Ilustración: Manuel Monroy

Tres reflexiones sobre la barbarie: ayer y hoy

Es un error hablar de la barbarie como un síntoma de otras épocas. La vida moderna tiene su propia barbarie y está a menudo dirigida contra quienes consideramos diferentes.
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La frase de Benjamin

“No hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie.” Esta sentencia incendiaria, escrita por Walter Benjamin durante la última primavera de su vida, se ha convertido en un adagio canónico de la modernidad. Benjamin llevaba dos décadas trabajando en estas reflexiones y había decidido no publicarlas porque provocarían un “entusiasta malentendido”, pero cuando terminó el borrador de “Sobre el concepto de historia”, en el que aparecía esa frase trascendental, la historia ya estaba validando su especulación apocalíptica con un escenario apocalíptico. Las tropas nazis marchaban rumbo a París, donde Benjamin vivía en circunstancias cada vez más desesperadas. Solo tenía que leer el periódico para entender que todos los términos intermedios entre cultura y barbarie estaban desapareciendo. En la primavera de 1940, en París, la confianza de la civilización recibió un golpe mortal. La frase de Benjamin sobre los documentos históricos era también una frase sobre las experiencias personales. Leída de manera autobiográfica, su coincidencia de los opuestos se alza como una de las afirmaciones más poderosas de la literatura de la desilusión. El descubrimiento de que los méritos que la modernidad se atribuía a sí misma eran exagerados e incluso falsos, de que la barbarie perseveraba en las regiones de la razón, de que la ilustración no había disipado el mal: todo esto fue expresado tanto por la lúgubre frase de Benjamin como por la morfina que había en su bolsillo.

Pero el comentario de Benjamin era algo más que la expresión de un momento y un estado de ánimo. Era una afirmación sobre la historia, una interpretación de la historia. Iba más allá de situaciones históricas contingentes para llegar a una asociación más profunda y duradera entre civilización y su opuesto. En la desoladora versión de Benjamin, la barbarie no era, de ninguna manera, el opuesto de la civilización. Era su gemela o su sombra o su condición. La relación entre civilización y barbarie no era una contradicción sino una ironía, quizás incluso una dialéctica; un tipo de relación de acompañamiento permanente, de complementariedad, tan fuerte que podría equivaler a una vinculación. ¡Sin barbarie no hay civilización!

En cierto sentido, semejante premisa no tiene nada de alarmante. Tan solo intenta sacar a los devotos de la cultura del error de tener una imagen edulcorada del objeto de su adoración, de profesar una reverencia sentimental a la cultura que la confunde con todo lo que es significativo en las relaciones humanas y que oscurece o niega las dimensiones menos nobles de existencia individual y social. Contra los hierofantes de la cultura, el correctivo de Benjamin tiene un efecto fortalecedor. El ideal es peligroso cuando se confunde con lo real, en tanto que el trabajo del verdadero idealista es marcar la distancia entre el ideal y lo real. Si solo queremos saber acerca de la civilización, ponemos la civilización en peligro. Cuanto más completa y sensata sea nuestra comprensión de la actualidad, más seremos capaces de proteger y preservar lo que valoramos de ella.

