“Que por mayo era , por mayo…”

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Bien dice el refrán que “En casa del herrero, cuchillo de palo”, y héteme aquí que busco y rebusco en mi biblioteca, pero no encuentro un solo ejemplar del Romancero español. Y el romance concreto que rastreo ni siquiera lo hallo en las más encopetadas historias de la literatura española que pueblan las paredes de mi casa; y eso a pesar de que se trata de uno de los textos más citados y más famosos de la lengua, un texto casi fundacional.
     Si lo he estado procurando es porque nos encontramos en el mes de mayo, y este romance alude a él de un modo muy bello, con la sencillez de la literatura primitiva, donde todavía no existían ni la letra de imprenta ni las editoriales ni las agencias literarias ni la industria cultural; un mundo en el que todavía eran posibles Homero y Safo, las sagas escandinavas y el Cantar de Rolando, el Arcipreste de Hita y el romancero.
     Tengo pues que recurrir a mi memoria y pido excusas de antemano si la embarro, pero la verdad es que lo aprendí de coro en los lejanos años de mi bachillerato, y creo que nunca se me desprogramó del disco duro. Es el célebre “Romance del prisionero” y dice (creo que dice) así:

     Que por mayo era, por mayo,
     cuando hace la calor,
     cuando los trigos encañan
     y están los campos en flor;
     cuando los enamorados
     van a servir al amor.
     Sólo yo, triste y cuitado,
     vivo en aquesta prisión
     sin saber cuándo es de día
     ni cuándo las noches son,
     sino por una avecilla
     que me cantaba al albor.
     Matómela un ballestero,
     déle Dios mal galardón.

Hasta aquí el romance, y déjenme decirles que un día 1 de mayo, paseando por los campos y bosques cercanos a mi casa con una escritora salvadoreña, Jacinta Escudos (retengan ese nombre), de repente, al ver las eras donde los cereales, no sólo el trigo, ya empezaban a encañar, se me vinieron a la pantalla del recuerdo inmediato los versos de ese romance. Y una vez más me volví a plantear la pregunta del millón. Y recapitulamos Jacinta y yo.
     El “narrador” en primera persona es un prisionero presumiblemente encerrado en una mazmorra tan lóbrega y escondida que hasta ella no llega la luz del sol: el hombre dice que vive en aquella prisión “sin saber cuándo es de día/ ni cuando las noches son”. Aunque eso sí, cuenta con un mecanismo de relojería natural al que define como “una avecilla/ que me cantaba al albor”. Donde ya comienza el misterio, ya que ¿por qué induce el prisionero, desde la insondable oscuridad de su ergástula, que es al alba cuando canta el avecilla, y no al crepúsculo? Pero continuemos. Resulta que al avecilla se la mató un ballestero, a quien el prisionero le desea que Dios le dé mal galardón. Y aquí es donde el misterio se vuelve aún más insondable que la oscuridad en que vive, porque ¿cómo y en función de qué poderes sobrenaturales está tan seguro el prisionero de que la avecilla fue asaeteada por un ballestero, si él, desde el fondo de su celda, no tiene acceso visual al mundo exterior? ¿Por qué no puede ser que el avecilla se haya ido en busca de otros campos, de otros horizontes, de otro nido?
     Confieso que me hubiese gustado conversar de este tema con don Ramón Menéndez Pidal, dizque la más alta autoridad que vieron los siglos en materia de romances castellanos. En último término lo que nos queda como cierto es que el autor, seguramente un hombre libre, no sólo ha traspuesto al alma de un prisionero su congoja ante la villana muerte de un pobre pajarito; también, y al mismo tiempo, ha hecho partícipe al desdichado de esa libertad de que él disfruta. Sin ella, los pájaros no existen como visión. Aunque sí los ballesteros como sus verdugos. ~

— Ricardo Bada

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