Ilustración: Jesús Mefra Rosales

Bajar y subir pirámides

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para Pedro Hiriart

Era mi tercera visita a Uxmal y volví a conmoverme como con ninguna otra ciudad prehispánica, en particular con la pirámide anómala y enigmática conocida como la Casa del Adivino o del Brujo. Los edificios mayas perturban y, con su belleza, apaciguan a la vez.

Trepé las interminables escaleras despacio, cuidando el equilibrio y sintiendo íntimamente la creciente distancia entre Allá Arriba y Allá Abajo. Estos peldaños muy estrechos no los franqueaban más que unos pocos: los gobernantes-dioses, los sacerdotes y los sacrificados.

Fabio, con sus dos Nikons y su maletín lleno de lentes y filtros, ya estaba Allá Arriba: siempre evanescente como saben serlo los fotógrafos. Una vez que interrumpí su soledad, nos sonreímos y nos evitamos. Éramos los únicos a esa hora temprana a esa gran altura. Caminé un rato por la primera plataforma y luego trepé a la parte más alta, donde lucían pequeñas las otras construcciones de un milenio antes; admirables pero meramente humanas. Me senté a percibir la altura y la selva en todo el derredor con los ojos cerrados. La exaltación era fuerte. Podía experimentar en mi cuerpo tanto el Arriba como el Abajo, con sus fuerzas opuestas, tirantes.

El tiempo se vuelve fácilmente circular en los lugares sublimes que han edificado los seres humanos para sus deidades. Por la disminución de la sombra que producía el Cuadrángulo de las Monjas percibí que había transcurrido tiempo; a la altura y la emoción se sumaba más calor. Me refugié en la Casa del Adivino, un poco mareado. Fabio limpiaba los lentes de sus cámaras. Le quité de los labios el Del Prado que acababa de encender y me fui al otro extremo del recinto, a la esquina que parecía tantito más fresca.

Apagué el tabaco casi de inmediato. Abrí los brazos y apreté las yemas de los dedos en el muro sensitivo del siglo ix. El vértigo me insinuaba el vuelo del Acá Arriba al Allá Abajo.

Salí a la luz cegadora y descendí por la pequeña escalera y luego cogí con ambas manos la cadena recubierta de hule negro que surcaba por la mitad la gran escalinata, sujeta a algunos delgados postes de metal. La única manera de escapar del vértigo era bajando paso a paso, con firmeza y esmero completos, cuarenta metros a una inclinación de sesenta grados.

Aferrado al hule entre resbaloso y esponjoso de la cadena, empecé el descenso con ojos entrecerrados e inundados de sudor. A la primera treintena de pasos me di cuenta de que tenía que bajar de espaldas al vacío y con los ojos bien abiertos clavados en la cima y no en la sima.

No me importaba hacer el ridículo, si podía salvar la vida bajando como un niño o un cobarde. Y no soy una persona religiosa, salvo en aquellas situaciones extraordinarias en que lo soy, como esa mañana en Uxmal en que me poseía no solo mi eterno enemigo el vértigo sino la tentación del vuelo y su éxtasis. Ya en el Juego de Pelota de Chichén Itzá me había asombrado la idea de un juego que era todo menos eso: la ocasión de ejercitar el cuerpo con otros guerreros, o la lid por una recompensa que podía ser que el enemigo que te capturó en combate te perdone la vida porque lo vences en este otro combate. Pero la verdad es que no te jugabas nuevamente la vida, tratando esta vez de meter una pesada pelota de caucho por un alto anillo en la pared. Solo te dabas el singular deleite (atlético, estético y religioso) de encarnar el inmutable mundo de los dioses antes de tu muerte.

Por momentos no podía más. Quería soltarme del hule, la cadena y el vértigo. Arrojarme al Abajo y vivir la beatitud del vuelo. Eso me pedía, me suplicaba y casi me ordenaba el cuerpo, como si no viera que me iba a estrellar en las piedras de la escalinata a los pocos segundos. Pero mi cuerpo no era todo mío.

Mi mente estaba en dos partes. Una se negaba al vuelo, se aferraba a la cadena forrada y se preguntaba si podría llegar al siguiente poste para sentarme y recargar la espalda en él y cerrar los ojos y descansar. El otro lado de mi mente (o alma, si prefieren esa palabra) anhelaba el vacío; lo añoraba, como si lo conociera y amara.

Allá Arriba, Fabio me miraba de reojo. Allá Abajo, Dora me miraba de reojo. Creo que les daba lástima. Lo que tenían que hacer era bajar, uno, o subir, la otra, para auxiliarme en ese demente combate conmigo mismo que me agotaba física y mentalmente.

