Correcaminos (Geococcyx mexiquensis)
Historia natural que se repite en dibujos animados, el correcaminos reaparece cuando más se le creía extinto.
Nativo de Atlacomulco, zona de importantes hallazgos paleontológicos al noroeste del Estado de México, se adapta a cualquier clima y superficie. Desde la selva chiapaneca hasta el desierto de Sonora se agazapa lo mismo en el tronco de una ceiba que tras un cactus. (Otra cosa es su incapacidad para mimetizarse: la franja tricolor de su copete atrae por igual a azulejos, canarios y tucanes, casi siempre daltónicos.) A ello obedece que la dieta del correcaminos sea variada: lo mismo devora alpiste y carroña de otras aves –tucanes, canarios, azulejos– que a sus propias parejas.
La vida sexual del Geococcyx es, por decir lo menos, curiosísima. Al llegar el verano los machos fecundan a las hembras para luego migrar a la costa del Pacífico, donde cortejan en bandada a las gaviotas marinas. En posiciones inextricables, correcaminos y gaviotas copulan día y noche –aunque la meta no sea la procreación sino la notoriedad: el rating de sus especies. Mientras tanto, los correcaminos hembras cavan un hoyo en suelos húmedos y bien provistos de gusanos y raíces. Allí, enterradas de cabeza, simulando un raquítico arbusto con la fronda erecta de su cola, aguardan el regreso del macho. Una vez que este ha vuelto, la hembra incuba sus huevos en el hoyo por veinte días. Cuando las crías son ya capaces de pavonearse con la prole aviaria, el macho aprovecha el sueño de la madre para comérsela viva. Sin embargo, las posturas que adopta para deglutir a su pareja reproducen, dramáticamente, las de aquel episodio de infidelidad.
Solo frente a las cámaras de Animal Planet el correcaminos se transforma en Don Juan; el resto del tiempo es el convidado de piedra de su ecosistema. De ahí que sus reapariciones sean un chantaje ecológico y sentimental; de ahí, también, que su longevidad sea engañosa –sería mejor hablar de intermitencia, como el amor y el desamor en los pétalos de una margarita deshojada.
Doce años después de su último avistamiento, he aquí a este emisario del paisaje envuelto en una nube de humo. Ya asoma en la carretera su fastuoso copete, engominado por siglos de evolución institucional. Como en la caricatura que lo inmortalizara, el don del correcaminos no es la mezcla de rapidez, buena suerte y mala leche, sino la ubicuidad. Bien pueden prepararse todas las trampas de la memoria para atraparlo. Pero el correcaminos es supersticioso y, a diferencia del coyote, ha preferido no leer el guion para evadir la justicia poética. ~
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).