El County Hall de Londres, sede del antiguo ayuntamiento (el Greater London Council) suprimido por Margaret Thatcher, se encuentra en la desdichada ribera sur del Támesis. Es un aparatoso palacio en estilo neoeduardiano que ya era kitsch cuando se inauguró en 1922. Tras la supresión del glc, el edificio quedó abandonado hasta que en 1993 un grupo financiero lo compró por sesenta millones de libras. Tras seccionarlo por zonas, incluyó en el vasto palacio un hotel, un acuario, un centro de diversiones, el memorial de la princesa Diana, un llamado “universo Dalí”, una exposición temporal dedicada a Madonna, y otros lugares de esparcimiento… como el museo de Charles Saatchi, el cual ocupa en toda su extensión el inmenso primer nivel, en régimen de alquiler cuyo monto no ha sido revelado. Como era de suponer dado el fabuloso ingenio del financiero para la autopromoción, en los folletos de publicidad su museo parece ocupar la totalidad del palacio.
Para quienes tienen mala memoria, les diré que Saatchi es uno de los mayores coleccionistas de arte contemporáneo del mundo y fue el artífice del llamado Young British Art (yBa), una de las operaciones promocionales de mayor éxito jamás emprendidas en Europa y que situó en el centro del arte mundial a Damien Hirst, Tracy Emin, Ron Mueck, Sarah Lucas, Jenny Saville o a los hermanos Chapman, entre muchos otros, durante la década de los ochenta. Conviene saber que Charles y su hermano Maurice Saatchi eran entonces los empresarios de publicidad más poderosos del globo.
El museo de Saatchi desafía a la Tate Modern, no muy lejos del County Hall, en donde se expone el arte contemporáneo “serio”, pero también desafía a quienes se adentran en esta “galería de trofeos”, como la bautizó Adrian Searle tras abrirse al público el pasado mes de abril. La primera sensación estética del visitante es el hedor que, a pesar de su caja estanca, emana de la cabeza de vaca putrefacta y comida de moscas bautizada por Hirst con el misterioso título de Mil años. Vienen a continuación el cordero y el tiburón suspendidos en una solución de formaldehído, el cerdo y la ternera seccionados en lonchas, todos de Hirst; las montañas de ratas disecadas por David Falconer, el cadáver del padre de Ron Mueck, la cabeza de Marc Quin esculpida con su propia sangre, el retrato de la asesina de niños Myra Hindley, los cuerpos despedazados por los hermanos Chapman, y, en fin, diversos espectáculos de canibalismo, sadomasoquismo, coprofilia, teratología, sexualidad de quirófano o, en general, odio furioso contra el cuerpo de los mortales. Esta generación de artistas británicos ya no tan jóvenes manifiesta un formidable resentimiento contra la debilidad de la carne que les hace herederos, paradójicamente, de sus antepasados victorianos y prerrafaelitas. Es como si pusieran de manifiesto, o vomitaran al exterior, las torturas que aquellos pudibundos personajes sufrieron en la olla a presión de su cerebro y que nunca (excepto Jack El Destripador) se atrevieron a poner en práctica.
Que este museo provincial de los horrores, esta Madame Tussaud para clases medias ilustradas, este sensacional monumento al gore, se encuentre inserto en un espacio de “neobarroco disecado” (J. Glancey), en compañía de Dalí, Madonna y la princesa Diana, tiene su gracia. Cabe recordar que en este edificio se asentó hasta 1989 el poder más rojo de Inglaterra, el socialismo radical, el único que plantó cara a la Thatcher. Cuando se visita hoy esta zona de esparcimiento populachero, es imposible no percatarse de la ironía: fue Saatchi quien logró que la Thatcher ganara sus primeras elecciones gracias a la más perfecta, sutil y malvada maquinaria publicitaria que jamás habían visto las Islas. Naturalmente, Saatchi fue quien llevó, años más tarde, la triunfal campaña de Blair. Al derrotado John Major le dedicó un anuncio gratuito en el que se veía al desolado perdedor sobre este inconmensurable texto: “Ya ves, John, lo que pasa cuando se cambia de compañía publicitaria”.
Arte, política y publicidad, precisamente las tres actividades que Walter Benjamin señaló como las herramientas del futuro y el meollo de la modernidad. Sólo se equivocó en quién iba a utilizarlas convenientemente. Los utópicos son una calamidad.
Antes de acompañarle en la visita de apertura de su museo, Saatchi, un hombre ultrasecreto que jamás concede entrevistas, le comentó casualmente al cronista del Guardian que bajo el suelo del County Hall viven dos millones y medio de ratas. Dos millones y medio, repitió como distraído, rascándose una oreja. Se le escapó una risa casi imperceptible y procedió a inaugurar la exposición. ~
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