Hasta aquí Benjamin recomendaba lo que Rebecca West había descrito algunos años antes como “una mente que no se deja sorprender”, pero tenía un programa filosófico más ambicioso. Buscaba invalidar el “historicismo” en nombre del “materialismo histórico”. Por historicismo se refería a la historia escrita desde la cima, desde la posición de los ganadores. “Si se plantea la pregunta de con quién empatiza, propiamente hablando, el historiógrafo del historicismo, la respuesta suena, indefectible: empatiza con el vencedor. Pero los poderosos son los herederos de los que siempre han vencido. La empatía con los vencedores siempre beneficia por consiguiente a los poderosos. Con lo cual, en lo que hace al materialista histórico, ya se ha dicho bastante. Quien quiera que, por tanto, hasta este día haya conseguido la victoria marcha en el cortejo triunfal en que los que hoy son poderosos pasan por encima de esos otros que hoy yacen en el suelo” [Obras, libro i/volumen 2, traducción de Alfredo Brotons Muñoz, Abada, 2008]. Parecería aquí que el replanteamiento que propone Benjamin de las relaciones entre barbarie y civilización es de propósito moral, un intento por rescatar la dignidad de los vencidos. Así que uno debe hacer una pausa para una complicación inconveniente y señalar que el mismo triunfalismo asesino que Benjamin denuncia, la misma interferencia totalitaria con la verdad histórica, acompañaba a los tiranos que gobernaron en nombre del materialismo histórico. Y más aún, hacia 1940, Benjamin podría haber sabido esto. Su amigo Arthur Koestler, quien también cargaba consigo veneno para salvarse de Hitler, y que le dio a Benjamin el veneno con el que finalmente evadió un destino similar, ya era consciente de que el materialismo histórico era tan solo la más reciente etapa de la interminable crueldad que Benjamin describió como historicismo. (Cuando Benjamin escribió la frase aún se encontraba bajo el hechizo del repugnante Brecht y comenzó su ensayo con un epígrafe de La ópera de cuatro cuartos.)

Benjamin continúa desarrollando su alegoría militarista de los orígenes de la cultura, su metáfora del desfile triunfal. “Así, tal como siempre fue costumbre, el botín es arrastrado en medio del desfile del triunfo. Y lo llaman bienes culturales. Estos han de contar en el materialismo histórico con un observador ya distanciado. Pues eso que de bienes culturales puede abarcar con la mirada es para él sin excepción de una procedencia en la cual no puede pensar sin horror. Su existencia la deben no ya solo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también, a la vez, a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie.” Como todas las declaraciones materialistas, esta tiene un objetivo nivelador. Arranca a la civilización de las nubes y la echa por tierra, donde queda postrada y se puede pisotear. Lo que la pisotea es el dogma de que los “bienes culturales” deben entenderse como expresiones de poder. Desde este punto de vista, los orígenes de la cultura no residen en el ámbito del espíritu: ese mito se diseñó para disfrazar el lugar central que ocupa la fuerza en la cultura, la horrible pero liberadora verdad sobre la civilización, es decir, que se puede entender adecuadamente si se reduce a las oscuras causas de la política y la economía. Las conmovedoras circunstancias en las que Benjamin escribió su famosa frase no deben ocultarnos el hecho de que no es otra cosa que la reformulación de la teoría marxista de la cultura, una teoría de deflación, contaminación y desencanto.

La primera dificultad que ofrece el análisis de Benjamin de los “bienes culturales” es que es metodológicamente inadecuado. No puede dar cuenta de las cualidades de una obra de arte que nos permiten apreciarla. Por ejemplo, los sistemas de mecenazgo no constituyen lo que más necesitamos saber de un cuadro de Tiziano, Velázquez o Rubens, y las estrecheces económicas de Rembrandt arrojan muy poca luz sobre sus grandes avances espirituales y estilísticos. ¿Toda pintura, sinfonía o poema producidos bajo un imperio son una expresión de imperialismo? ¿Qué demonios tiene que ver lo sublime en Spinoza con la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales? Hay algunos materialistas culturales que defienden sus convicciones a partir de la falta de evidencia para sostenerlas. Edward Said sugirió una vez que la ausencia de cualquier mención en Mansfield Park de las plantaciones inglesas en las Indias Occidentales demostraba que esas plantaciones, y sus expolios, eran el verdadero tema de la novela. Pero eso no es interpretación, es ideología.

