Se puede definir sucintamente a la necrocracia revolucionaria como el régimen político en el que el poder permanece en manos del dirigente que instauró el régimen revolucionario tras su muerte. Usualmente la necrocracia es un periodo de transición que dura hasta que el sucesor se ha instalado firmemente al mando del timón del Estado para continuar, en sus propios términos, el proyecto iniciado por el necrócrata cuando estaba vivo.
La necrocracia se ubica en las antípodas de la democracia según Claude Lefort. Siguiendo la clásica discusión de Ernst Kantorowitz sobre la visión medieval del cuerpo político (body politic), basada en el concepto de los dos cuerpos del rey inseparables entre sí, el cuerpo físico y el cuerpo místico que representa la unidad del Estado, Lefort señala que ésta es precisamente la razón por la cual los revolucionarios han debido ejecutar al rey como acto fundacional de la democracia, para que al eliminar el cuerpo que representa la soberanía política el poder se vacíe de toda sustancia eterna y quede como un espacio abierto para ser ocupado temporalmente por cualquiera. En la necrocracia, es precisamente este temor al vacío de poder, literalmente hablando, lo que exige la preservación y exhibición del cadáver del líder de la revolución junto con la reconstrucción de su última voluntad política, de modo que la muerte física del líder no constituya una ruptura en la vida del régimen.
La historia del siglo XX está llena de necrócratas ilustres surgidos de regímenes revolucionarios de izquierda: Lenin, Mao, Ho Chi Min, Kim Il-Sung, y el ejemplo en ciernes de Hugo Chávez. Una vez muertos, los padres de la revolución fueron todos embalsamados y sus cuerpos exhibidos para la veneración pública, mientras ocurrían tras bambalinas los ajustes, intrigas y purgas al interior del grupo gobernante hasta la consolidación de un sucesor viable. Una vez firmemente asentado el sucesor en el poder termina la fase activa de la necrocracia, aquella en la que la voluntad del necrócrata, constantemente invocada por sus seguidores y adaptada permanentemente a las cambiantes circunstancias, norma la vida del Estado, y se transita a una fase recesiva, en la que la necrocracia deja de ser propiamente tal y sólo queda un residuo de necrofilia cívica, común a todos los regímenes políticos, democráticos y no, que guardan y veneran reliquias de sus fundadores, venados y otros cuadrúpedos incluidos.
Central al régimen necrocrático es la figura del Embalsamador, el primero de entre los posibles sucesores que propone la preservación del cadáver del Fundador. Generalmente el Embalsamador es el puntero en la línea de sucesión y el embalsamamiento le permite reclamar para sí el monopolio de la interpretación de la voluntad del necrócrata e iniciar las purgas con base en ella, pero no todos los Embalsamadores lograron sobrevivir a la transición necrocrática. Stalin y Kim Jong-Il son ejemplos exitosos, pero la infausta Sra. Mao y su Banda de los Cuatro son un ejemplo en contrario. La figura del Embalsamador y el proceso de embalsamamiento nos permiten establecer ciertas características del régimen del que surgen. Por un lado, aunque en el diseño institucional existan mecanismos formales para llevar a cabo la sucesión en el poder, el marco institucional fue debilitado a tal punto por el Fundador que la sucesión es una danza precaria al filo de la navaja en la que priva el instinto de los contendientes. Por supuesto, los procesos informales para la sucesión no operan en el azar absoluto; el embalsamamiento en sí mismo revela la función legitimadora de la enorme popularidad del líder fenecido. Por otro lado, aunque esto parezca redundancia, el embalsamamiento es una muestra de que las instituciones del Estado han sido capturadas por un grupo de poder que basa su dominio en una teoría –o ejercicio de fuerza bruta- que excluye de entrada a varios grupos como contendientes legítimos. El cadáver embalsamado es una especie de placeholder que ataja toda pretensión de poder de los grupos indeseables.
La breve e incierta necrocracia de Hugo Chávez revela varios aspectos de este tipo peculiar de régimen político. Aunque Venezuela es formalmente un régimen plural y democrático, en práctica tras la muerte de Chávez el discurso del Embalsamador Maduro niega contundentemente la legitimidad de una sucesión por fuera del chavismo. La rapidez con la que Maduro se movilizó para monopolizar la herencia del necrócrata es una obvia respuesta a la última voluntad claramente en su favor, pero también sugiere la presencia de corrientes diversas en el seno del movimiento que requerían acciones prontas y contundentes para evitar un proceso de centrifugación. Sin embargo, la necrocracia venezolana sufrió un serio traspié cuando, en un despliegue de la ineficiencia que muchos venezolanos critican del gobierno chavista, el Embalsamador hubo de reconocer que no tenía la capacidad técnica para embalsamar al Fundador. Por ello, Maduro ha debido recurrir al realismo mágico más pedestre para mantener viva la imagen del necrócrata actuante: un cabildero celestial que le sugiere papas a Jesucristo, un pajarito silbador que anima la campaña presidencial. Es fácil descalificar esos excesos discursivos como bufonadas de un aprendiz de bufón, pero el mensaje político es claro: Chávez sigue al frente del timón a través de Maduro.
De manera fundamental, la incierta necrocracia venezolana, como todas las otras necrocracias de izquierda, revelan un enorme vacío o error de diseño en todas las teorías de la llamada democracia popular. Cuando los proponentes de los regímenes populares, de Lenin a Laclau, se proponen colocar al pueblo (o proletariado) directamente en el ejercicio del poder, trascendiendo las limitaciones o el “engaño” de la representación popular en la democracia liberal, se olvidan de elaborar una sub-teoría del día después: el ejercicio directo del poder popular tras la muerte del líder. Si el pueblo verdaderamente estuviera al mando no habría necesidad de reconstruir el cuerpo político a través de un cadáver embalsamado. Con perdón de Aristóteles, se puede decir la necrocracia revolucionaria es la forma impura de la democracia popular.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.