Directo a Siberia

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Ahora prácticamente todos tenemos ordenadores y los usamos, aun dentro de diferentes niveles de eficacia, de forma habitual. Esta manera de trabajar y de ordenar nuestro trabajo, que no solamente computarla –es por eso que prefiero la denominación hispánica antes que la americana–, nos permite una eficiencia que, hasta hace un par de décadas, sería imposible de imaginar.

Pongámonos por un momento en los zapatos de un burócrata cualquiera, en una oficina de la Unión Soviética, a mediados de los años cuarenta del siglo pasado. Imagine las montañas de papel acumulado, los procedimientos absurdos, las labores repetitivas. El ruido constante de las máquinas de escribir, las miradas de reojo, la vida gris y monótona de quien sabe que destacar un poco puede costarle, literalmente, la cabeza.

Es en este entorno en el que Genrich Altshuller, un ingeniero ruso, comenzó a ver el orden dentro del caos. Altshuller, quien se dedicaba a revisar, rectificar y documentar las solicitudes de patente para la armada soviética, descubrió que las propuestas de innovación seguían, por lo general, patrones que se repetían. Ahí estaban, de una u otra forma, en las decenas de miles de documentos que pasaban por sus manos. Lo vio claro: contradicciones técnicas que debían resolverse a través de nuevas invenciones.

Así, se dedicó a clasificar las patentes de acuerdo a principios inventivos definidos por él mismo, para tratar de abstraer, de esta forma, la esencia de la innovación. En un momento dado, y seguro de que sus ideas podían tener aplicaciones prácticas, concretas, envió una carta a Stalin con propuestas para mejorar la tecnología soviética. La respuesta de Stalin fue inmediata, e incluso entusiasta: veinticinco años en Siberia para el innovador que se atrevía a cuestionar la efectividad del sistema soviético.

España apostó, durante mucho tiempo, a un crecimiento basado en el sector de la construcción. La economía del ladrillo. Era frecuente escuchar cómo una familia de clase media tenía, además de su hogar, una segunda vivienda, ya fuera para alquilarla o para pasar las vacaciones. El sector creció tanto, y tan de prisa, que poco a poco los precios de las casas comenzaron a subir, aunque de igual forma el crédito estaba abierto para todo el mundo. Los españoles comenzaron a comprar casas caras, que no necesitaban, con créditos relativamente baratos y fáciles de obtener. El porcentaje de la población que se dedicaba a la construcción era altísimo, y producía tanto dinero que muy poca gente pensaba en lo que podría ocurrir cuando eso terminara.

Pero terminó. La burbuja finalmente explotó, y los españoles perdieron sus empleos y no pudieron seguir pagando sus casas. Se dieron cuenta, de forma tardía y dolorosa, de que el modelo que decidieron seguir no había funcionado: actualmente, la economía española enfrenta un desempleo de cerca del 20 por ciento. Veinte por ciento. La cifra se eleva si solamente se considera a la población menor de veinticinco años: casi el 45 por ciento de la población está desempleada. Jóvenes que no estudian, que no trabajan, y cuyos conocimientos y experiencia son, en muchas ocasiones, obsoletos.

El presidente de gobierno español, queriendo rescatar la economía, ha declarado que la apuesta de su administración sería por la innovación. Pero, ¿cuál innovación?

Existen, actualmente, dos grandes modelos de innovación: el modelo de innovación progresiva, mayormente adoptado por las economías orientales, y el modelo de innovación disruptiva, típicamente occidental. Cuando los japoneses, hace décadas, copiaban los inventos que les llegaban de occidente, para posteriormente mejorarlos, hacían innovación progresiva. También es a lo que llegó Altshuller, con sus principios inventivos, en su oficina de patentes burocrática. Por cierto, esta historia tiene un buen final, puesto que salió de Siberia un par de años después, tras la muerte de Stalin, y siguió desarrollando su metodología, que actualmente recibe el nombre de TRIZ y ha sido adoptada, exitosamente, por muchas de las grandes empresas que son reconocidas internacionalmente por su alto grado de innovación. Murió en 1998, en su natal Rusia, en medio del reconocimiento internacional.

El modelo occidental plantea cambios disruptivos a partir de la creación de las condiciones propicias para que estos aparezcan. Parques tecnológicos, creación de empresas, formación de informadores. Todo listo para que la gente se mueva en un ambiente que poco a poco se va cargando hasta que un día, por fin, brota la chispa y arrastra a los demás consigo. Silicon Valley es un ejemplo perfecto.

No hay un modelo superior a otro. A pesar del debate que existe al respecto, en realidad son complementarios. En términos llanos, sin innovación disruptiva jamás se habría inventado el aeroplano, pero sin innovación progresiva los viajes espaciales seguirían siendo ciencia ficción (por cierto, Altshuller fue, además, escritor de este género, con relativo éxito).

En México no le hemos apostado a la economía del ladrillo, como lo hizo España, pero tenemos décadas dependiendo del petróleo, que no es renovable; de las remesas, que podrían desaparecer si cambian las condiciones de la economía estadounidense; del turismo, que duda en venir dadas las condiciones de inseguridad y, finalmente, de los flujos que inyectan a la economía informal las actividades ilícitas, que deberían desaparecer si el gobierno cumple con sus objetivos.

Así, mientras las condiciones macroeconómicas son propicias, y antes de que comiencen a desaparecer nuestras principales fuentes de ingreso, cabe preguntarnos cuál será nuestro modelo de innovación, de acuerdo con las condiciones de nuestra industria y nuestra situación geopolítica. Tenemos que encontrar la respuesta, y pronto. No podemos darnos el lujo de enviar a nuestros innovadores a Siberia; además, en las condiciones actuales, prácticamente se están yendo solos. ~

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