Nunca iba a llegar al postecito salvador. Una gran soledad y tristeza me llenaban y me debilitaban. En rigor, ya no podía intentar volar. Lo más probable era que me despeñara de espaldas, destrozándome las vértebras y el cráneo.

Una mujer me puso una firme mano derecha entre los omóplatos y con la izquierda me cogió del antebrazo y me dijo:

–Can I help you?

–Yes, please! –exclamé.

Del otro lado llegó Tom y entre ambos me acompañaron, lentamente, hasta que pude poner pie Allá Abajo. Una vez con ambos pies plantados en tierra, me reí y le di un beso a cada uno. Leslie y Tom me apuntaron su domicilio y teléfono en Nueva Orleans. Caminé (un poco como borracho) hasta la sombra, que también hervía. Me sentía entusiasta, aliviado, nítido, pleno. Y todavía –en la másmédula– aterrado.

Caminar paso a paso en la sombra me devolvió a la tierra y su bondad.

Es fácil rechazar a los aztecas y toltecas, a su arquitectura y estatuaria sangrientas, solemnes y militares. También es fácil enamorarse perdidamente de la cambiante y muy sensible arquitectura maya: el embeleso es sencillo y profundo, y no hace mucho creíamos que los mayas de Centroamérica y de la península eran pueblos amantes de la belleza, la armonía y la paz. Pero por la escalinata de cuarenta eternos metros de la Casa del Adivino se desplomaban sin corazón y sin vida los cuerpos aún cálidos de los sacrificados en las muy cruentas guerras de los mayas contra los mayas a lo largo de los muchos siglos en que la civilización se apellidaba maya en esa parte del continente.

Carlos Pellicer, que ignoraba ese dato sanguinario, escribió un poemario llamado Piedra de sacrificios. Poema iberoamericano, en 1924, que yo cargaba en mi mochila y del que entresaco algunos versos del poema “Uxmal”:

Tocas las puertas de mi corazón,
Uxmal.
Por tu divina sensación
se alza una voz,
se alza otra voz:
Uxmal,
desde las rocas de mi corazón.
Y danzó en la ruda mañana estival,
sacerdotal
tu antigua voz.
Y fue el pavor de los templos vacíos
sobre las plataformas gigantescas.
Fueron los grandes ruidos
de las flechas sin arco de las épocas.
Fue la lealtad sagrada
de las gotas espesas de tu sangre
que se levanta en mi alma.

Más adelante, Pellicer entona –y conviene escucharlo con su modulada voz de barítono–:

Desde la casa del adivino
disfruté de todas las religiones
como de una copa de vino.
/…/
Uxmal,
llena de ingenieros poéticos,
opulenta y sepulcral.
Danzarán tus serpientes endiosadas
sobre las piedras verdes y sonoras
cuando las horas de luces plateadas
hilan estrellas y elevan auroras.
Uxmal,
tus escalinatas las he recorrido
y en tus panoramas he puesto mis manos.
Uxmal,
tú llenaste mi corazón,
y de tu raza culta es mi alegría,
y mi vaso sincero de pasión.
/…/

Viajaba yo con la belleza inasible de Dora y el espíritu de duende de mi viejo amigo Fabio, y los tres aún éramos jóvenes, Dora la que más y yo el que menos. Para ella, Yucatán era un lugar fascinante, desconocido y odiosamente caluroso. Para nosotros, ese lugar mítico de la república donde todo es distinto y al que siempre nos prometemos volver. La península es un lugar del espíritu.

Fabio era el dueño del auto y dormía en su tienda de campaña chica. Dora y yo éramos el circo y sudábamos en una pesada carpa mediana de lona en que la arena se colaba por varios puntos no bien identificados.

Sobre todo sudaba yo. Ella secretaba su líquido en forma de lágrimas. A veces por culpa de este país hermético y exasperante; a veces a causa del trágico suyo; a veces por algo que yo dije o no dije. Es muy arduo ser una desterrada política y además enfrentar la absoluta belleza del Caribe y la asombrosa civilización de pueblos que ahora son subalternos. Sin contar los cuatrocientos matices de los horrores y los placeres de los mexicanos y sus lenguajes.

Ella provenía de un extraño país donde al parecer las cosas son como son y las palabras responden casi del todo a su significado, y donde se suelen entrematar en aras de espantosos caudillos políticos o de almirantes y generales grotescos.

