El oro pálido del ron

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A veces me digo que debería decidirme a creer que no envejezco. Es una cuestión de vida o muerte. De todos modos, por muy decidido que llegara a estar, nada impediría que siguiera constatando que va cayendo el tiempo sobre mí. Así voy y así van pasando los días. Cada mañana, un sobresalto. Hoy, por ejemplo, me he desayunado con una extraña noticia, cada vez el mundo más al revés: el ministerio de Medio Ambiente de Corea del Sur anunció ayer que su intención es prohibir que en el próximo Mundial de futbol se fume en los estadios.
     Esta noticia por poco destruye uno de mis recuerdos más ciertos y reales de mi infancia. Es tremendo, vivo ya a sobresalto diario como mínimo, vivo en una constante estética de la inseguridad y del desconcierto. Ya nada se me aparece como rotundamente cierto, completamente seguro. Por ejemplo, se tambalea con la noticia coreana la seguridad de un recuerdo de mi infancia en Barcelona. Porque yo asocio desde siempre al futbol con el consumo de tabaco, de grandes puros. De niño, yo iba con mi padre, mi abuelo y mi tío al Camp Nou, donde jugaban Kubala y Suárez. Eso sucedía siempre en domingo, nadie concebía que pudiera ocurrir en otro día de la semana. El mundo era así y yo pensaba que seguiría siendo siempre así. Mi abuelo, mi tío y mi padre se fumaban grandes puros en el estadio. Desde entonces, siempre que me llega el olor de un puro lo asocio de inmediato a los domingos por la tarde de mi infancia. Sin embargo, todo cambia y se tambalea. El futbol no se juega sólo en domingo, la luz artificial acabó con la belleza y el humo de aquellas tardes festivas del pasado. Indicios de desconcierto completo para mis recuerdos, inseguros ya, de mi infancia. ¿De verdad que el humo familiar estaba junto a mí los domingos en el estadio de aquellos días que no volverán? ¿Volverá, por cierto, el pequeño dios en el que yo creía por aquellos días?
     Todo se ha vuelto ahora inseguro y ayer, por ejemplo, sin ir más lejos, paseando por el centro de mi ciudad, sentí la sensación brusca que tiene uno de estar soñando. ¿Qué es esta ciudad? ¿Qué hace toda esa gente aquí, paseando con una sospechosa confianza de ser personas reales? Toda la seguridad que de ordinario me sostenía y me permitía vivir me va abandonando. Me levanto ahora del sillón de mi escritorio y voy a la cocina, me tomo de un solo trago una copa de ron, me quedo por momentos recordando mi infancia desaparecida, la veo evaporarse en el color oro pálido del ron. Qué pocas certezas me quedan. Llegará un día en que me desayunaré convencido de que soy de Corea del Sur. O quién sabe. Quizá crea que soy de Afganistán. Hace tan sólo un rato, otra noticia ha estado a punto también de arrojarme en los brazos del oro pálido del ron. Como en Afganistán están rigurosamente prohibidos los iconos, también la televisión está prohibida. Eso ha provocado que haya reparadores de televisión clandestinos. Porque, claro está, hay gente que no ha querido renunciar a tener un televisor. Sería una noticia cómica y surrealista, de no ser porque es enormemente trágica. Te pueden fusilar por reparar un televisor.
     Anteayer —ni un solo día sin un sobresalto— leí que las nieves eternas del Kilimanjaro no lo son, no van a ser eternas por mucho tiempo. Pronto empezarán a derretirse. Es terrible. O no. También esto se tambalea. El hecho es que ya no podemos estar seguros de nada. Todo empezó a tambalearse cuando cayó en picado la noción de Dios. Y aquí estoy yo ahora, temeroso de seguir leyendo noticias de los periódicos, con una sola certeza en el mundo: el color oro pálido del ron, allí donde se evaporan todos los mundos que en otros días me dieron cierta seguridad. Complejidad absoluta del mundo, extrañeza de vivir. O de soñar. ¿Regresará Dios cuando su creación esté ya destruida?
     En fin. Ya decía Proust que el hombre no tiene la longitud de su cuerpo, sino la de sus años. Debe el hombre arrastrar esos años con él cuando se mueve, tarea cada vez más enorme y que acaba por vencerle. El tiempo. ¡Siempre el tiempo! El tiempo tiene el pálido valor del oro del ron, y algún bromista diría ahora que también el del oro del Rin. El tiempo. ¡Siempre el tiempo! El tiempo tiene trenes rápidos que llevan a una vejez prematura. Pero por la vía paralela circulan trenes de regreso, casi igual de rápido. En alguno de ellos viajará Dios un día, el día en que regrese para ver su creación destruida. –

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