tampoco importa, al fin y al cabo, los poemas siempre se transforman y se convierten en otros cuando pasan por el ojo o el oído de quien los vive.
¿Por qué Octavio Paz se escucha en el metro? Me pregunté, mientras el recital seguía, como seguramente seguía atrapado el tren entre estaciones. En ese momento no sabía que el asunto se trataba del “Sonido de las palabras”, un evento de siete días organizado por la Fonoteca Nacional a manera de fiesta literaria para conmemorar el veintitrés de abril, día internacional del libro. Se escucharon 60 escritores (Nicolás Guillén, Pablo Neruda, José Emilio Pacheco, entre otros) cuyas voces sonorizaron, y no es metáfora, las entrañas de la tierra.
No supe si alguien más reparó en la poesía que salió de aquellas bocinas tan desacostumbradas a los versos, y tan emparentadas con frases de lenguajes burocráticos y a menudo crípticos. Me hubiese gustado ver la cara de algún pasajero-lector, de esos titánicos que aún leen novelones en el transporte público, cuando, al abrirse las puertas del vagón, se topara con la fresca ráfaga de un texto conocido.
El tren tardó en llegar, por fortuna. Y al abrir sus puertas las bocinas de la estación perdieron la batalla contra esa otra poesía: la de un vendedor de dvds, con más pulmón que Octavio Paz.