Perón: el arquetipo / Patético populismo

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El populismo en las regiones atrasadas del planeta hace recordar la historia del asno que cayó en un profundo pozo.
     Su dueño, que era un campesino carente de medios, no tenía herramientas, ni sogas, ni poleas, ni otro tipo de arreos para extraerlo de ahí. Pasaban las horas y el pobre animal sufría en el siniestro hueco. Llamó a los vecinos que tampoco encontraron la solución. Entonces se decidió brindarle una muerte piadosa, total era una bestia vieja y malherida. Es decir, coincidieron en enterrar vivo al asno para que dejase de padecer. Trajeron palas y comenzó la macabra tarea. Con cada porción de tierra arrojada al foso aumentaban los rebuznos del animal desesperado, porque intuía su inminente futuro. Los hombres trabajaban con más rapidez, anegados los ojos de lágrimas, para llegar enseguida al ansiado fin. Transcurrieron minutos llenos de tensión y cesaron los rebuznos. Creyeron que el asno había dejado de respirar. Su dueño, angustiado, se asomó al borde del pozo. Pero lo que vio era sorprendente. El animal seguía vivo porque tras cada descarga de tierra sacudía el lomo y pisaba encima. Con otras paladas de tierra el asno alcanzó la altura del borde y pudo caminar entre sus asesinos transformados en salvadores entusiastas.
     ¡Cuántas veces se intentó enterrar el populismo! ¡Cuántas veces ha emergido con energías renovadas! ¿Dónde reside su secreto?
     Podríamos empezar con una referencia a su nombre. Porque es un nombre tramposo. Deriva de la palabra “pueblo”, pero a la larga jamás beneficia al pueblo.
     Sabemos que desde tiempos inmemoriales la palabra “pueblo” se refiere a una comunidad de cierta extensión unida por elementos comunes: tradiciones, lengua, dificultades compartidas, paisajes, ritos. Hay pueblos enormes y otros pequeños, con culturas ricas o pobres, dueños de una historia larga o breve. La palabra “pueblo” por lo general desata vibraciones entrañables, dignas. Desde la Antigüedad los pueblos han merecido el respeto, la curiosidad o el temor que genera una multitud unificada por algo. No hace falta entrar en la disección pormenorizada de sus diferencias internas, que jamás dejan de existir, sino reconocer que mucha gente ligada tiene una potencia inmedible. En la Biblia se mencionan numerosos pueblos grandes y diminutos con una vasta paleta de adjetivos.
     También desde antiguo se reconoce la jerarquía de quienes dirigen o representan a esos conglomerados. Y se honra a los que hacen méritos para brindarles un buen servicio, así como se denuesta con rayos y maldiciones a quienes cometen iniquidades.
     El populismo es una tendencia política relativamente nueva en su descripción, aunque se le pueden descubrir añejas raíces históricas, algunas favorables y otras decididamente malignas. Es una tendencia que pretende ser la genuina representante de su pueblo, interpretar mejor que nadie sus aspiraciones y luchar en su exclusivo beneficio. Reitera hasta el aburrimiento que sólo se concentra en sus necesidades y conveniencias, que maneja con virtud las oportunidades y que no escatima sacrificios para brindarle salud, alegría y bienestar. Afirma que hace todo lo posible (a veces lo que parece imposible también) para la dicha y gloria del pueblo. Así lo proclaman, difunden y consolidan los populistas. En esas maravillosas cualidades llegan a creer no sólo quienes se adhieren al populismo —por ingenuidad o intereses—, sino sus propios líderes, aunque naveguen en la felonía y la corrupción más desfachatada.