No veo cómo puede hacerse una interpretación responsable de una obra de arte o de una obra del pensamiento sin un concepto del espíritu humano autónomo. Es posible que la barbarie y la cultura existan en la misma civilización, pero la causalidad puede no ser ubicua y sistémica. La barbarie y la cultura pueden escapar de su mutua influencia, a menos que uno crea (y esta es una convicción filosófica previa) en una visión absoluta de la vida humana donde la libertad de la mente es una quimera. El hombre culto puede hallarse tan aislado de la barbarie como el hombre bárbaro de la cultura. El individuo no se disuelve tan fácilmente en una o en otra. Tanto la barbarie como la civilización son creaciones humanas derivadas de elecciones igualmente humanas. El exquisito culo de la Venus en el espejo no tenía nada que ver con el rey de España. Por eso los “bienes culturales” son bienes culturales.

Las reflexiones de Benjamin se concibieron como un discurso emancipatorio. El pensador crítico se alza por encima de las realidades asesinas del poder para descubrir… ¿qué? ¡La supremacía del poder! Por eso el materialista se pone al nivel de todo lo demás y desciende hasta el lodo que él mismo defiende como la sustancia universal. La pobre criatura anula su propio privilegio epistemológico. La noción de que no existe documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie es, en sí misma, una noción bárbara. Lo llena a uno de tristeza pensar en Benjamin –el hombre sumamente culto que huye para salvar la vida durante sus últimos días– deslegitimando su cultura mientras lo perseguían sus enemigos, rindiendo la historia humana, como un todo, al principio de fuerza que está a punto de destruirla. ¿Dónde queda la emancipación, el consuelo, en la idea de la supremacía del poder? ¿Qué tipo de liberación es esta?

Esta es la lección de la vida y la muerte de Benjamin: sea cual sea la complementariedad entre cultura y barbarie en cierto tiempo y cierto lugar, en esencia son términos contradictorios. Conforman una dicotomía brutal, una antítesis radical. No son elementos de un mismo sistema sino dos sistemas distintos. La cultura (la vida espiritual) no siempre viene acompañada de costos morales ocultos. La belleza no siempre esconde la culpa. El ideal no siempre es una coartada para el poder. La lucha para disociar la barbarie de la civilización es larga pero no es fútil. No es sino la lucha por la justicia.

El mito del anacronismo

Todas las revoluciones exageran, y la revolución de la modernidad no fue una excepción. Se volvió una de las creencias centrales de la vida moderna que las discontinuidades entre pasado y presente excederían por mucho las continuidades. Durante algunos de los momentos convulsos de la época moderna se llegó pensar que la discontinuidad sería completa (un sueño de novedad perfecta donde se cortaría y olvidaría todo vínculo con lo antiguo). La gente se convenció de la obsolescencia del pasado. La vanguardia le debe tanto a esta ficción como se lo debe el totalitarismo en la política. La naturaleza humana, diría Virginia Woolf, cambió en febrero de 1910. La revolución digital ha revivido esta euforia radical y repetido el error. Ahora se dice que la naturaleza humana cambió en 2010, o por ahí, y que se acerca una verdadera transformación utópica. Se habla del siglo XXI con frenesí, como la época en la que los fracasos, los errores y las debilidades del pasado ya no habrán de ocurrir, en la que todos los asuntos humanos habrán de asentarse sobre nuevos y mejores cimientos. Aunque terminó tan solo hace dieciséis años, el siglo XX ya parece el Neolítico, o eso nos quieren hacer creer nuestros nuevos revolucionarios.

Esta falsa e impertinente suposición sobre el nuevo siglo es uno de los grandes obstáculos para comprenderlo. Cuando hoy aparecen males ancestrales, calamidades que se suponía que se habían desvanecido hasta confundirse con los vapores del tiempo, nos quedamos desconcertados, descolocados, confundidos en nuestros pensamientos sobre ellos y paralizados para actuar en su contra. Por ejemplo, ¿cómo es que la barbarie ha persistido en nuestra brillante era de ilustración y conectividad? Consideremos las decapitaciones del Daesh, aunque en YouTube se pueden encontrar muchos otros ejemplos de la barbarie del siglo XXI. ¿No hay una contradicción entre esas atrocidades y la fecha en que ocurrieron? ¿No hay una paradoja en el hecho de que esas imágenes me llegan a través de mi iPhone? Cuando contemplamos estas escenas experimentamos una fuerte impresión, no solo moral, lo cual es completamente apropiado, aunque muy pronto este sobrecogimiento se desvanezca ante la repetición de las imágenes, sino también una impresión histórica. Nos explicamos las barbaridades llamándolas “medievales”. Una y otra vez, se describe al Daesh como un califato del siglo VIII en el XXI. Hallamos con- suelo en este ejercicio de periodización porque nos permite sentir que el mal en nuestro tiempo es una excepción de nuestro tiempo. Acudimos al mito del anacronismo para preservar nuestras más queridas ilusiones acerca de nuestra época, nuestro gratificante sentido de su originalidad salvífica. De lo contrario, la coexistencia de decapitaciones con iPhones sería demoledora. Experimentaríamos una especie de decepción escatológica.

