Sin el ánimo decidido de transformar estas sandias notas en un verdadero diario, a veces me entra la tentación de darles algún contenido sustancioso, siquiera como registro de los hechos en que vivo. Pero me detengo considerando que me va a faltar tiempo, y que todo eso lo robaría a mi verdadera obra.
Alfonso Reyes,
19 de enero de 1947.
“Escribo un signo funesto” es la frase con la que comienza el Diario de Alfonso Reyes, una anotación del 3 de septiembre de 1911. Lo que sigue bien podría ser el inquietante inicio de una novela policiaca: llegan a la casa de Alfonso, entonces un joven de veintidós años, automóviles con los vidrios rotos y gente lesionada. Alguien entra a su habitación y le hace saber unas “últimas noticias alarmantes”. Se escucha el alboroto de familiares y criados corriendo por las escaleras. Una frase condensa el momento convulso que vive la familia: “Aun las mujeres de casa tienen rifle a la cabecera.”
Una obertura de esa intensidad augura un emocionante recorrido por la vida cotidiana de uno de los hombres de letras más importantes del siglo XX mexicano. Sucede, sin embargo, que quince páginas más adelante (en un apunte del 4 de julio de 1924), lo que Reyes nos ofrece es una lista detallada de sus compromisos con:
1. la Sociedad de Alumnos de la Escuela de Jurisprudencia,
2. la Federación de Estudiantes,
3. la Unión Juventud Ibero-América,
4. la Escuela de Altos Estudios,
5. el Grupo Ariel,
6. la Escuela Preparatoria de Guadalajara.
Y le sigue una relación, que ni recrea ni enamora, de:
1. sus libros,
2. sus traducciones,
3. las ediciones en las que ha participado con estudios, prólogos y notas,
4. sus artículos dispersos en revistas,
5. las revistas en donde sería bueno colaborar.
El contraste entre la gran prosa y el registro apenas suficiente de los hechos es en un principio desconcertante, pero conforme se adentra uno en las páginas advierte que esas dos formas de entender la escritura de un diario aparecerán en distintos pasajes disputándose el protagonismo (espóiler: gana el registro de hechos). Y que esa peculiaridad revela a Reyes, es verdad, pero más a sus editores y, aún más, a la tradición que se ha seguido para publicarlo.
Aunque había hecho algunos apuntes a principios de la década de 1910, Reyes empezó a escribir su diario de manera disciplinada en 1924, a los 35 años, y continuó con la labor hasta su muerte. Desde un principio había decidido reducir sus entradas a su trabajo y su obra, y que los apuntes le sirvieran “solamente como cantera para las memorias futuras”. Mantuvo el plan original para sus cuadernos hasta 1947, cuando pensó en una posible publicación que contemplara los primeros siete años y algunos papeles más viejos. Así “armó” sus páginas personales, corrigiendo y ampliando algunas partes, al modo en que trabajaba el resto de sus obras. Finalmente no publicó el material, aun cuando le encargó a Julián Calvo del fce hacer una copia.
Diez años después de la muerte de Reyes, la Universidad de Guanajuato puso en circulación ese primer volumen, el único que el autor había imaginado como libro, y abrió la puerta a una empresa mucho más ambiciosa: publicar el diario completo. Pasaron más de dos décadas para que el proyecto pudiera concretarse. Seis instituciones que tuvieron relación con el regiomontano (la unam, El Colegio Nacional, El Colegio de México, la uanl, la Academia Mexicana de la Lengua y el fce) sumaron esfuerzos con otras dos (Conaculta y la uam) para llevar a cabo el ingente trabajo que suponía editar los catorce cuadernos, para lo cual se designaron ocho especialistas, todos asociados a las instituciones participantes. Así la edición total del Diario, en siete tomos, ha corrido a cargo de Alfonso Rangel Guerra, Adolfo Castañón, Jorge Ruedas de la Serna, Alberto Enríquez Perea, Javier Garciadiego Dantan, Víctor Díaz Arciniega, Fernando Curiel Defossé y Belem Clark de Lara.1
Una vez que hemos entendido el trabajo que, en términos de investigación literaria, diálogo institucional y labor editorial, supone una empresa de estas magnitudes, estaremos en condiciones de preguntarnos si las características propias del proyecto no habrán servido más bien para que este Diario parezca todo menos eso que creemos que debería ser un diario. Y de paso, preguntarnos si la manera en que hemos leído a Reyes y en que hemos entendido que debería ser leído tiene alguna relación con la queja recurrente acerca de que las juventudes no corran cada año a arrebatarse sus libros.
