Wallace Stevens

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El gran poeta se me acercó en un sueño, caminó hacia mí en una casa

inundada de luz de agosto. Caía la tarde y era viejo,

 

pasaba de los cien, pero viril, bien conservado, felino. Me encantó que mi seductor

hubiera vivido más de un siglo y cuarto. ¿Qué importa

 

la edad? Empezamos a hablar de la hechura de poemas, cuánto

había yo suspirado cuando joven por su cacatúa verde, nombré la que tuve en Key West

 

por la suya, como un padre pone a su niño “George Washington”. No vestía

el traje de hombre de negocios que habría esperado, tampoco tenía el aburrido

 

porte de estadista del familiar retrato. La camiseta blanca

le ajustaba en el pecho y la barriga, el cabello dorado, la barba

 

completa como la de un motociclista. ¿Cuántos grandes poetas andan en moto? Hablábamos

sobre las limitaciones de la imagen, cuán imposible es para palabra

 

personificar enteramente cosa: “mar”, océano en tarde de agosto, “olmo”,

corazón roto de Estados Unidos después de la matanza

 

de bellos, enfermos árboles viejos. “Abandoné el lenguaje”, dijo.

En cuarto lleno de gente y ruidoso, pensé que habría entendido mal.

 

“¿Abandonaste las palabras?” “Sí, pero no los poemas ”, dijo, y

se dio la medio vuelta caminando hacia la oscuridad. Refrescó,

 

quedamos a solas en la habitación dorada. “Aquí tienes un poema”, dijo, profiriendo

una hoja seca de forma precisa, sobre ella venían dos insectos que reconocí

como termitas, a su lado una diminuta bandera de seda escarlata, no más grande que

la etiqueta del precio en un broche antiguo. Rojo del anochecer, en su momento

 

brillante, deslucido pero vívido. ¿Réplica miniatura de la provocación de un matador?

Como él podía leer el giro de mis asociaciones, sonreía, el júbilo

 

del genio. “Sí”, dijo, “ése es el poema”. ¿Una hoja muerta? Su sonrisa

persistente. Muerta (mi cerebro siguió girando) pero hermosa. Las orillas

 

ligeramente rizadas, con forma de pez, color bronce o verdigrís. No una sino dos termitas

muertas. Del placer de cenar en un granero o las vigas del piso,

 

comerse una casa, y yo había vendido mi casa.

Pienso en mi amiga encontrándose termitas al llegar, sus dedos llenándose de polvo en una repisa,

 

la biblioteca se tambalea, las cuentas del exterminador. Los rapaces bichos devoran,

una bandera roja despierta al poema: sangre. Dalia. Alarma. Mirlo de

 

hombreras bermellón. Colorado de manicure. Hombre rojo y gordo leyendo,

se asoma del tweed de su bolsa llena un pañuelo rojo, como un clítoris.

 

De pronto se fue, oro escurriéndose por las paredes, pero la hoja,

la hoja sigue en mi mano. En el silencio escucho el aullido de un motor,

 

y a través de la noche que se ennegrece atrás de la ventana, veo

un relámpago, la cola de un cometa avanza manchando la oscuridad del cielo invernal. ~

 

Versión de Carmen Boullosa

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