Hace algunos años escribí una breve letrilla quejándome de la falta de cojones del cine de terror contemporáneo. Me preguntaba, entonces, dónde había quedado la entrañable inmisericordia de algunos de los grandes clásicos del género. Los Argento, Bava y hasta Carpenter han dado paso a una larga lista de imitadores sin imaginación que no asustan ni a un niño de pecho. El cine de terror de nuestros tiempos es efectismo puro; no hay historia ni recato, mucho menos el sabroso sadismo de un genuino sobresalto. De todas las películas que he visto en el último lustro, quizá la única que logró sorprenderme fue dirigida no por algún creador cinematográfico de alta escuela sino por el mismísimo Rob Zombie, vocalista del pavoroso (ese sí) grupo metalero White Zombie.
Deprimido y con los nervios anestesiados, decidí volver a mi primer amor en el mundo del terror: la literatura. De chico no podía soltar a Lovecraft ni a Poe. Leí todo de M. R. James y Algernon Blackwood (cada año tengo al menos una inquietante cita en sueños con su cuento “The willows”). Más tarde me acerqué a King y Clive Barker. Fueron años felices, de lectura nocturna y silenciosa. Las cosas son diferentes ahora. Todo este año me he dedicado a leer cuanto libro me han recomendado de mi bienamado género. Estoy a punto de darme por vencido. Un amigo me sugirió que leyera Heart-Shaped Box de Joe Hill, hijo de Stephen King. ¿Resultado?: bostezos. Sólo cinco de las casi 400 páginas del libro lograron sacudirme: una escena en un pasillo entre el protagonista, un músico venido a menos, y el fantasma que lo acecha. De ahí en fuera, nada. Luego me acomodé en el sillón para leer, A Good and Happy Child, de un tal Justin Evans. Alguna reseña positiva le había leído al libro, así que decidí darle una oportunidad. Se trataba, después de todo, de posesiones demoníacas, mi tema favorito. Tras un par de días me dieron ganas de aventar el mamotreto por la ventana. Sólo el final, todo gritos, carreras y caras diabólicas en los cristales, se salva (apenas) de la quema.
Reconozco que estoy desesperado. La timidez del cine de terror parece haber contaminado también a la literatura. ¿Dónde están los grandes villanos? ¿Dónde los herederos de Pazuzu? ¿Dónde puedo encontrar algo que se parezca a un paisaje lovecraftiano? Quizá, en el fondo, la culpa es de nuestros tiempos, tan ascéticos, políticamente correctos y, hay que decirlo, pavorosos en la realidad cotidiana: con tanto Bin Laden y Janjaweed cabalgando por el planeta, ¿para qué andar imaginando malhechores? Esta teoría se derrumba, claro, al pensar cuándo fue que los grandes maestros de antaño escribieron las obras canónicas del género. Quizá, entonces, la culpa es de los escritores y del imaginario que han creado. Cuando el gran malvado de nuestra literatura fantástica es un tipo como Voldemort, que no puede ni darle cuello a un aprendiz de brujo de doce años, algo anda realmente mal.
Se aceptan sugerencias.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.