Contra todas las evidencias ofrecidas por la investigación histórica, puedo afirmar que la música se inventó ayer. Se inventó ayer por la noche, para ser precisos, y en el Teatro de la Ciudad de México. Esto no debería sorprender a muchos: la música se inventa desde cero algunas veces, en esos momentos de lucidez en los que el juego y una profunda comunión entre las personas se traduce en estímulos sonoros. Ayer, Marc Ribot, Greg Cohen, Ray Anderson y Han Bennink inventaron la música.
El concierto abarcó una gama de texturas y registros casi esquizoide, pero eso sólo se puede decir a posteriori: en el momento, las transiciones de una estancia a otra fueron tan orgánicas que no tenía caso preguntar si ya se había terminado la versión desgarradora de “Everything Happens To Me” y había comenzado la improvisación libre de esos prodigios del free jazz; no se podía saber si el solo de batería frenético (y un tanto exhibicionista) de Bennink había concluido o si sólo se derretía al interior de otro tema, esta vez “Cheek To Cheek” o “When The Saints Go Marching In”, acompañado de cerca por el rasgueo desparpajado –y aun preciso– de la guitarra de Ribot.
Dicen que no habían tocado juntos antes, o al menos no como un cuarteto. Greg Cohen, el bajista, músico de estudio de Tom Waits en varios de sus discos, había tocado con Ribot en el proyecto Masada; Anderson, el trombonista, ha colaborado con Bennink en varios proyectos desde 1987. Los cuatro, en fin, forman parte de la misma escena de avant-jazz que atemoriza a Nueva York desde que Ornette Coleman se convirtió en Ornette Coleman, y habían trabajado juntos en distintas combinaciones. Pero si hubiera de juzgar solamente por el concierto de ayer, pensaría que estos cuatro músicos llevan varios años compartiendo escenarios y grabaciones. Se ponían de acuerdo con la mirada, encontraban temas paralelos, cada uno en su instrumento, y los desarrollaban hasta sus últimas consecuencias, cuando el relajo general daba paso a un silencio casi simultáneo. La suya no es una improvisación de solos que se suceden mecánicamente, intercalando temas obligados que un líder dicta; más bien, parecían construir las melodías en conjunto, y lejos de imponer su voluntad sobre los otros, cada uno de ellos encontraba el sitio exacto en el cual verter sus obsesiones.
El teatro estaba lleno, demostrando una vez más que en México sí hay público para el jazz, a pesar de que son infrecuentes los conciertos de este tipo y de que los discos no son fáciles de conseguir. El teatro estaba lleno y emocionado, muerto de la risa con las piruetas del baterista y al borde del asiento, observando, cuando Marc Ribot se encaramaba sobre su guitarra y pisaba sus pedales en busca del matiz exacto.
Los músicos volvieron a salir al escenario un par de veces y afuera del teatro había una aglomeración de gente que no se iba, que no podía irse a ningún sitio; había una complicidad extraña en el ambiente y el mismo comentario repetido en cada boca: “estuvo increíble”. Y cómo no iba a estarlo: se acababa de inventar la música.
– Daniel Saldaña París
(México DF, 1984) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La máquina autobiográfica (Bonobos, 2012).