El Interior (Planeta/Seix Barral, Argentina, 2006) es un libro impresionante. Martín Caparrós sale a la carretera a recorrer los miles de kilómetros que unen los pueblos y ciudades argentinas que no son Buenos Aires. En esta primera entrega de más de seiscientas páginas, ha sido el Norte; en la siguiente, aún por publicar, será el Sur. A bordo de un automóvil al que llama Erre y que perteneció a otro gran cronista, Osvaldo Soriano, el escritor avanza y observa y piensa y aprende, erre que erre, con el objeto de formular respuestas posibles a una pregunta imposible: ¿qué es la patria Argentina? Para los de este lado del océano es raro que un escritor se plantee ese tipo de cuestiones; al otro lado, en cambio, lo raro es no hacerlo. En las librerías argentinas abundan los títulos que hablan del encanto, de los mitos y hasta del ADN de la argentinidad. En la frontera que separa el nacionalismo de la crítica, Erre y su dueño se desplazan, irónicos, hacia un destino y sus respuestas que no existen: todo viaje es siempre circular: en la última página se regresa a la Capital.
En el estilo fragmentado y elíptico que ha hecho célebre su arte de la crónica, el libro es un dietario sin fechas, una colección de instantes enhebrada por el motor del auto, por el movimiento y sus digresiones. Quizá es en las grandes ciudades (sobre todo en Rosario y en Córdoba: puertas de entrada y de salida de El Interior) donde con mayor facilidad se construye el reloj narrativo de Caparrós, capaz de sincronizar asuntos desvinculados para que parezca que los une un sentido que sólo el arte puede revelar. En la ruta, parece que se suceden sin orden ni concierto los discursos paralelos, los testimonios dosificados, las impresiones ensayísticas (urbanismo, gastronomía, historia, turismo, exclusión, política, indigenismo y tantos otros temas), los recortes de cultura popular (conversaciones informales entre desconocidos, chistes, letras de canciones: la radio es la banda sonora de ese viaje, erre que erre, de más de veinte mil kilómetros por asfalto, ripio y tierra). Pero al final te das cuenta de que todo obedeció a un plan, a una arquitectura en que había grandes espacios para la improvisación, para el desvío, pero cuyo mapa, que estaba abierto mientras el viaje era físico, estaba en verdad cerrado en el momento en que la literatura ordenó, dosificó y recreó todo aquel material.
El tejido es de hilos trenzados. Hay hilos conductores que son puro humor, como el de los diálogos entre un niño y su padre sobre qué quiere ser de mayor o las reflexiones intermitentes sobre el amor. Hay otros de carácter temático, como los cultivos y los cambios brutales en la cultura del trabajo (la soja en Santa Fe, la yerba mate en Misiones, la caña de azúcar y el tabaco en el Noroeste, el vino en los Valles Calchaquíes o en Mendoza). También los hay en clave de testimonio: escritos a veces en estilo indirecto libre, dan voz a ex militares, a mujeres de la villa, a profesores y a periodistas, a proxenetas y a travestis, a víctimas de malos tratos o de robos de niños: coral de tonos y acentos diversos, todos igualmente argentinos. Los hilos ariádnidos de corte poético constituyen lo menos y lo más loable del volumen: hay algunos intentos de poemas fallidos; y, en cambio, una voluntad de deshilachar, en verso, los retratos y la oralidad de ciertos personajes, que es cuando el libro alcanza su más alto grado de originalidad y de ritmo. Dos leitmotiven se erigen, por encima de todas esas constantes, como los elementos de cohesión fundamentales, con una repetición, un retorno, que va cimentando la variedad de materiales que se suceden: un monólogo que sintetiza los tópicos y las obsesiones de cualquier argentino y algo que le dijo al autor su padre, cuando era un niño: “Si es por buscar, mejor que busques lo que nunca perdiste”.
Coincidí con Caparrós en Rosario cuando estaba enfrascado en esa peripecia. Era una máquina de mirar. Todo le interesaba. Su actividad era frenética. Del centro histórico al shopping, de los burdeles a los puertos de soja, de Fontanarrosa a los falsos mitos rosarinos. No me podía imaginar entonces la ambición de su proyecto. Se estaba dando cuenta de que había viajado (para escribir) por todo el mundo, pero que su gran libro de viajes estaba en casa. En El Interior menciona con admiración a autores como José Martí, Tomás Eloy Martínez y Eloy Tizón; pero sólo Sarmiento ocupa el lugar del gran maestro.
El Interior es la mitad de uno de los proyectos más importantes de literatura de viajes en español jamás escrito. En Larga distancia (1992), Caparrós hablaba de la soledad del escritor argentino que viaja, porque no tiene una tradición viajera en que apoyarse: “hay que mirar solo, sin compañías reales o imaginarias”. En su último libro, la identificación con Sarmiento le permite sortear ese obstáculo; al tiempo que las múltiples referencias a obras propias sugieren que, con casi cincuenta años en su haber, sus muchos relatos de viaje –erre que erre– son ya una tradición desde la cual ser leído. ~
(Tarragona, 1976) es escritor. Sus libros más recientes son la novela 'Los muertos' (Mondadori, 2010) y el ensayo 'Teleshakespeare' (Errata Naturae, 2011).