Publicado exclusivamente en la desaparecida y magnífica revista norteamericana Grand Street e inédito en forma de libro hasta la fecha, Contrapunto de Don DeLillo es una pequeña joya literaria. Encontramos en ella los habituales temas de este escritor: la vida del artista, la naturaleza solitaria de la creación artística y la obsesión por su evolución en el tiempo, o la relación del artista con su público. El libro aparece en la curiosa colección Únicos de la editorial Seix Barral y va con un señero prólogo de Ramón Buenaventura, que escribe uno de esos raros prefacios que, a pesar de ser prefacios, merecen ser leídos antes de entrar en el libro. Mi admirado Buenaventura ha traducido también el texto de Don DeLillo y contagia en su breve prólogo entusiasmo de inmediato, por si el lector no está informado todavía de las virtudes de ese coloso de la literatura norteamericana que es DeLillo, autor de un libro que siempre frecuento, Submundo. En las palabras de Buenaventura encontramos un perfecto resumen de Contrapunto cuando se nos dice que el librito es “una relación de soledades” y “un poema de arte moderno”.
Las soledades artísticas relacionadas son cuatro: la figura atávica de Atanarjuat corriendo desnudo para escapar de sus perseguidores y salvar su vida (fotografiado por Norman Cohn en un mundo de hielo y cielo de una belleza suprema aunque ensangrentada), el pianista Glenn Gould (que, ante la incomodidad que siente cuando está frente a un público cualquiera, se refugia en la tecnología y el estudio de grabación buscando un clima de anonimato), el escritor Thomas Bernhard (aislado en su mundo obsesivo de literatura pura y dura, lógicamente antivisual: uno de los últimos resistentes) y Thelonious Monk (retirándose misteriosamente y no volviendo a actuar en los seis años que transcurrieron hasta su muerte en 1982).
Un mundo de artistas aislados, retirados, genios espectrales de soledades conectadas entre ellas. Cuatro misterios. Y un punto en común: los espectadores y los lectores aparecen muy lejanos para esos genios, aparecen envueltos en una bruma, creo que absolutamente necesaria para su arte de la soledad. Son como Julien Gracq, al que he estado leyendo estos últimos días y que en una entrevista sobre su arte del aislamiento confiesa sin más problemas: “El escritor no tiene nada que esperar de los demás. Créame, ¡sólo escribe para él!”
No olvidemos que de “la mente humana en condición de aislamiento” (Bernhard) ha nacido, por ejemplo, el sujeto moderno. Montaigne aislado en su torre cercana a Burdeos. Y Descartes en su habitación caldeada de la ciudad alemana de Ulm. Sin embargo, como explica DeLillo, en culturas más antiguas el solitario fue una figura maligna, pues se creía que ponía en peligro el bienestar del grupo. Pero a ese solitario le conocemos hoy perfectamente, “lo conocemos porque nos lo encontramos en nuestro propio interior, y en los demás. Vive en contrapunto, figura apenas visible en la distancia. Es ése quien es, en su soledad perdurable”.
Grandes genios que se atrincheran frente al mundo. Bernhard, al escribir sobre Gould, decía que compartía con él un deseo muy fuerte de blindarse. Se sentía, como Gould, un fanático nato de las barricadas. ¿Y qué decir de Monk? Se quedó inmóvil ante el piano en un club de Boston, “presionando las teclas, sin sonido, durante tantísimo tiempo que, al final, sus adláteres abandonaron el escenario. Estaba oyendo algo que ellos no oían”.
Retirarse del mundo para encontrar al solitario de nuestro propio interior. Deseos en Kafka de ser como un indio, siempre a caballo, pero sin ver ya la cabeza del caballo, a galope desenfrenado para estar más solo en la hora de la cabalgada y de la creación en el vacío. Sótanos y submundos donde habitan los genios. Todos esos genios que terminan siendo muy esquivos y apartándose. Todos esos genios que cantan, filman, escriben para sí mismos y, al final de sus días, como Monk, duermen debajo del escenario en el que tocan todas las noches.
Y un día se van.
En dirección a un horizonte helado. Thomas Bernhard fue enterrado en secreto, en Viena, una hora antes de lo previsto, para garantizar los términos de su privacidad. Charles Mingus es pura materia mineral en el río sagrado, el Ganges: su viuda esparció sus cenizas antes del alba, para hacerle más fácil la reencarnación. Y donde yace Glenn Gould hay una pequeña lápida que está grabada con las señales de otra clase de permanencia, en granito: las tres primeras notas del tema de las Variaciones Goldberg.
Contrapunto es como un solitario subterráneo intuitivo que DeLillo, como un fantasma espectral, parece haber encontrado en su camino hacia su particular horizonte helado. Y es también la demostración rotunda de que el arte de asociar ideas y sensaciones es un arte muy alto: “El artista, adepto de la soledad, vive al borde de esa inmensidad psíquica, otro mundo de hielo y tiempo e introspección invernal”.
“Sucede sin embargo que es verano”, solía decir Monk cuando nevaba en su ciudad natal. –
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