En días pasados me encontré con un anuncio del Gobierno del Distrito Federal intitulado “Razones para sentir orgullo por la capital”. Como soy chilango de hueso colorado (y garganta y ojos irritados), me dispuse a leerlo ipso facto, más rápido de lo que se tarda hoy en llegar de Las Águilas a Santa Fe.
Ruego a ustedes que me acompañen por los puentes y distribuidores viales de la prosa orgullosa del GDF.
El texto comienza así: “Los tres grandes puentes de la avenida de los poetas [o sea: la Avenida de los Poetas] en Santa Fe, inaugurados el pasado domingo 26 de septiembre, son una muestra de que cuando la iniciativa privada, el sector público y la sociedad unen sus fuerzas[,] se logran grandes obras.” Uno de inmediato se pregunta: ¿cuándo y cómo fue que La Sociedad como tal se unió para construir esos puentes gigantescos que son una de las primeras maravillas del siglo XXI? A mí, que amo mi ciudad como Pedro Infante a Chachita, me habría encantado unirme y poner unos granitos de arena o cucuruchos de cemento para esta obra magna. ¿O tal vez sólo la sociedad domiciliada en Santa Fe y Las Águilas tuvo la oportunidad de unirse?
El gallardo anuncio prosigue de esta manera: “La inversión de 900 millones de pesos, [coma] hizo posible la construcción de los puentes ‘Octavio Paz’, ‘Carlos Pellicer’, con una altura de 70 metros, el más alto del Distrito Federal, y ‘Jaime Sabines’.” Si yo hubiera redactado estas líneas, habría puesto el nombre del ‘Carlos Pellicer’ y los datos de la altura al final de la oración, pero el GDF quizá piensa que este vate por ser tabasqueño como nuestro jefe de gobierno merecía ser el poeta más alto del ilustre trío, y en imaginario templete olímpico lo colocó en el lugar central y más elevado de los galardonados.
Por lo demás, el comunicado triunfal continúa con estas palabras: “Estas obras benefician a un millón de habitantes de Cuajimalpa y Álvaro Obregón; reducen tiempo de traslado y emisión de contaminantes; permiten, además, la rehabilitación y preservación de 210 mil metros cuadrados de la zona.” Estas noticias me llenan de alegría (y orgullo, faltaba más), y quizá sea un poquito quisquilloso de mi parte el querer preguntarle al GDF si esos 210 mil metros cuadrados son de bosques, de arroyos, de concreto o de oficinas y hogares, aunque desde luego me parece muy bien que los preserven. ¿Qué tal si se nos pierden?
Enseguida, el texto dictamina, con nulo sequitur pero pingüe vigor: “En la Capital [con mayúscula], el Gobierno [con mayúscula] de Andrés Manuel López Obrador, [coma] cree en los empresarios que trabajan y apuestan por México; porque [sí, porque] promover el desarrollo y fomentar la participación de la sociedad es un principio.”
¿Un principio a secas? Para andar inaugurando una tan larguísima como elevadísima Avenida de los Poetas, se antoja que falta aquí, si no una metáfora, sí un calificativo; o hasta dos. Por ejemplo, si el señor López Obrador todavía fuera priista, no cabría duda que a la hermosa palabra principio (yo tengo principios, tú tienes principios, ellos no tienen principios, etc.) debería agregarse: “revolucionario y nacionalista”; y si el PRD todavía fuera de izquierda, me imagino que el principio de marras sería “nacionalista y revolucionario”. Pero como el PRD ya no es de izquierda y López Obrador ya no es del pri, el principio quedó solamente en eso: principio. Qué le vamos a hacer: junto con los valores, también se pierden los adjetivos. Qué tiempos sin calificativos, los nuestros.
Todo lo cual me lleva a tocar, al final, la cuestión más delicada, la que realmente importa: ¿deben nuestros más altos poetas difuntos prestar sus nombres no sólo a la prosa vanidosa y pringosa del GDF que es lo de menos sino a los más altos puentes (sobre tierra, no sobre agua) de cualquier ciudad del planeta? Yo sinceramente creo que no. Opino más bien que se trata de un gesto tan vago y vacuo como puerilmente demagógico. Como si la municipalidad, al honrar a sus poetas, se honrara ante todo a sí misma en tanto que ciudad ilustrada, cuando todos sabemos que es poquísimo el dinero que destina en su presupuesto a la cultura.
Por favor, imaginen ustedes las noticias venideras. “Cientos de turistas extranjeros atascan la Avenida de los Poetas y son asaltados” podría ser una. Y luego las siguientes: “Ebrio irresponsable cayó a su muerte desde Carlos Pellicer”, “Paro de colectivos congestiona Octavio Paz” y la peor: “Se bajó del coche y se quitó la vida desde Jaime Sabines”.
¿Le podemos hacer esto a los poetas?
Es por eso por lo que yo me permito exhortar a todos los poetas mexicanos a que agreguen en sus testamentos, con letra púrpura, una cláusula que rece más o menos así: “Cuando las autoridades, los empresarios que apuestan por México y la sociedad unida decidan adjudicar mi nombre a algún lugar de la ciudad, sólo se le podrá imponer a un parque agradable, a una plaza bonita, a una callecita encantadora o, de ser posible, al Zócalo de la ciudad.”
A los poetas, cuando están en vida, se les encuentra sentados en los cafés y las cantinas y las plazas, o acostados en las recámaras y los parques. Y cuando están muertos y uno quiere encontrárselos, uno ciertamente no los evoca o invoca en una serie de puentes gigantescos sólo para vehículos, sino en algún puente hermoso y lleno de recuerdos propios y ajenos donde a uno lo besó o abandonó un gran amor, o sucedió alguna otra cosa sin nombre.
(Quizá el GDF debió bautizar este trío de utilísimos y admirables puentes con la palabra que más repite el señor López Obrador: “El Innombrable.” Poéticamente, habría sido precioso.) –
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