Los libros de filosofía suelen llevar títulos descriptivos como Fenomenología del Espíritu o Crítica de la razón pura. Sin embargo, José Luis Pardo acaba de publicar un enorme libro filosófico (casi ochocientas páginas) titulado La regla del juego (Círculo de Lectores), asumida sugerencia de la película de Renoir. También es cierto que los libros de filosofía suelen incluir citas de Leibniz y de Quine, en tanto que Pardo ha incluido citas de los Beatles. Esta falta de respeto hacia la alta cultura nos indica que estamos ante un libro inmensamente serio.
La regla del juego a la que se refiere el título es la que gobierna nuestra vida sexual, poética, política, científica y teórica, es decir, el conjunto de normas que hacen que algo imposible como pilotar un bombardero o dibujar un mapamundi se realice con la más asombrosa facilidad. El libro mismo del que hablo no expone abiertamente su asunto hasta el final (p. 665) porque las cosas, los juegos, sólo sabemos en qué consisten cuando ya se han terminado y alguien ha ganado o ha perdido.
Por ejemplo, el juego de vivir. Aunque Pardo no lo cite, un célebre verso de Mallarmé nos resume el asunto central: “Tel qu’en Lui-même enfin l’éternité le change.” “Tal cual sí mismo, por fin, la eternidad lo cambia.” Es decir: sólo la muerte nos permite llegar a ser lo que hemos sido, sólo el final nos cambia en lo que seremos para toda la eternidad. Y eso que hemos sido, como el libro de Pardo, es todo lo que somos, pero sólo cuando ya hemos acabado de ser. Sólo somos lo que somos… cuando ya no somos.
He aquí una aporía y el ensayo se compone de quince aporías. Así son las reglas de cada juego: aporéticas. Por ejemplo, no podemos saber algo que ignoramos, pero es cierto que todos los días aprendemos algo. El subtítulo del libro es “Sobre la dificultad de aprender filosofía”, y puede ampliarse a todo lo demás. Yo soy un ciudadano que no habla ruso. Podría aprender a hablar ruso pero cuando hable ruso ya no seré aquel que no sabía ruso, seré otro. Y no es en absoluto fácil saber por qué el que yo era y el que ahora soy, son el mismo. A veces, mirando viejas fotografías uno se pregunta qué le queda de aquel que llevaba su nombre.
Por eso la última sección del libro enlaza con la primera. Esos dos tiempos, el de aquel que fui y el de quien sea yo ahora, son el mismo tiempo, aunque sin duda no sea yo la misma persona sino sólo alguien que trata de llegar a ser esa persona. Las quince aporías del ensayo presentan quince perplejidades que deberíamos reflexionar antes de que sea demasiado tarde.
Sin embargo, ¿cómo puede Pardo determinar la regla del juego, del Gran Juego, desde dentro? Es como si estuviéramos jugando al ajedrez y nuestro contrincante dijera: “¡Acabo de descubrir que el peón mata hacia atrás!” y nos comiera la reina. Eso no puede ser. Mientras dure el juego no es posible cambiar las reglas, lo cual quiere decir que no pueden tratarse como si fueran algo externo al juego. Y esa es la complicación mayor, porque el juego es uno y trino, como la divinidad. Hay un juego I cuando las reglas son implícitas. Hay un juego II cuando las reglas son explícitas. Lo aclaro.
En el juego I somos primitivos, nativos, salvajes, o quizá simplemente poetas. Jugamos siguiendo unas reglas, pero no sabemos que hay reglas. Danzamos para pedir la lluvia, pero ignoramos que el tiempo litúrgico de la danza coincide con la llegada de los Monzones. Las reglas son implícitas y el cocinero dice: “hay que echar una pizca de sal”, y no “veinte miligramos”. En el juego II, por el contrario, conocemos las reglas de los juegos como tales reglas, son explícitas. Sabemos que estamos bailando un tango argentino o una polca vienesa; que la pintura de Rothko le gusta a los universitarios y el fútbol a los de grado medio. Ya no estamos en la tribu sino en la polis, no somos indígenas sino exploradores o antropólogos. Lo nuestro no es la poesía sino la política.
Ahora bien, Pardo demuestra con singular agudeza que, contra lo que puede parecer, el juego I es una invención del juego II. Sólo si hay antropólogos puede haber “pueblos primitivos”; no hay “nativos” si no los clasifica un explorador, ni poesía si no ha sido definida como género por la prosa. Los tristes trópicos son inventos de antropólogos felices, porque los indígenas del trópico no saben que viven en el trópico, ni mucho menos que son indígenas. En resumen, no saben que obedecen reglas.
El juego I es un invento del juego II, pero es esencial que ambos no se confundan. Aparece así la posibilidad de un juego III, aquel que ha descubierto todo lo anterior. Este juego III, la teoría, carece de regla porque no es un juego, o bien sólo lo es en el noveno sentido de la definición de María Moliner: “lugar de unión de dos cosas articuladas entre sí”. El juego iii es la pura separación que une al juego I con el juego II, así como el codo une y separa los dos huesos del brazo. He aquí la más exacta y elegante definición de la filosofía que he leído en los últimos años.
Perdonen ustedes el discursazo, pero me ha parecido que merecía la pena avisarles de que ha aparecido un libro inteligente, escrito con elegancia y claridad. Porque nunca se sabe… –
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