Pero la primera lección del siglo XXI resulta ser, precisamente, que el anacronismo es un mito. Todo lo que ocurre en cierta época pertenece a esa época. Todos sus esplendores y todas sus miserias son reales por igual. Y deberíamos dejar de asignar diversos grados de realidad a experiencias diferentes. O, para decirlo con otras palabras, nuestro tiempo histórico está hecho de tantas épocas como formas de vida hay en el mundo. Al Raqa es tan representativa de nuestro tiempo como Palo Alto. Lo que vemos en el desierto sirioiraquí, y lo mismo se podría decir de los horrores en otras regiones del mundo, no es una barbarie del siglo VIII que ha sobrevivido de manera misteriosa. Somos testigos de una barbarie del siglo XXI. Nos impresionaría menos si fuéramos menos autoindulgentes y dejáramos de confundir nuestra parte del mundo con la parte históricamente más significativa del mundo. La totalidad del mundo es la históricamente significativa (y “medieval” no es en realidad el insulto que creemos que es). El revolucionario no es menos provinciano que el reaccionario.

Se puede llevar esta corrección más lejos. Sí hay una conexión entre las decapitaciones y el iPhone, entre la barbarie en el desierto y las maravillas de la civilización digital. Una es la respuesta a las otras. La historia de la modernidad es un relato de violentos retrocesos de la modernidad. Ninguna forma de vida tradicional ha experimentado la modernidad tan solo como una bendición. También se ha recibido, y con razón, como una amenaza. La modernización es sobre todo una ruptura, una dislocación, y por eso viene acompañada de temor, ira y dolor. Los beneficios del cambio pueden quedar eclipsados por la experiencia del cambio. Por este motivo, a menudo ha habido resistencia a la convulsión y, por lo general, la resistencia toma la forma de una convulsión aun mayor. Este patrón, la dimensión trágica del cambio fundamental, se dio también en Occidente, donde pasaron siglos antes de que se estableciera un orden liberal y laico. John Stuart Mill no nació el día en que murió Tomás de Aquino. Hubo un conflicto feroz y de varios siglos sobre la verdad y el poder. Hombres y libros ardieron en la hoguera. El fascismo y el comunismo pueden entenderse como respuestas convulsas y violentas a la modernidad liberal. Son nuestras barbaries, barbaries de Occidente, y son las más grandes de la historia de la humanidad. Fueron barbaries de su época, barbaries de la época moderna.

