• Cuando salió del mutismo que lo atrapó los últimos veinte años de su vida, Valery Larbaud solo dijo: “Buenas tardes a las cosas de aquí abajo.”
• Cuando desapareció, Antoine de Saint-Exupéry volaba un Lightning P-38. Una vidente checa le había dicho: “Evite el mar a partir de los cuarenta años.”
• Cuando Antón Chéjov murió, su cadáver fue etiquetado erróneamente en el tren que lo transportó. “Ostras frescas”, se podía leer en su ataúd.
• Cuando Dylan Thomas murió, su editor identificó el cuerpo y tuvo que explicar qué es un poeta. “Escribía poesía”, reza el acta de defunción.
• Cuando murió, Samuel Beckett había reducido el decir a tonos esenciales. Su lápida, dijo, podía ser de cualquier color mientras fuera gris.
• Cuando murió, Jorge Luis Borges tenía graves dificultades para leer. Sonrió al entrever la biblioteca diáfana que le brindaba la eternidad.
• Cuando murió, Italo Calvino diseñaba propuestas para el milenio venidero. Dejó la pluma y entró en una ciudad con nombre de mujer sigilosa.
• Cuando murió, Albert Camus se había rehusado a utilizar el cinturón de seguridad. El reloj del Facel Vega Sport marcaba las 13:55 horas.
• Cuando murió, Rosario Castellanos intentaba conectar una lámpara. Su electrocución sumió a Tel Aviv en una momentánea oscuridad medieval.
• Cuando murió, Joseph Conrad dominaba cuatro idiomas. Al momento de grabar su nombre en la lápida, sin embargo, se cometieron tres errores.
• Cuando murió, Honoré de Balzac tenía los ojos abiertos. Cincuenta mil tazas de café bebidas a lo largo de su vida le impidieron cerrarlos.
• Cuando murió, Fiódor Mijáilovich Dostoievski hinchó los pulmones hasta reventar. En Siberia el hielo se agrietó en medio de un sismo epiléptico.
• Cuando murió, Gustave Flaubert seguía buscando la palabra exacta. La hemorragia cerebral arrasó con las frases pensadas para su despedida.
• Cuando murió, Nikolái Gógol caminaba por el filo de la locura. Al fondo del precipicio se agitaban almas muertas envueltas en sus capotes.
• Cuando murió, Graham Greene sufría los trastornos de la bipolaridad. Dudó entre dedicar su último pensamiento a su esposa o a su amante.
• Cuando murió, Friedrich Hölderlin festejaba sus bodas de coral con la demencia. Creyó emprender un nuevo paseo hacia la torre de Tubinga.
• Cuando murió, James Joyce esperaba que llegaran su esposa e hijo. Lo distrajeron los rugidos de leones que se iban a oír desde su tumba.
• Cuando murió, Franz Kafka había encargado a Max Brod que destruyera sus manuscritos. Ignoraba que hay insectos, castillos y pesadillas indestructibles.
• Cuando murió, José Lezama Lima se deshizo de la telaraña del asma. Vio así que sus palabras eran las raíces de una enorme ceiba de fuego.
• Cuando murió, Clarice Lispector tenía casi inmóvil la mano derecha. Con la izquierda se irguió para seguir el latido de un corazón salvaje.
• Cuando murió, Jack London creyó que tendría tiempo de atender el llamado de la selva. La marea de la morfina lo arrastró intempestivamente.
• Cuando murió, Malcolm Lowry patentó un coctel a base de ginebra y amital sódico. El ukelele guardó sus notas finales para un réquiem.
• Cuando murió, Herman Melville naufragaba en los mares del olvido. A lo lejos, sin embargo, ardía el brillo salvador de la ballena blanca.
• Cuando murió, Vladimir Nabokov exhaló tres gemidos en escala decreciente. Al otro lado del mundo una mariposa había comenzado a aletear.
• Cuando murió, Georges Perec diseñaba unas instrucciones de uso para su defunción. El cáncer llegó con todas sus letras para interrumpirlo.
• Cuando murió por causas no aclaradas y con ropas ajenas, Edgar Allan Poe captó el aleteo de un cuervo. Que Dios ayude a mi pobre alma, dijo.
• Cuando murió, Marcel Proust miraba fijamente las paredes de su dormitorio. El corcho que las recubría ahogaba el rumor del tiempo perdido.
• Cuando murió, Aleksandr Pushkin ignoraba que su arma había sido manipulada para perder en el duelo. San Petersburgo desfallecía de frío.
• Cuando murió, Arthur Rimbaud tenía una sola pierna. La otra había decidido amputarla al cumplir los veinte años y se llamaba literatura.
• Cuando murió, Winfried Georg Sebald conducía un Peugeot 306. La colisión abrió en el aire un hueco por el que se asomaron los fantasmas de Europa.
• Cuando murió, León Tolstói se hallaba en la estación de Astápovo. El oscuro tren de la neumonía llegó puntualmente para que él lo abordara.
• Cuando murió, Walt Whitman pensaba que al fin podría oír crecer la hierba. Su ataúd de roble se cubrió de flores que seguían germinando.
• Cuando murió, Oscar Wilde nadaba en las aguas procelosas de la indigencia. “La vida no puede escribirse; solo puede vivirse”, había dicho.
• Cuando se suicidó, Reinaldo Arenas quería huir del exilio antes que anocheciera. “Cuba será libre. Yo ya lo soy”, escribió en su despedida.
• Cuando se suicidó, Walter Benjamin olfateaba miedo en el viento de los Pirineos. La morfina fue llevándolo a los brazos de un ángel nuevo.
• Cuando se suicidó, Paul Celan permitió que el agua del río se mezclara con su sangre. La leche negra de la noche se derramaba sobre París.
• Cuando se suicidó, David Foster Wallace ponía punto final a una broma infinita. La soga al cuello fue su última nota a pie de página.
• Cuando se suicidó, Ernest Hemingway cargó su escopeta favorita con dos cartuchos. La detonación liberó su sangre conquistada por el hierro.
• Cuando se suicidó, Cesare Pavese pensaba en la mirada de la actriz Constance Dowling. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribió.
• Cuando se suicidó recurriendo al seppuku, Emilio Salgari había enviado una carta a sus editores. “Los saludo rompiendo la pluma”, concluía.
• Cuando se suicidó, Virginia Woolf traía los bolsillos llenos de piedras. Dejó a su marido una carta que concluía así: “No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros.” ~
Publicado por @elhombredetweed
(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.