No recuerdo por qué Dora no vino a Cobá con Fabio y conmigo. Todavía la recuerdo radiante en Tulum, abrazándonos a los dos como la prima feliz a los primos encantadores. Cuando vi la película Y tu mamá también, años después, pensé en aquella foto que alguien nos sacó a los tres con las caras brillantes y las sonrisas encantadas. Aunque claro que los desenlaces son muy diferentes.

La carretera era implacablemente recta y en su mayor parte de tierra bien apisonada. El vochito blanco por primera vez se sintió contento y aventurero. Algunos coches de antes eran un poco como ciertas personas y animales: tenían anima. Trepidamos y sudamos y fumamos casi un par de horas. Solo nos cruzamos con algún camión de carga tipo torton y algunas combis colectivas llenas de campesinos, aunque no se veían campos de cultivo. Solo selva, monte. Las milpas debían estar adentradas.

En la caseta del sitio arqueológico había un señor muy serio con rostro y acento maya que nos vendió los boletos del Instituto Nacional de Antropología e Historia y enseguida les arrancó los talones y nos entregó un croquis fotocopiado. En todo el inmenso Cobá, jamás vimos a otro ser humano, y a él solo un par de minutos.

Las edificaciones descubiertas y semidescubiertas eran muy pocas y muy distantes entre sí. No tenían nombres sino letras como señas de identidad. Tardamos en deducir que una mancha grande y gris no era la boca de un cenote enorme sino un lago. ¿Un lago en la tierra caliza de Yucatán? Nunca habíamos oído hablar de eso.

Era claro que casi nada en nuestros viajes nos había preparado para imaginar lo que nos esperaba. Yo llevaba brújula, pero el croquis no indicaba los puntos cardinales. Lo único claro era que había un ancho sendero frente a nosotros, calcado por el inah –con bulldozers y apisonadoras– de algún antiguo sacbé o camino blanco. Con la mano derecha el empleado, antes de evaporarse en el calorón, nos había indicado que lo tomáramos.

Encendimos un cigarro que nos supo horrible y apagamos con todo el cuidado del mundo, Fabio le meó encima.

¡Cuánta monotonía de esos bosques sin agua! ¡Cuánto silencio! No se oían ni aves cantando ni monos aullando en las ramas, ni los pasos veloces del venado y el jabalí por el suelo. O quizás había un rumor y ya no lo recuerdo. Desde luego, no había ni traza de brisa. No hablábamos. Caminábamos, observábamos y cada vez nos calaba más el misterio eterno del lugar, aunque no habíamos visto ni una sola piedra labrada por el hombre. Aquí habían vivido más de veinte mil personas. Cobá había sido la metrópoli dominante del norte y sus habitantes la habían abandonado, como todas sus otras poblaciones: que el agotamiento de la tierra, que la fiebre amarilla, que los toltecas o las guerras intestinas. Me gustaba que no supiéramos.

Fabio miraba los árboles infinitamente repetidos como si fueran fotografiables en blanco y negro. No lo eran, a mis ojos. No había sombras y contrastes dignos de ese nombre. Y esos árboles ralos, de troncos delgados, casi rectos, que reservaban las ramas y lo mejor del follaje para sus hombros y cabeza, no eran fotogénicos, ni elocuentes como suelen serlo los demás árboles del planeta. Eran unos pobres palos, por así decir. Para no competir por una capa de tierra pobre y superficial, se espaciaban por lo menos tres, cuatro y cinco metros. Me imaginé sus raíces combatiéndose bajo tierra. ¿De dónde habían arrancado los mayas el excedente para construir sus asombrosos edificios? ¿Del trabajo esclavo? Del maíz, del caucho y del chicle, imposible.

Aquí, aparte del sacbé, no había sombras ni líneas rectas ni amplios espacios como los que, seguidor de Ansel Adams, amaba Fabio. Es cierto que había insectos, pero no se daban a ver ni escuchar. Todo (a mis ojos) era de una perfecta monotonía.

–Vas a tener que sacarme fotos a mí, a mi silueta, como contraste y escala –le dije.

–No, no te necesito.

En las comidas y las fiestas, Fabio fotografiaba nuestras caras y manos, imprimía algunas fotos y las distribuía en la siguiente pachanga. Pero no le interesaban el cuerpo y el rostro humanos, o no quería interesarse en ellos. Yo amaba por entonces a Diane Arbus y a Jacques-Henri Lartigue –¡opuestos como son!–, y Fabio me hacía ver las virtudes de ambos que yo no había sabido detectar, pero ni de casualidad daba pasos por esos caminos.