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     El populismo, pese a sus declaraciones, no beneficia al pueblo porque usa y abusa de él. No le importan los daños que a corto o mediano plazo le inflige. Su objetivo es el poder y los réditos que el poder vierte en las manos de sus inescrupulosos detentadores. El populismo no ayuda al pueblo, sino a los líderes y sus círculos de fieles, sean caudillos, caudillitos o caciques que bailan al compás de los ritmos pautados por la demagogia. En forma consciente o inconsciente —les concedo algo de indulgencia—, aspiran a enajenarlo para ejercer un dominio sin rivales. A menudo ponen en marcha acciones destinadas al fracaso, o de anémicas perspectivas, pese a ser fuente de reiterados desastres, pero las exaltan con una parafernalia que hipnotiza, convulsiona y genera réditos inmediatos (a los jefes). Detrás de las medidas populistas no funciona la racionalidad ni la prudencia, sino el relumbre de los fuegos artificiales. Generan excitación, asombro y sueños. Ningún gobierno populista ha determinado un progreso sostenido, ni ha consolidado la institucionalidad democrática ni ha favorecido la maduración social. Por el contrario, hace los ruidos que anuncian cambios sísmicos, pero poco o nada profundo cambian, a no ser para peor. Las políticas populistas son la expresión más elocuente del gatopardismo.
     La manipulación de la opinión pública es fundamental. Necesita que las masas crean a pie juntillas que los dirigentes son esclarecidos, infalibles y sacrificados. Que los anima una lealtad a toda prueba para con el pueblo y que por eso el pueblo tiene la obligación de ser también leal con ellos. El pueblo deja de ser sujeto para convertirse en un rebaño que se empuja, alimenta y carnea.
     El populismo desprecia la democracia. La usa como al pueblo mismo. Mientras no contradiga la ambición de sus jefes, éstos tienden a tolerarla e inclusive a presentarse como sólidos demócratas. Pero en cuanto sienten la piedra en el zapato de los controles republicanos o el aliento en la nuca de la oposición política, no dejan de apelar a cualquier subterfugio para acorralarla. Intervienen el Poder Judicial mediante cambios en las cortes de justicia, soborno y persecución de magistrados y otros ardides. Lo mismo respecto al Poder Legislativo, que puede ir desde el impúdico cierre del Congreso hasta vaciar sus prerrogativas. Nunca está ausente el conflicto con los medios de comunicación, cuyas denuncias son percibidas como intolerables flechazos en su tendón de Aquiles. Por lo tanto, jamás un régimen populista deja de exudar el tufo del autoritarismo. Puede no alcanzar los extremos de una dictadura manifiesta, pero sí practica en forma edulcorada e hipócrita muchos de sus vicios.
     En el autoritarismo —¡maldito sea!— predominan las funciones de dominación por sobre las de representación y participación. Nunca falta la coerción, sea directa o tangencial. Pero, en contraste con las dictaduras manifiestas, en el populismo se trata de conseguir el vocinglero apoyo de las masas, la resignación de los opositores y la adhesión pasiva del resto. Su manejo pragmático le permite acomodarse a las vicisitudes. Sus postulados son difusos e imprecisos, lo cual facilita encontrar interpretaciones, excusas y cambiar de dirección. He ahí una de las claves de su camaleónica sobrevivencia.
     Como sólo le interesa concentrar poder y beber sus caudalosos beneficios, la elite populista no tiene escrúpulos en establecer alianzas con ángeles y demonios, según convenga. A nada le tiene asco, y con nada se compromete en forma definitiva. Puede presentarse como defensora de los derechos humanos e individuales o puede ejercer su represión. Esto último, desde luego, acompañado por un discurso lleno de brillantes exculpaciones.
     El poder en el populismo es maravilloso, orgásmico. Tiene matices míticos, puede revestirse de religiosidad o presentarse con una laica austeridad; puede empujar hacia un progreso fugaz o arrastrar hacia la decadencia. Le cuesta controlarlo. Por eso “no tiene la polis peor enemigo que el déspota”, grita Eurípides en Las suplicantes. Platón sintetiza la lucha contra el poder despótico al erigir las leyes como principio y fundamento de los Estados. Los populistas, que gustan rediseñar las leyes, modificar las constituciones y manosear a los jueces para que respondan a sus intereses y no a los de la comunidad, deberían releer a Platón que en Las leyes, precisamente, dice: “Un Estado en que la ley depende del capricho del soberano está, a mi juicio, cerca de la ruina. En cambio, donde la ley es señor sobre los señores, y éstos son sus servidores, allí veo florecer la dicha y la prosperidad.”

