En la batalla desigual contra el tedio, toda nueva escaramuza comporta un sospechoso entusiasmo. Nada parece aterrar mĆ”s a los hombres que los cada vez mĆ”s frecuentes y cada vez mĆ”s infernales tiempos muertos, esos lapsos de espera o de inacciĆ³n o cansancio acerca de cuya necesidad y misteriosa belleza nos debiera ya haber disuadido la idea misma de vivir en la Tierra, y frente a los cuales incluso la reflexiĆ³n mĆ”s desganada nos convencerĆa de que es sĆ³lo en nuestra imbecilidad donde erigen su imperio. A un ritmo creciente, las revistas y los noticiarios, los programas de radio y hasta las pantallas electrĆ³nicas de los aeropuertos se han visto invadidos por notas breves y perturbadoras que en el esfuerzo de devolvernos el asombro y la sensaciĆ³n de maravilla frente a “los menudos secretos del universo”, consiguen Ćŗnicamente potenciar nuestro estupor ante la avidez por la verdad que siempre ha distinguido a los seres humanos, y que en estas Ćŗltimas fechas ha inclinado su predilecciĆ³n hacia los bocados rĆ”pidos, poco verosĆmiles y de fĆ”cil digestiĆ³n. “ĀæSabĆa usted que la altura que puede alcanzar una pulga en su brinco es, proporcionalmente, 15 veces mayor que la que alcanza un atleta; diferencia que se reduce a sĆ³lo 9 si la pulga se ha alimentado de sangre humana?”
Ā Ā Ā Ā Ā Cada quien tiene derecho a comulgar con el nuevo y disminuido dios del entretenimiento de la mejor manera que le plazca y tan asiduamente como su perversiĆ³n lo consienta, siempre y cuando no interfiera con el derecho al aburrimiento de los demĆ”s. Sentado en la sala de espera del aeropuerto, despuĆ©s de haber visto avanzar en la pantalla el bombardeo de inestimable conocimiento que nos lanza ese aborto de Enciclopedia (con una insistencia tal que cualquiera percibirĆa en ella un asomo de premeditaciĆ³n y crueldad), advierto cĆ³mo una diminuta sospecha que habĆa cruzado por mi mente un tanto distraĆda, empieza a crecer e hincharse hasta formar la figura obesa e infame del verdugo que ārazonoā ha debido concebir tan despiadada idea, y cuyos pensamientos me parece oĆr, junto con su risa tremenda, tal y como si en ese mismo momento regurgitaran desde el fondo de su insondable maldad:
Ā Ā Ā Ā Ā Debemos darles en quĆ© pensar. Decidirlo nosotros, dirigirlos. Entretenimiento inofensivo y blando. Sin descanso. Que crean que no estĆ”n perdiendo el tiempo mientras lo estĆ”n desperdiciando, al fin y al cabo estĆ”n a nuestra merced y lo agradecerĆ”n. ImagĆnate, lo agradecerĆ”n. El tedio es como un foco infeccioso: produce ratas inconformes y quejas molestas como moscas. Es justo en esos momentos que el tiempo es tiempo, y es horrible, como anticipos de eternidad. Entonces hasta lo agradecerĆ”n. Ā”CreerĆ”n que estamos pensando en ellos cuando lo Ćŗnico que queremos es que no piensen en nosotros! Ā”Es genial! LlegarĆ” el dĆa en que nadie se acordarĆ” quĆ© significa esperar. EstarĆ”n todos rumiando su maravillita del mundo, ansiosos por comentarla, necesitados de mĆ”s…
Ā Ā Ā Ā Ā āĀæLo puede creer? ĀæQue el rastro de baba de un caracol tiene exactamente la misma composiciĆ³n quĆmica que algunos neurotransmisores del cerebro humano?
Ā Ā Ā Ā Ā La pregunta por unos instantes se balanceĆ³ en mi mente, pero tal era la fruiciĆ³n con la que el hombre a mi lado degustaba una nueva perla de sabidurĆa en la pantalla, que no me atrevĆ a importunarlo. –
(ciudad de MĆ©xico, 1971) es poeta, ensayista y editor.