Cantidad de gente

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En un mundo dispar llama la atención que la gente se ponga de acuerdo, sobre todo cuando eso significa hacer la ola o bailar "La macarena". Las multitudes en sincronía ponen a prueba el entendimiento. A partir de cierto exceso numérico, una congregación se convierte en ideología. Si quinientos mariachis tocan juntos, sabemos que México quiere comunicar algo específico, auténtico y muy adolorido.
     Un ballet capaz de llenar una plaza sirve a potestades que lo trascienden: la primavera, la Educación Sana, un tirano con arrebatos líricos. Los demasiados cuerpos significan más allá del movimiento. En la iconografía de Occidente, dos mil atletas representan una inauguración de los Juegos Olímpicos, y veinte mil gimnastas pálidos y fotogénicos que Alemania está a punto de destruir Europa. Cada 16 de septiembre los cadetes del Colegio Militar marchan con suavidad de fieltro. El espectador con clases de civismo recuerda que esa armonía se debe a que sus antecesores fueron heroicos, es decir, que perdieron con suficiente dramatismo para estimular coreografías.
     Todo parece indicar que las masas coordinadas son necesarias, pero no siempre agradables. La sobrecogedora Procesión del Silencio en Sevilla puede desconcertar al católico poco afecto a las cadenas y las capuchas. De cualquier forma, el mirón se sabe protegido porque los turistas son más que los penitentes. También la multitud requiere límites. Cuando mil niños japoneses tocan Las cuatro estaciones ultrajan a un compositor que tanto ha contribuido a vender seguros de vida, pero ponen de manifiesto la eficacia del método Suzuki. En cambio, mil sinaloenses interpretando La danza del venado sugieren que, por lo menos, quieren invadir Sonora.
     La crisis de las ideologías y de las religiones establecidas dejó pocas causas gregarias en que creer. Los programas de viajero frecuente fueron una compensatoria opción de sumar puntos para ir al cielo en compañía hasta que el atentado del 11 de septiembre liquidó la ilusión de volar gratis. Otras búsquedas colectivas acabaron en vía muerta: el retorno controlado a la naturaleza —el picnic de una modernidad sin gasolina— desembocó en el ecocidio, y la liberación sexual duró entre la invención de la píldora y el descubrimiento del sida. En los años sesenta la astrología juntó a la gente en los eclipses, la hizo subir pirámides, la relacionó con la promesa de que Acuario quiere a Libra. Por su parte, la sicodelia mezcló las mentes en un solo magma de luz negra. Ken Kesey y Jack Kerouac y Timothy Leary recorrieron carreteras y comunas y desiertos donde las drogas estimularon terapias grupales difíciles de concebir en tiempos del narcotráfico a domicilio. Todo eso condujo a la agria constatación de que las ideas comunitarias tienen la inevitable caducidad del yogur.
     ¿Es posible actuar en colectividad en una época que sólo atiende soledades? Replanteo la pregunta: ¿Es posible lograrlo sin entrar a los boy scouts, a una secta o a una estudiantina? No es este el sitio para ponderar la forma en que el Islam une lo profano y lo sagrado. Aceptemos que la Ilustración ocurrió, incluso en México (esta aclaración localista se debe a que un español culto, muy bien protegido por un saco de Adolfo Domínguez, me recriminó el poco apoyo que México brinda a los Estados Unidos; antes de que yo pudiera mencionar tamales y otras pruebas de simpatía, exclamó: "¡Si vosotros no sois Occidente!", en el tono de conmiseración que ameritan los pueblos que mastican amargas hierbas en sus ritos y salpican a sus efigies de sangre fresca). Imaginemos que el mexicano es occidental (al menos cuando sale de la siesta junto a su burro tutelar). ¿Qué entorno encuentra? Una sociedad con un crecimiento económico de cero que sin embargo estimula la meritocracia y la competencia individual; un escenario donde la capacidad de disentir se nubla porque no queda claro qué es lo establecido. La cultura de la queja (nombre sofisticado del cinismo) se encuentra tan bien repartida que los responsables de la crisis están autorizados a criticar la crisis. Sin valores contra los cuales contender, resulta complicado buscar el frente de oposición. Al diluir la importancia simbólica que se concede a sí misma, la sociedad de mercado logra una paradójica cohesión: todos los desorientados corren en pos del mismo desodorante sin alcohol.
     Quedan tan pocas razones para los sucesos colectivos que nos asomamos a una etapa de ritualización vacía, de fiestas y ceremonias sin causa ni porqué. En otras palabras: de pronto la gente baila "La macarena". Los fines gregarios dependen cada vez más de la disposición social a la coreografía, y México es una potencia en jolgorios y convites de alquiler. El país que popularizó la ola en los estadios merece exportar estrategias para que los demás pronuncien la frase con que consagramos el éxito social: "¡Hubo cantidad de gente!" ¿Cuántos son "cantidad"? Suficientes para ser muchísimos.
     Hoy en día, una ciudad dispone de auténtica vida urbana si sus habitantes saben en qué sitio deben celebrar sin ponerse de acuerdo (La Cibeles en Madrid, El Ángel de la Independencia en México). Las atravesadas emociones de una patria que diseña variantes para lo colectivo afloraron con el pase de la selección al Mundial 2002. Aunque no seremos protagonistas, tendremos relajo de a montón. Esto incluye a quienes vivimos en Barcelona y el día del triunfo recorrimos la ciudad sin entender por qué no encontrábamos El Ángel. –

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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