Por lo tanto, del sangriento espectáculo de la barbarie contemporánea debemos salir con una idea modificada de progreso civilizatorio. No hay duda sobre la realidad del progreso moral, social, político y económico en varias regiones del mundo. Lo incontrovertible de este crecimiento sorprendente ha dado lugar a una visión optimista del mismo, como si se tratara de algo lineal e inexorable. Es este optimismo lo que deberíamos desechar cada vez que repasamos el salvajismo en el mundo actual. En muchas partes, el progreso ha demostrado que es reversible, sobre todo porque las prometidas transformaciones de la identidad no se han completado (y son buenas noticias, ya que borrar tradiciones difícilmente es una condición de justicia y, a menudo, representa una injusticia en sí misma). Sin embargo, tampoco es cuestión de reemplazar optimismo con pesimismo, porque el pesimismo tampoco se ajusta a la complejidad de la situación moral e histórica. El concepto de retroceso no es menos lineal que el de progreso. Debemos aceptar, en cambio, una imagen siempre abigarrada, una historia de tropezones, una crónica de incesante lucha, con movimientos adelante y atrás. Las victorias son intermitentes y provisionales. Es posible que esta falta de finalidad se deba a las circunstancias específicas de ciertas luchas en particular, pero también debe atribuirse de forma más general a las divisiones perennes del corazón humano, que hasta ahora ha probado ser bastante inmune a todos los llamados históricos y metafísicos para alcanzar la perfección. El fundamento en última instancia para la barbarie no es occidental u oriental, es humano. No hay política que pueda extinguirlo. La nobleza de la lucha contra la barbarie no debe darnos la ilusión de que su éxito es inevitable.

La revolución digital ha fomentado una nueva “perspectiva whig” de la historia, una “perspectiva e-whig”. Por lo tanto es importante hacer notar, contra esta nueva explosión de optimismo, que la tecnología es neutral respecto a los valores. No garantiza la ilustración y es también un diseminador global de oscuridad. Nuestro entusiasmo inicial por el poder emancipador de nuestros dispositivos digitales ha quedado escarmentado por la facilidad con que estos han llegado a servir para los propósitos de gobiernos represivos y corporaciones monopólicas. La tecnología puede servir, con la misma eficacia, para el bien o para el mal. Por lo tanto, no hay nada sorprendente en las habilidades para las redes sociales que poseen los yihadistas modernos. El mal siempre ha sido un “pionero”, y como todos los actores históricos los yihadistas viven en su propio momento. Su nostalgia no los perjudica, sus sueños de restauración les sirven como plan. No hay contradicción entre sus antiguos fines y sus modernos medios. Utilizan lo que tienen. Nosotros debemos hacer lo mismo. La guerra contra los bárbaros es física, pero la guerra contra la barbarie es una lucha de ideas.

¡Bienvenidos sean los bárbaros!

En el mundo antiguo, no se definía a los bárbaros solo como salvajes. “La flexibilidad del concepto no puede exagerarse”, escribe un historiador. No todas las definiciones eran peyorativas: el retrato que hace Tácito de las tribus germánicas es de una profunda admiración. Las comparaba favorablemente con la decadencia de los romanos y describía su primitivismo como una forma de virtud (sentando, por tanto, las bases para las grandiosas idealizaciones de Rousseau). Había muchas definiciones para el bárbaro, y la más común era la de “extranjero”. El bárbaro era el forastero o, como nos gusta decir ahora, el otro. Representaba el principio de diferencia. Homero originó el término cuando describió a los carios, un grupo del suroeste de Anatolia, como barbarophonoi: el rasgo distintivo de su otredad era su lengua extranjera. Barbaros se convirtió en la palabra con la que los griegos describían a los no griegos.

