Lev Davidovich Bronstein agita su candado, agita
las manos y la hirsuta cabellera, un instante y caerán
del chaleco las gafas de erudito que pierde para siempre
arengando a los marineros de Cronstadt toscamente
tallados en madera de Finlandia, casi tan insensibles
como las cruces de fusiles que salpican la nieve sucia.
Mientras Lev Davidovich predica hasta perder la voz
en el plomo del Neva lentamente se vuelven las torretas
del Aurora y apuntan a la oscura fachada
del Palacio de Invierno.
Qué labia. Qué cielo amarillo.
Y en los puentes desiertos el peso de la historia y cada tanto
el ronquido de un auto con las alas erizadas de bayonetas.
En Smolny, esa noche, creció la barba; enrojecidos
por el tabaco y por los filamentos de las bombillas, los ojos
ceden ante el crepúsculo de Petrogrado y su silencio
en el que allá, entre los letones feroces y aplicados,
Lev Davidovich profetiza, exhorta y amenaza y tiembla
de sentir que se inclina la masa inmóvil de los siglos
irremediablemente, igual que los cañones en sus ejes,
al borde de esa mañana de octubre.
(Ya ha llegado en secreto
Vladimir Ilich a la capital; más tarde dormirá,
maquillado del todo, en féretro de vidrio,
inmóvil entre ramos y fanfarrias.
Lev Davidovich echa al aire mientras tanto su greña,
atrapa sus quevedos
—algo de sangre, algo de cielo
mexicano se mezclarán en el último día, tan lejano
de tu fangoso octubre delirante de banderas rojas al viento.) –
— Traducción de Aurelio Asiain
(Del libro Amen; © Gallimard)
García Pavón y el insecto de Coleridge
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