Ese meollo asible de hacinada ternura,
ese delgado
envés.
Los muertos vuelven también allí.
De allí nos miran; nos reflejan. Nos orillan
a ver.
Unen
la luz del tiempo, las estancias abiertas, incesantes,
del tiempo, su entramado acaecer,
sus desbordadas resonancias en el cenit
de una alcanzada desnudez: este gozo que vuelve,
nítido.
Esta radiante
hilaridad. Esta risa que funda
y su fisura.
Como un venero, un amuleto. La fuente oculta
de un jardín.
Este huerto, este rapto
que heredamos
como una abierta melodía entre la noche, como un destello,
una pregunta,
este cuerpo
y su sed.
De allí nos hablan,
de allí nos llaman, como entre sueños.
De un sueño a otro
nos llevan.
De un sueño a otro nos trazan, nos transparentan.
Como rasgos muy tenues en un paisaje.
Como respiros. De un sueño a otro buscamos
la solidez: este fuego
que enlaza, que perdura.
Esta pasión que arraiga,
que arrebata, y su acendrado contrapunto,
este sentir que engendra. Y a tu mirada se abre
lo que aún refleja
Unen
la luz del tiempo, las estancias abiertas, incesantes,
del tiempo, sus remontables laberintos, su abarcable acaecer:
Este aliento,
esta savia que funde, que transluce, que nos envuelve
como un oleaje,
como un acorde: Estos contornos íntimos.
Un giro breve del cristal. Una arista de luz.
Una textura. Una palabra.
Porque la muerte tiene
en el colmado corazón de la vida
enraizados sus vértices,
y en ellos arde,
en ellos cede, en ellos une
esta espesura. ~
Entre sus libros se cuentan Peces de piel fugaz (1977), El ser que va a morir (1982) y La voluntad del ámbar (1998).
Este poema forma parte de las páginas finales del libro del mismo título que en breve publicará Ediciones Pre-Textos.