En la antigüedad, al igual que en la modernidad, la diferencia provocaba a menudo el temor. El prejuicio antibárbaro, la incapacidad de estar a la altura del reto de la alteridad se anuncia en el comienzo mismo de la Política de Aristóteles, en su discusión sobre el género como base de la comunidad. El filósofo observa, tolerante, que “por naturaleza está establecida una diferencia entre hembra y esclavo”, pero luego continúa ya con menor ánimo edificante para notar que “entre los bárbaros, la hembra y el esclavo tienen la misma posición, y la causa de ello es que no tienen el elemento gobernante por naturaleza, sino que su comunidad resulta de esclavo y esclava. Por eso dicen los poetas: ‘justo es que los helenos manden sobre los bárbaros’, entendiendo que bárbaro y esclavo son lo mismo por naturaleza” [traducción de Manuela García Valdés, Gredos, 1988]. El vínculo entre diferencia y dominación no podía ser más claro. El vínculo, por supuesto, tuvo una larga carrera posterior en el pensamiento y la política de Occidente. Hay una línea recta que va de Aristóteles a Hegel, quien en la Filosofía del derecho instruye: “la nación civilizada es consciente de que los derechos de los bárbaros no son iguales a los propios y asume su autonomía como una mera formalidad”. Para Hegel, la posición subordinada de los bárbaros estaba justificada no por una diferencia de esencia, como para Aristóteles, sino por una diferencia de posición histórica: se encontraban más abajo en la escalera de la Historia, por la cual la Idea ascendía para llegar a la nación. “Una comunidad de pastores podría tratar a los cazadores como bárbaros, mientras que ambos son bárbaros desde el punto de vista de los agricultores y así sucesivamente.” Cada civilización tiene a un bárbaro por debajo y es bárbara para quien sigue hacia arriba. La barbarie era una medida del propio avance. Hegel estaba reformulando una noción de la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media donde los bárbaros eran personas que no habían progresado del estado de naturaleza para llegar a la historia. Incluso los bárbaros tenían a sus propios bárbaros: se dice que Marco Aurelio habría exclamado, cuando su trato con los judíos lo exasperaba: “¡Oh, marcomanos, cuados, sármatas, por fin me topé con otros más desordenados que ustedes!” (Sin embargo, a duras penas podía describirse a los judíos como un pueblo precivilizado: nunca hubo quien los consignara al estado de naturaleza. Es llamativo que, al parecer, el término barbaros no se empleara en el mundo antiguo para caracterizar a los judíos, quienes ciertamente eran un otro.)

En nuestra época, las dos definiciones de bárbaro –el salvaje y el extranjero– se han convertido en elementos de la misma historia espantosa, cuando millones de personas huyen del primer tipo de barbarie para llegar a Europa y toparse con el segundo tipo de barbarie. Millones de individuos han sido condenados a experimentar la barbarie de la atrocidad y la barbarie de la indiferencia. Para justificar su hostilidad hacia los refugiados, algunos europeos los describen de manera indignante como bárbaros, salvajes, terroristas, cuando en realidad son víctimas de bárbaros, salvajes y terroristas. Los refugiados son las más recientes víctimas de esa ancestral costumbre europea de asociar diferencia y barbarie. El miedo degrada con facilidad a los extranjeros en salvajes, mientras que la acobardada comunidad, la proveedora de miedo, se admira a sí misma como la defensora de la civilización. Pero ¿es realmente la intolerancia compatible con nuestro ideal de civilización? ¿Qué tan firme y qué tan profunda es una cultura que no puede soportar la proximidad de la diferencia? ¿Acaso no estamos atestiguando, en la xenofobia europea y en el nativismo de Estados Unidos, la barbarie de los civilizados?

Mientras ponderamos las vicisitudes del concepto de lo bárbaro, deberíamos pensar en asignarle al término un significado más primario que el cultural y el antropológico. Quizá el debate sobre la barbarie pertenece en primera instancia al campo de lo ético. Después de todo, las expectativas éticas no se postulan a partir de logros culturales. Y quizá la definición ética de barbarie es esta: un corazón de piedra. La barbarie no es el término para una época sino el término para una cualidad. A Plutarco le ofendían tanto las descripciones comprensivas de los bárbaros que hacía Heródoto, el padre de la etnografía, que llegó a condenar al historiador griego como un “amante de los bárbaros”, un amante de los extranjeros. Philobarbaros, lo llamaba. Para nosotros, en nuestras horribles temporadas de orgullosos odios, el apelativo desdeñoso de Plutarco debería ser el término de nuestras aspiraciones. Si no nos convertimos en philobarbaroi, no alcanzaremos los beneficios morales y sociales de una sociedad multiétnica. Sin una apreciación de la multietnicidad, sin actos de bienvenida, no tendremos paz ni decencia. Si continuamos siendo extraños para los extranjeros, habremos probado que no solo somos indignos de nuestras políticas democráticas sino también de nuestra cultura humanística. ~

Traducción del inglés de Roberto Frías.

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(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.


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