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     El instrumento de elección para engrillar una sociedad populista es el asistencialismo. Esta expresión no es nueva: la inventó Luis Napoleón III en la segunda mitad del siglo XIX. Era otra versión del Estado de bienestar que al otro lado del Rin construía su enemigo Bismarck para controlar también a las masas. Napoleón conmovió a las multitudes pobres hasta enamorarlas, y de esa forma desvió la energía de su rebelión hacia el sometimiento político. No aplicó un programa estratégico para mejorar la vida de los franceses, sino para que los franceses lo siguiesen respaldando a él y a su corte corrupta. De ahí también proviene la palabra “bonapartismo”.
     La exitosa técnica fue luego imitada en el siglo XX por Mussolini, Hitler y otros personajes, que la perfeccionaron con la movilización de masas y la exaltación revolucionaria. Hitler y Mussolini se consideraban revolucionarios y querían crear un “hombre nuevo” de la misma forma que lo pretendía la izquierda.
     El asistencialismo suele defenderse con argumentos que parecen racionales. Pero su aplicación, a la larga, no es provechosa para la sociedad. Debería ser el recurso extremo, no el de elección. La asistencia social manejada desde el poder político suele tener veneno y es inevitable que produzca una involución de graves consecuencias, aunque satisfaga en lo inmediato urgencias básicas que nadie podría negar. Genera un retroceso hacia la dependencia, incentiva la cultura de la dádiva y arrastra vastos sectores hacia una postura infantil, demandante y acrítica.
     Quienes impulsan el asistencialismo tienen un rédito duplicado: por una parte cuentan con las vetas auríferas de la corrupción, porque de esos “regalos” una parte sabrosa queda en sus bolsillos. La otra parte está graficada por la errada pero maciza gratitud del pueblo, gratitud que lo encadena a votar y apoyar a sus verdugos. El pueblo se baña con los favores vertidos por la elite populista sin advertir que esas aguas fueron robadas al sector productivo, que no provienen de las fortunas que amasan sus líderes.
     El populismo brinda ayuda para conseguir la adhesión del pueblo, no para que los ciudadanos maduren. De ningún modo quiere que la gente se desprenda de su protección, crezca y no necesite más de la graciosa asistencia que derraman los caciques. Por eso reparten pescado, nunca cañas de pescar. No se afanan para que prosperen de veras, sino para que subsistan como un dócil ejército que jamás se insubordinará. Su secreta aspiración es que el pueblo se mantenga en las penumbras de la mediocridad, que sea cómplice. Que sea ignorante. Lo quieren agradecido, irracional y miserable. Y tienen éxito: basta examinar un mapamundi, detenernos en los países donde rige alguna forma de populismo y sufriremos la confirmación de esta lacra.
     Los regalos ejercen fascinación, por supuesto. Se sabe que nadie es indiferente al menor de todos, que puede ser una flor. El regalo entraña afecto, una corriente que galvaniza. El regalo de un igual conmueve, el de un superior sacude fibras profundas. Que se brinde ayuda (regalos) desde el poder, como dijimos, va más allá de cumplir con las obligaciones que tiene el Estado ante los ciudadanos con carencias. En los regímenes populistas es una técnica de dominio. Por lo tanto, en esos regímenes no existe una racionalidad que apunte a resolver problemas, sino a fijar una comprometedora gratitud. Los problemas continúan.
     Ciertas manifestaciones del asistencialismo calan tan hondo que ascienden a la altura de los mitos. Una de ellas es la actividad de Eva Perón, un auténtico paradigma que ha confundido a más de un analista. Además de ser la esposa de un presidente autoritario que amordazó a la oposición y le vedó expresarse en los medios de comunicación, se convirtió en el hada que hacía favores con los recursos del Estado y los que obtenía en forma extorsiva de las empresas. Los propietarios y accionistas que se negaron a la extorsión pronto sufrieron severos castigos, que incluían el cierre de sus fábricas o negocios, pero en cambio quienes respondían con obsecuencia eran autorizados a aumentar los precios, de tal forma que en poco tiempo no sólo recuperaban lo donado, sino que aumentaban sus ganancias. Era algo más que Robin Hood. Juan Perón empezó por ganarse la simpatía de los sindicatos, al ser un militar que aparecía como su aliado en el gobierno que había dado el golpe militar de 1943; luego su mujer se lució como la encargada de repartir beneficios en forma caudalosa y arbitraria, como si el país entero fuese de su exclusiva propiedad. Aunque la hayan motivado buenas intenciones, a la larga los efectos fueron una idealización de su ayuda y un incremento de la cultura de la dádiva.
