Antonio Rodolfo Quinn Oaxaca (mejor conocido como Anthony Quinn) nació en el estado de Chihuahua, por accidente, en plena revolución mexicana. Hijo de madre mexicana y padre irlandés, creció en Texas y en California. Se convirtió en una de las estrellas de cine más importantes de Hollywood y trabajó con los mejores directores de su tiempo. Ganó dos premios Óscar como mejor actor de reparto en Viva Zapata! (1952) de Elia Kazan y Lust for life (1956) de Vicent Minelli. No existen pruebas fidedignas de que Quinn al ganar estas dos estatuillas se las haya dedicado a México, ni mucho menos a la división administrativa y política llamada el estado de Chihuahua.
No obstante estas circunstancias agravantes, hace algunos años a algún funcionario del gobierno del estado de Chihuahua se le ocurrió que, puesto que no había suficientes próceres a la mano para gastar el presupuesto, era necesario hacerle un homenaje y un monumento al actor que personificó a Zampano en La strada (1954) de Federico Fellini y que nació, insisto, por accidente, en el estado. Por razones que me cuesta trabajo entender Quinn aceptó formar parte de esta mascarada. Viajó a Chihuahua para hacerse agasajar por funcionarios y develó una enorme estatua suya que ahora domina la capital en donde se encuentra con un pie en el aire, bailando como Zorba, el griego (poco tiempo después murió). Se trata de una situación que Jorge Ibargüengoitia o los guionistas de The Simpsons habrían ridiculizado con agrado.
Así son los regionalismos: ridículos. Se habla de una identidad chihuahuense o una identidad zacatecana o hidrocálida, como si la misma dependiera de una división administrativa trazada arbitrariamente por algún politicastro de la ciudad de México. Me parece mucho más natural que uno se crea del Soconusco o del Bajío o de la Comarca Lagunera que chiapaneco, jalisciense o de Coahuila. En Chihuahua cada vez que un poeta gana un premio “nacional” aparece una nota de periódico con la semblanza del ganador (copiada del artículo de Wikipedia escrita por el mismo poeta), y es inevitable que en dicha nota aparezca la siguiente frase: “Fulanito de tal es orgullosamente chihuahuense”. “El corrido de Chihuahua” es un compendio de cómo funcionan los regionalismos y su simbología, muchas veces fabricada a las carreras. Se lo enseñan a los niños en la escuela primara. Me ahorraré mis comentarios sobre otras joyas, como el himno del Estado de México, prepotente existencia moral, el cual recuerda a las peores marchas patrióticas norcoreanas.
Ahora bien, la identidad nacional no es más que un regionalismo grandote. No pretendo entrar en una discusión posmarxistaestruturalistafeministaetcétera, ahí están Comunidades imaginadas (1983) de Benedict Anderson o Los orígenes del nacionalismo mexicano (1988) de David A. Brading para los que les interese el tema. Cada cuatro años, cuando llegan las olimpiadas y una clavadista mexicana gana una medalla, es muy común encontrarse con algún entusiasta que dice:
—¡Ganamos otra medalla!
Yo siempre digo, parafraseando al compañero inseparable del El llanero solitario, Toro:
—¿Ganamos, kimozabe?
Imaginemos todo lo que esa clavadista tuvo que trabajar, entrenar; todas las cosas que tuvo que dejar de comer, todo el estrés, toda la concentración que hizo falta para estar entre los tres mejores competidores del mundo. Todo eso para que un gordo oficinista que suda de la frente cuando come, que esa mañana desayunó una torta de tamal, que la última vez que hizo algo de ejercicio fue veinte años antes, en la preparatoria, diga “ganamos” con autosuficiencia tan sólo porque, por un accidente geográfico, nació en el mismo país que una pobre clavadista olímpica de 45 kilos. Yo la verdad es que no lo comprendo. Habrá que investigar por qué el nacionalismo mexicano no se expresa por medio de la responsabilidad, el servicio a la comunidad, o al menos con las más elementales normas de civilidad y decencia. Habrá que preguntarle a los políticos que echan mano del mismo y a esos patanes que conducen con la playera de la selección nacional, se pasan los semáforos en rojo y le avientan el coche a los peatones.
Y ahí está el caso del rey del tomate, y del encantador de perros, y el de uno de los mejores médicos del mundo que tuvo que migrar a Estados Unidos con cien dólares en el bolsillo (o una cantidad así). Nos sentimos orgullosos de ellos porque son ricos y famosos y no nos ponemos a pensar que tuvieron que irse de esta república bananera porque no hay manera de que el talento se desarrolle en tan magras condiciones. Yo creo que una de las funciones de este nacionalismo ramplón y mediático, esta apropiación del esfuerzo de los connacionales como propios, no es más que una zona de confort para librarse de cualquier esfuerzo y ambición.
Y por último hablemos de Alfonso Cuarón. Si bien no se fue con cien dólares en la bolsa, el hombre dejó este país hace veinte años para hacer el cine que no hubiera podido hacer aquí. Su mejor logro como director a mi parecer es Children of Men (2006). Y yo siento un especial cariño por A Little Princess (1996). Y ahora que ganó el Óscar a mejor director por Gravity (2013) resulta que hubo un Trending Topic en Twitter que decía “Viva México Cuarones”. En la fila del súper mercado me encontré también con una portada que decía: “Y el Óscar es para México”. Muchos se sintieron decepcionados porque al recibir el premio, Alfonso Cuarón no se lo dedicó a México. ¿Por qué habría de hacerlo? Todos esos sinceros y desinteresados patriotas de las redes sociales deberían de saber el trabajo que cuesta hacer una película, y más una como Gravity. Son años de planeación y trabajo. Y nada hay más gratificante que el trabajo de uno se vea reflejado en la chequera, pero más al ganar un premio como el Óscar (aunque sabemos que no significan nada, que son vanidad). ¿Por qué habría de dedicarle mi trabajo a una entidad abstracta llamada México? ¿Por qué no hacerlo mejor a la gente cercana y querida que me ayudó a llevar a cabo la empresa? Ellos se lo merecen más que un gordo tuitero comiendo Cheetos frente a la pantalla de su computadora. El Óscar no es para México, es para un mexicano llamado Alfonso Cuarón.
¿Y yo por qué habría se sentirme orgulloso de que Cuarón gane el Óscar al mejor director? Lo respeto por sus películas, y me da gusto, pero no siento que él y yo tengamos nada más en común que el hecho de haber nacido en el mismo país. Supongo que los dos hablamos español. No siento su triunfo como mío. Disfruto algunas de sus películas, reconozco su esfuerzo y ya. Es más, Cuarón creció en el sur y yo en el norte; es decir: él creció comiendo tortillas de maíz y yo de harina de trigo; él quesadillas sin queso y yo con queso. Esto hace que nuestras diferencias sean más irreconciliables que si él fuera musulmán y yo cristiano ortodoxo (nota para los usuarios de Facebook y Twitter y los que comentan mis entradas: estoy siendo irónico). Pero ya viene este verano la Copa del Mundo de Brasil, estén sintonizados. Nos vemos (o no) en el Ángel de la Independencia.
P.S
Otra forma de chauvinismo: más triste aún me parece la opinión de algunos (corroídos por la envidia) de que Alfonso Cuarón "no es un director mexicano". Yo creo que esta cuestión, si es mexicano o no, se resuelve de la siguiente manera: que Cuarón enseñe su pasaporte, ahí dice de qué nacionalidad es.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).