La obra de Reyes no carece de hondas páginas autobiográficas y esa certidumbre es fundamental para indagar en los fallos del Diario. Solo es cuestión de leer la Oración del 9 de febrero, dedicada a su padre, para darse cuenta de lo que Reyes era capaz de hacer con el género: un descenso “a la zona”, como él mismo describió, “más temblorosa de nuestros pudores y respetos”. En el diario esta voz introspectiva es más bien intermitente y lo que abunda es el registro “casi sin emociones ni ideas”, un problema relacionado con la falta de perspectiva que tuvo Reyes de lo que podría ofrecer la escritura diarística, pero más directamente con el criterio, entre borroso y tradicional, de quienes lo editaron. Reyes, en otros escritos, mostró una inusual maestría para mirar el pasado y, de hecho, la sobriedad retórica de su Oración solo puede entenderse tomando en cuenta los diecisiete años de distancia con los sucesos referidos. El memorialista tiene suficiente información a la mano al momento en que decide narrar su vida y puede establecer vínculos entre el pasado que cuenta y su presente. Por el contrario, el diario necesita cierta condición de incertidumbre. El diarista aventura un registro de sucesos, emociones, dudas, confidencias, que quizás terminen por ser significativos, o quizás no. Su estado de perpetua inseguridad exige en sí un proyecto distinto de escritura. Los diarios no son un arte, ni debían serlo, dijo Robert Musil.
La distancia que le hace falta al diarista sobre los hechos que narra sí la tiene, en cambio, el editor. Hemos pensado con demasiada frecuencia que la edición de un diario se limita a la cuota de chismes, opiniones impropias y mala leche que tendrá un volumen y sus consecuencias legales, pero hay algo aún más complejo: quien edita se encarga de construir una narración. Eso no requiere solamente transmitir el sentido y el amplio espectro de una vida sino identificar el tipo de diario que uno tiene en las manos. Hay diaristas que parecen hablar desde las entrañas de una época, pero hay otros que asumen una poderosa individualidad. Hay diarios destinados a redefinir a un autor del que pensábamos haber leído todo y hay otros que complementan su literatura. Si lo común es la imagen múltiple que nos devuelve de un escritor, un diario es inevitablemente una propuesta de lectura.
Robert Gottlieb, el responsable de los diarios de John Cheever, no tuvo piedad –según admite en su nota editorial– al momento de quitar repeticiones, eliminar momentos que necesitaran extensos pies de página o deshacerse de “pasajes de escaso interés”. El resultado es que los diarios publicados constituyen apenas la vigésima parte del material original. Hablar de “pasajes de interés” versus “pasajes de escaso interés” es menos simple de lo que aparenta porque implica una idea clara del lector a quien está dirigida esa labor de selección. Los diarios, dice Gottlieb, son una acumulación, pero sus versiones para publicar no deberían serlo. En el caso concreto que nos ocupa, no hay duda de que faltó ese trabajo arriesgado de criba. La prueba está en que, salvo algunos reyistas intensos, nadie experimenta un “momento Reyes” –que, según me cuentan, involucra un aumento de las pulsaciones y una explosión de endorfinas ante la prosa amigable y erudita del maestro– con párrafos como los siguientes:
19 de junio de 1929. Anoche recibí Línea de Owen, para Cuadernos del [Mar del] Plata. Envié su manuscrito de “Canciones de México”, de Leibovich, rechazado. Devolví su manuscrito de Imperfecto, de Orozco Muñoz, que lo pide.
23 de junio de 1929. Vida Literaria publica mis “Cartas sin permiso”: “Lucía y los caballos” y “Un cuento cualquiera”, y da la noticia de mis planes sobre López Merino.
Escribo a Soupault diciéndole que Pedro Henríquez Ureña y yo, conforme a su invitación, estamos dispuestos a hacer, para Simon Kra, el Panorama de la Literatura Mexicana, Antillas y América Central, en caso de que lo acepte el Consejo Directivo de la colección.
De cara a pasajes como los antes citados, es claro que los editores han preferido que este Diario conservara su espíritu de ser “una cantera de datos”, a la que no había que contaminar con emociones ni ideas.2 Sin embargo, ese mismo criterio también lo ha despojado de legibilidad. Si a Reyes ese índice de sucesos iba a servirle a sus memorias, al lector actual solo resulta interesante si puede traducirlo en “horas de investigación”. De hecho, los efectos emocionales de un material de este tipo se reducen a la misma excitación que despierta encontrarse con un archivo sorprendentemente bien organizado, explicado y en letra de molde, una semana antes de entregar un avance de tesis.