     En la Argentina, como en cualquier país infectado por experiencias populistas, se ha corrompido la cultura del trabajo, no se aprecia el esfuerzo y agoniza el amor por la excelencia. En cambio aumentan las exigencias para que las soluciones vengan de arriba. El frenético asistencialismo de Perón y su mujer no nos hicieron crecer ni en el sentido económico ni en el espiritual. Nos han condenado a soñar con un paraíso perdido, aquel en que llovía maná y uno podía recibir muchas cosas, sin esfuerzo, con sólo exhibir adhesión al líder.

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     Una de las técnicas predilectas del populismo es aumentar la burocracia y convertir el sector público en una vizcachera de quioscos que alimenta a los punteros políticos, quienes son los encargados de mantener y acrecentar el voto cautivo. Hemos acuñado la palabra “noqui” para referirnos a quienes pasan a fin de mes para cobrar su sueldo, sin haber trabajado; esta denominación deriva de la tradición de comer ñoquis el 29 de cada mes. El calificativo ya se usa en varios países de América Latina.
     El cargo público es utilizado por el populismo para instalar a los individuos de confianza, sin importar su idoneidad. Es una forma de garantizar el dominio del Estado. También se usa para hacer favores, es decir “regalos”. No interesa que las dependencias funcionen bien, porque la única eficacia que necesita el régimen es la lealtad. No hay régimen populista en que los cargos públicos respondan a algo más que ser llenados de adictos.
     A poco de restablecerse la democracia viajé a la ciudad de Tucumán en calidad de secretario de Cultura de la Nación. Cuando fui a la casa de gobierno me encontré con que a su alrededor se habían establecido numerosos bares y terrazas llenas de gente. Le confesé al gobernador que estaba sorprendido por el progreso que eso revelaba, y él me contestó que en realidad quienes llenaban las mesitas tomando café y gaseosas eran empleados públicos que había designado recientemente y aún no tenían lugar donde trabajar. Ante mi asombro, el gobernador, que era peronista (es decir populista), me disparó esta frase: “El cargo público es ahora la expresión de la justicia social.” Quedé atónito. Por supuesto que no le preocupaba saber de dónde vendría el dinero para esos sueldos ni la irracionalidad de contratar gente innecesaria. Los efectos letales serían soportados en un futuro que no le interesaba. No voy a detenerme en la enardecida discusión que se produjo en su despacho, pero les aseguro que nos dejó enemistados.

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     El populismo es siempre estatista. ¿Cómo no lo va a ser, si el Estado se convierte en el instrumento más poderoso para sobornar a la población y mantenerla enajenada? No le importa en absoluto construir un Estado ágil, económico y justo, sino hipertrófico, lleno de votantes en cautiverio, un Estado que canalice la corrupción en lugar de perseguirla y exterminarla. El Estado populista es un monstruo funcional a los caudillos, no a la sociedad puerilizada.
     El régimen no sólo hace regalos a los pobres, sino también a las demás franjas sociales. Ya mencioné el ejemplo de los premios y castigos que imponían Perón y su mujer. Los empresarios dejan de ser competitivos; en lugar de apostar a la excelencia, se instalan a la sombra del caudillo (o del Estado que él comanda), para obtener privilegios a cambio de una genuflexión que rinde abundantes frutos. Los beneficios son el resultado de la obsecuencia, la corrupción y la mentira, no de méritos reales. En cambio, con el populismo la verdadera producción languidece, no recibe los estímulos ni gratificaciones que sólo se derraman sobre quienes besan los dedos del poder. El resultado es lamentable, con deslizamientos por el tobogán de la caída económica, el atraso cultural y la pauperización generalizada.
     El populismo simula ser revolucionario, y lo simula muy bien. De ese modo atrapa la pasión de los jóvenes, los intelectuales y la gente solidaria, que cae rendida ante la seducción de malabarismos ideológicos. Pero es conservador, reaccionario, amante del statu quo. Como la pretendida y soñada revolución nunca llega, la patea para más adelante. En Argentina abundaron los grafittis que llamaban a “completar” la revolución inacabada de Perón, o se sucedieron las tendencias peronistas que se llaman “auténticas” o “renovadoras” en contraste con la anterior, siempre fracasada al final.