O tal vez sí. Aunque yo utilizaba su cuarto oscuro, no por ello conocía todas sus impresiones, y mucho menos sus contactos. Tal vez experimentaba y no le gustaban los resultados. Desde luego, como Arbus se especializaba en la gente rara y Lartigue en los ricos y agraciados, nunca dejaba yo de ponderarle a Fabio las otras maestras y maestros del retrato del siglo xx, y su respuesta nunca era el rechazo en teoría, solo en la práctica.

–Tú adelántate –me dice como a los veinte minutos de caminata a buen paso.

Yo sigo andando, ahora lo más lento que puedo, pues no quiero quedarme solo en medio de este monte, selva, floresta o como se llame. Los lugares calientes pueden fascinarme, pero no me agradan. No habría acompañado a Stephens y Catherwood en sus muchos y fascinantes incidentes de descubrimiento en Centroamérica, Chiapas y Yucatán. Finjo que limpio el lente de mi ligerita Olympus OM2, y luego los de mi gran angular y pequeño telefoto que cargo en el cinto. Miro de reojo y ahí está Fabio cagando en medio del sacbé –muy sensata idea– o fotografiando algún bicho; y luego ya no está. Le calzo el telefoto a la cámara: Fabio ya no está a la vista.

Como no puede ser que un jaguar lo haya raptado y matado en silencio absoluto, los jaguares nos temen y no nos comen, deduzco que mi bróder se marchó en pos de una foto o bien la está esperando con su infinita paciencia que a veces me impacienta.

De modo que reanudo mi marcha lenta, pero cada vez más preocupado por el rumor o el roce que a mi derecha se oye entre las varitas, tierra suelta seca y humus que se acumula someramente de ese lado del sacbé, me imagino que a causa de la barrida ocasional por parte del personal del INAH.

Me detengo. El roce se acalla. Retomo el paso. El rumor recomienza. Espero que haya iguanas en Yucatán, como en Centroamérica, Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Morelos, pero dudo que el suelo de la península les sea propicio. Pellicer habla de “la iguana nostálgica de siglos / en los perfiles largos de su tiempo / fue, es, y será”, pero no alude a esta tierra.

Aguzo el oído izquierdo, que es el bueno, y camino en reversa: la bestia que me sigue el paso no parece tener patas. No camina sino repta a mi ritmo. Me acecha o escolta. Me observa, me vigila, me ronda. Ahora aguzo la mirada. Parece un viborón de piel más negra que parda, como una anguila de tierra, por así decir. No quiero detenerme y mirarla fijamente, para no provocarla o para que no me hipnotice. El susto produce pensamientos supersticiosos.

Confiando en que la serpiente no emplumada haya observado a otros turistas antes, me detengo, silbo, me seco el sudor, escupo, me rasco la mollera, canturreo “It had to be you” sin reparar en lo que canto, saco tres fotos de larga exposición para que se oiga bien el ¡clic!, trato de orinar y no puedo. Silencio por su parte.

De Fabio, nada. Ni sus luces ni sus sombras.

–¿Dónde andas, hijo de la chingada?

Silencio de su parte también.

Con fatalismo o humor, me echo a andar a buen paso.

El ofidio me sigue, naturalmente. Aquí todo es natural, naturalmente.

–Chinga a tu madre, pinche víbora –le digo, en voz ni baja ni alta.

Si aprieto el paso, ella hace más ruido al apresurarse. Total, para qué fingir. Ella sabe que yo sé y yo sé que ella sabe, y si es una cabrona nauyaca y me va a envenenar la pierna y me voy a quedar agonizando aquí durante horas, por lo menos ya tenemos una relación que podemos llamar cercana.

Me castañetean los dientes, pero me controlo casi de inmediato. “Lo mejor es intimar o intimidar”, me digo a mí mismo –en voz alta, como si fuera un actor de teatro o cine– y me aproximo al borde del sacré sacbé y la desafío:

–¡Ya! ¡Ya!

–¿Ya qué? –me pregunta Fabio.

–¿Ya llegaste, por fin?

–Sí. ¿A quién le hablabas?

–A una pinche sierpe que me sigue hace media hora fijo.

–Veinticuatro minutos.

–Veinticuatro minutos ¿qué?

–Que te dejé.

–Ah, entonces hace veintitrés minutos que me sigue. Hasta pensé que ella o una de sus hermanas nauyacas te había atacado.

–Me hubieras oído pegar de gritos. Estaba esperando una foto.