Entre los problemas a los que uno se enfrenta con los cinco tomos disponibles del Diario está el del nebuloso perfil de su lector. Contrastando las entradas, las notas, los apéndices y los ficheros biobibliográficos, da la impresión de que los editores estaban pensando en un ser mitológico, mitad viejo sabio, mitad adolescente inexperto: ignorante de quiénes son Montaigne, Joyce o Asturias pero demasiado interesado en saber cuándo envió Reyes las pruebas corregidas de Entre libros.3 Del otro lado están el perfil no menos nebuloso de su editor y el criterio sobre qué cosas dejar fuera. La suma de visiones individuales no reemplaza la mirada de conjunto que debió estar presente a lo largo del Diario. Una mirada que, de preferencia, fuera una apuesta personal. Publicar un número sustancioso de entradas irrelevantes, engordadas con notas al pie,4 significó que entre todas esas enumeraciones de gente que visita a Reyes, las listas de las erratas que ha descubierto en sus obras, los informes de sus almuerzos y banquetes, la relación de libros que recibe o envía y la escrupulosa descripción de cómo organiza sus papeles, también quedan perdidas páginas enormes sobre su pasado inmediato, extraordinarias apreciaciones literarias o ejemplos de su notable capacidad para describir en una pincelada una situación o el aspecto de un amigo. Se encuentra escondido, así, su mejor humor, su compleja relación con las enfermedades, la rica vida literaria que también tuvo y, en variadas ocasiones, los atisbos de aquel autoexamen que se había prometido no hacer.
Todo esto es una pena, porque el lector no especializado poco a poco va descubriendo que no se trata de un Diario para leer sino para hacer esporádicas consultas y que, dadas sus 2,240 páginas hasta ahora disponibles, se vuelve una experiencia memorable solo en la medida en que nos pongamos imaginativos5 con su contenido.
Así las cosas, el problema va incluso más allá de la atinada o desatinada labor de los editores, es decir, de las personas concretas que se encargaron de cada uno de los volúmenes. El hecho de que estas ediciones críticas puedan, desde algún ángulo, considerarse un buen trabajo debería llevarnos a pensar sobre qué estamos entendiendo por trabajo a la hora de editar a Alfonso Reyes. Flota en el aire, desde hace algún tiempo, y así lo demuestra la célebre polémica entre Ibargüengoitia y Monsiváis,6 la idea de que todo lo que pasó por la pluma de Reyes debe salir a la luz de la misma forma en que se libera un bien público. Pero, ¿qué significa el trabajo de edición en esas circunstancias? ¿Hacer libros para los reyistas, para el hombre o la mujer del futuro que escribirá por fin la biografía, para el amplio conglomerado de lectores que se ha dado en llamar “de a pie”? Es importante que más libros de Reyes sigan llegando al público, pero, en la medida en que respondan en su mayoría a necesidades institucionales, cualquier día de estos aparecerá un volumen con las cosas que garabateó a los doce años.7
El 21 de junio de 1947 Alfonso Reyes escribió: “El problema para mi Diario es que no puede ser puramente literario o siquiera de noticias literarias. ¡Hay tanta salpicadura política que lo enturbia! ¿Una selección más rigurosa?”
Me temo que Reyes intuyó el remedio, pero equivocó el diagnóstico. ~
1 Cada uno de los involucrados, salvo los dos últimos, se han encargado de un tomo distinto.
2 Guillermo Sheridan tuvo oportunidad de leer el diario muchos años antes de esta edición, cuando apenas se trataba de “unas dos mil páginas mecanografiadas a doble espacio”. En 1999, hizo una selección de los años de Reyes en París para la edición de febrero de Letras Libres. “La relación entre su amplio volumen y la evasiva recompensa –dice en su nota preliminar– supone una rigurosa trilla para distinguir el oro de la paja.”
3 Fue el 24 de diciembre de 1947. Ese día también descubrió que le habían robado el reloj que tenía en su despacho de El Colegio de México. No da más detalles del hurto y eso resulta frustrante para cualquiera que haya leído sus traducciones de Chesterton.
4 El tomo vi (el v no se ha publicado todavía), por poner un ejemplo, tiene 1,159 notas al pie, generalmente más extensas que la que usted está leyendo en este momento. Las notas al pie les sirven también a los editores para indicar cuándo finaliza un determinado cuaderno porque el enorme espacio en blanco que divide esos apartados no es suficiente para darse cuenta.
5 Durante el tiempo que me llevó preparar esta nota, encontré al menos dos maneras de hacer una lectura creativa del Diario de Reyes. Mis editores sabiamente dejarán fuera esa información, pero el desocupado lector puede consultarla en el siguiente enlace: bit.ly/1I6YumL
6 Se dio en 1964, en las páginas de la Revista de la Universidad de México. De ese intercambio se desprende la frase: “No me voy ni arrepentido, ni cesante, ni, mucho menos, a leer las obras completas de Alfonso Reyes.”
7 Con sorpresa descubro que ese libro existe y se llama Cuaderno 0.
es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.