Cincuenta años de el Libro Vacío

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En la década de 1950 Josefina Vicens, para mantenerse, diseminaba en la prensa de la capital crónicas taurinas y artículos de análisis político. Sus lectores ignoraban que el cronista taurino Pepe Faroles y el analista político Diógenes García eran los seudónimos de Vicens, nacida en San Juan Bautista, Tabasco, en 1911.

La autora publicó su primera novela en 1958: el soliloquio de un personaje gris que, provisto de dos libretas, apunta en una de ellas recuerdos y opiniones diversos. La esperanza del personaje es que, al pasar sus apuntes en limpio a la otra libreta, completará una obra importante. Colma el primer cuaderno con anotaciones pero nada consigue trasladar al segundo. Por ello el resultado del empeño recibe el título de El libro vacío. En apariencia, el secreto plan literario de José García, protagonista de la historia, conduce a un círculo vicioso. El texto comienza informando que el autor ha comprado sus dos instrumentos y concluye con el obstinado intento de este de hallar una primera frase para comenzar la obra.

García relata con aparente desorden su vida de mediocre contador: una esposa a la que es infiel, un hijo adolescente que está por ingresar al escándalo del mundo (vía el enamoramiento), otro hijo enfermizo e imaginativo, una amante voraz y desvaídos compañeros de oficina. Los conflictos y problemas del narrador son los de la clase media venida a menos: estrechez económica, desintegración familiar evidente pero siempre disimulada, sentimientos de culpa insuperables, ilusiones perdidas. Un recuento de penurias pequeñoburguesas que en otras manos hubiera conducido al melodrama y aun a la comicidad involuntaria. Vicens eligió con perspicacia al empleadillo carente de casi todo –excepto de ambiciones literarias– para desarrollar la primera metaficción importante en la novela mexicana. Lo significativo en la aventura secreta de García no es que sufra como cualquier habitante de la ciudad, sino que pretende elaborar un registro textual a la altura de esos padecimientos y que descubre en el proceso la condena a la indeterminación que es todo proyecto artístico.

Para exponer sus propias reflexiones y experiencias acerca de la creación, Vicens escogió con acierto al personaje: un sujeto carente de malicia literaria y aun de integridad vital, temeroso de ser atrapado en falta literaria tanto como de ser sorprendido en adulterio o en un desfalco de poca monta. García encarna al escritor como paria: en el día y ante su familia simula ser “productivo”, para enfrascarse en la grafomanía y el vicio mnemónico de noche. Igual de acertada resulta la elección de la forma narrativa –integrada por veintinueve fragmentos discontinuos–, cuya estructura elude convenciones. La forma discontinua funciona también porque aprovecha los silencios para reforzar la cohesión del discurso, pues no hay que olvidar la vocación oratoria –en más de un sentido, forense– del soliloquio que José García compone: él mismo es juez y testigo de cargo para su propia condena.

La forma del relato no aparenta intención revolucionaria; sin embargo, se vincula con la modalidad altamente subversiva que Rulfo hizo estallar en Pedro Páramo: su rebeldía no es de forma sino de fondo. Eso permite que el lector pueda discurrir por el ámbito de El libro vacío como por un sitio familiar, para dirigirse en realidad a un ámbito poco frecuentado; ante él se despliega un procedimiento que lo obliga a la deconstrucción de toda certidumbre. La novela de Vicens no es nada más la historia de un hombre que rememora su mediocre existencia ni la sola formulación de un artefacto escritural que sirve para que un texto medite sobre sí mismo; como organismo, integra esas y otras variadas posibilidades lingüísticas. Como invención literaria, demuestra que la novela puede ser una prolongación del cuerpo –y del ser– que la escribe.

Josefina Vicens llevó una existencia sin mayores sobresaltos. Recibió el premio Villaurrutia un año después de publicar El libro vacío, que imprimió en francés la editorial Julliard en 1964. La escritora no demostró urgencia por aprovecharse de estos honores; esperó hasta 1982 para dar a conocer su segunda novela, Los años falsos, y no mucho después, en 1988, falleció sin llamar la atención más que de sus amigos y de algunos descontinuados cineastas, para quienes elaboró personajes como aquellas inverosímiles Señoritas Vivanco que fijaron la fama de Sara García y Prudencia Grifell. ~

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