–¿De qué?

–No sé, pero el lugar era bueno para una foto.

–¿Y?

–Nada.

–¿Nada?

–Nadita.

Me echo a andar, la sierpe también, Fabio me mira y dice:

–Yo te sigo.

Así avanzamos los tres a través de la monotonía y el silencio.

–Creo que no hay nauyaca en Yucatán, incluido Quintana Roo –opina.

–Es bueno saberlo.

–Si es cierto, sí lo es.

Nos sonreímos. Una risa hubiera sonado forzada. Una sonrisa da ánimo.

De repente, llegamos a la encrucijada de dos caminos señalada en el croquis.

No puedo decir el miedo y el asco que siento. Los ojos de Fabio brillan, seguramente también los míos.

En una especie de altar de piedra blanca labrada y lentamente borrada por los siglos, de unos dos metros de largo y metro y medio de ancho, hay una veintena de serpientes entre negras y verdes, ningún color vivo. Así las veo, no tengo el gran ojo de Fabio. Unas disfrutan de su reposo absoluto, otras serpentean sensualmente por la piedra. Ya sé que no son solo hembras, ya sé que K’uk’ulkan es héroe cultural masculino, ya sé todo eso.

Me detengo y oigo respirar a Fabio, que “respira tan silencio como habla”, como dice una amiga nuestra, y me oigo respirar a mí mismo. Aún estamos vivos.

Me aclaro la garganta, estoy ahogándome. Me sale un “¡Raaah!” fuerte, animal, que parece resonar en la falta de eco de este lugar en esta selva de Cobá. Y entonces mi garganta y mi pecho estallan de un absurdo júbilo y (para mi propio asombro) mi boca clama:

Una tarde en Chichén yo estaba en medio
del agua subterránea que en un instante
se vuelve cielo. En los muros del pozo
un jardín vertical cerraba el vuelo
de mis ojos. Silencio tras silencio
me anudaron la voz y en cada músculo
sentí mi desnudez hecha de espanto.
Una serpiente, apenas,
desató aquel encanto
y pasó por mi sangre una gran sombra
que ya en el horizonte fue un lucero.
¿Las manos del destino
encendieron la hoguera de mi cuerpo?

A su ritmo, las víboras se van bajando del hermoso pedazo de piedra. Se van despaciosas y corteses, como si fuera un cuento medieval. Son hermosísimas.

Fabio está mudo y con ojos entrecerrados. Yo abro la boca, y mi boca vuelve a decir los últimos seis versos. Me echo a andar por el sendero de la derecha, como estaba acordado con Fabio, que me susurra:

–¿Qué hiciste? ¿Qué palabras son esas?

–Son versos de Pellicer. Fragmentos de los “Esquemas para una oda tropical”.

–¿Estás hipnotizado o fumado?

–¿Eso parezco?

–Un poco.

Como no sé qué contestarle, no le respondo y ambos apretamos el paso para alejarnos.

–Yo creo que fueron las letras del poema –digo.

–Las serpientes son sordas, cuate. De todas maneras, ¿tú crees que hablen español?

Luego añade:

–Quien quita y la serpiente es tu b’aahis, tu nagual.

–¿Tú crees en esas cosas?

–Nadie ha demostrado que no sean ciertas.

Cuando llegamos a la pirámide que era nuestro objetivo, casi media hora en que ya ningún reptil nos acompaña de cerca, mi plenitud es completa. Soy el que era y soy otro. Aunque la pirámide no es tan alta enigmática y majestuosa como la Casa del Adivino, y que sea el apilamiento desordenado y precario de piedras, matas y árboles jóvenes, yo la percibo en su conmovedora belleza original y además la domino con un talento para trepar ruinas que no me conocía.

Un par de serpientes y algunas bestezuelas se escabullen y dejan la cúspide. Estoy solo y mi alma. Nunca entenderemos a los mayas, pero me enternecen los restos materiales de su espíritu. ¿De dónde les venía ese sentido de la armonía y la proporción de sus edificios, tan nobles y llenos de gracia? ¡Y cuánto conocimiento del cuerpo humano en sus esculturas, bajorrelieves, juguetes y silbatos!

Como un cangrejo loco trepado en una ola magnífica, heme aquí en esta pirámide.

Hace años, el dramaturgo Rodolfo Usigli me comentó con sorna una tarde:

–¿Qué virtud hay en la poesía de Pellicer? Es como el pájaro que se posa en la rama y trina.

Yo hoy le doy gracias al trino de Carlos Pellicer. ~

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