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     Hemos visto que el populismo deriva del concepto pueblo. Pero lo hace como si fuese una esencia supraindividual, una unidad perfecta. Pretende que el líder, su partido y la nación constituyan un todo sin fisuras (su expresión culminante fue el nazismo). La lealtad se debe ejercer de abajo hacia arriba, nunca en forma recíproca. El pueblo se debe al líder y el líder “dice” (sólo dice) que se debe al pueblo. En el populismo siempre molesta la división de poderes, la alternancia política, la independencia de la justicia, aunque simulen respetarlas (violándolas sin escrúpulo ni respiro).
     El populismo creció sobre teorías irracionales como el Volkgeist de Herder, que luego encantó a los nazis. También sobre el Narod, palabra equivalente en ruso, tomada por la derecha paneslavista. El fenómeno de las masas —potente manifestación que generó idealizaciones fanáticas— fue desmenuzado críticamente por Gabriel Tarde y Gustave Le Bon, luego por Sigmund Freud.
     Señalo ahora algo más grave aún: el populismo inyecta pereza en el pensamiento. Y esto es letal. Apaga la disección crítica, atrofia la lógica, oscurece la visión. Como el populismo insiste en que la culpa de todo está siempre en otro lugar (“los intereses foráneos”, por ejemplo), lo único que pueden hacer los ciudadanos es quejarse, protestar (con quejas y protestas que no llevan a nada, que sólo hacen descargar energía). Inhibe los análisis de fondo y, en consecuencia, aleja la posibilidad de hacer buenos diagnósticos y aplicar tratamientos eficientes. La etiología de los males siempre se adjudica a “los otros”. Por lo tanto, de esos otros debería venir la solución, “ellos” tienen el deber de aportarla. Hay que pedir, exigir y hasta extorsionar. En la Argentina y otros países que padecen exclusión, desempleo y decadencia educativa como resultado de las prédicas populistas crónicas, se insiste en que las cosas fueron mal por culpa del FMI, del Banco Mundial, el G7, las empresas extranjeras, el imperialismo, la oligarquía, la globalización, la envidia que nos tienen, el calentamiento del planeta y así en adelante. Todavía no incluimos a los marcianos. En cuanto a nosotros mismos, somos ángeles, somos víctimas, y nada podemos hacer dentro de nuestra misma sociedad para superar la tragedia que nos asfixia.
     Como el pueblo y su líder son la misma cosa para el populismo y sus derivaciones, el líder hace lo que el pueblo quiere (dice) y el pueblo se lo cree sin chistar. No hay más ley que la del pueblo (dice) y, por lo tanto, puede cambiarla o violarla cuantas veces se le ocurra, porque lo hace por deseo o pedido del pueblo (dice). En verdad, ajusta la ley a sus egoístas intereses. Esto es calamitoso, porque genera una terrible inestabilidad jurídica que, sin embargo, no se percibe ni repudia como tal. La inestabilidad jurídica que prevalece en el populismo genera miedo a la inversión y afecta al aparato productivo. Los países con inestabilidad jurídica son fatalmente pobres. Pero el populismo se las arregla para construir sofismas a partir de una curiosa hipótesis: que la estabilidad sólo beneficia a unos más que a otros. Lo cual puede ser cierto en el corto plazo, pero a la larga rinde altos dividendos a la sociedad en su conjunto.
     El populismo en la Argentina tuvo versiones conservadoras, radicales y peronistas. El peronista llegó más lejos que los otros y hasta ahora, con su líder y fundador muerto hace un cuarto de siglo, continúa atrapándonos en sus redes y la excusa de que siempre anda a la busca de la versión “auténtica” o “renovadora”. Mantiene viva la ilusión del paraíso perdido que sólo el peronismo conseguirá resucitar. Patético.
     ¿Habrá rebelión contra las iniquidades del populismo? ¿Las sociedades encadenadas a la miseria terminarán por abrir los ojos? ¿Conseguirán sacarse de encima una tendencia que sólo les depara fracaso y más dolor? ¿Se darán cuenta de que el populismo no sólo envilece la economía, sino también el alma? –

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