La pintura de Giorgio Morandi (1890-1964) ocupa un lugar tan singular en la historia del arte del siglo XX que muchos historiadores prefieren ignorarla (como la nueva Historia del arte occidental de la Universidad de Oxford, publicada hace pocos años y de claras aspiraciones canónicas) o relegarla a una mera mención o nota erudita. Hasta cierto punto se puede hablar de un “caso Morandi”.
James Thrall Soby, un distinguido curador americano, afirmó hace medio siglo que el malentendido ya había sido superado en 1949, cuando él y el legendario Alfred Barr, el primer director del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), visitaron Italia para organizar una exposición antológica del arte italiano contemporáneo para el MoMA. Estos árbitros del canon moderno pensaban hasta entonces que Morandi parecía un pintor “repetitivo, provincial y menor”. Es verdad que Morandi había sido reconocido en su patria: a pesar de sus simpatías por el fascismo había recibido el Gran Premio de la Bienal de Venecia en 1948. Pero fue la Bienal de São Paulo la que tuvo la honra de consagrarlo internacionalmente al premiar sus grabados en 1953, concediéndole el Gran Premio en 1957. El principal responsable de este último galardón fue Barr, el miembro más influyente del jurado.
No fue suficiente. Un estudiante de arte de hoy podría perfectamente terminar su formación sin nunca haber oído hablar del pintor boloñés. Como ocurre con otros pintores modernos “figurativos” –por ejemplo, Marquet, Bonnard o Soutine–, el instrumental crítico moderno parece incapaz de apreciar a Morandi en su justo valor. Felizmente, la plúmbea rutina del nuevo academicismo moderno puede marginar pero no suprimir, y el tiempo hace su trabajo. A lo largo de varias generaciones Morandi ha sido un “pintor para pintores”, pero el público culto está recuperándolo poco a poco. Vale la pena recapitular los elementos del “caso Morandi”, incluso porque sus contornos también esbozan, como a contraluz, las limitaciones de la historia convencional del arte moderno.
Durante décadas, ninguneado, en silencio, Paul Cézanne trabajó con un simple y terco objetivo estético: “pasmar a París con una manzana”. Ese programa tenía la falsa modestia de las ambiciones desmesuradas. Equivalía a desafiar al más grande y mejor armado de los ejércitos modernos con un cuchillo de cocina. La reivindicación de este pintor “repetitivo, provincial y menor” fue póstuma. En 1907, un año después de su muerte, París y la historia del arte fueron conmocionados por una retrospectiva Cézanne en la que, literalmente, una manzana (entre muchas) podía resumir y superar periodos enteros del arte de la pintura. El historiador y crítico Gaëtan Picon observa que, comparativamente, a los movimientos que vinieron después “parecía faltarles algo”. De hecho, tan abrumadora parecía la hazaña de Cézanne que la pintura se vio forzada a reinventarse de cero, del “grado cero” de la pintura en estado puro obtenido por el soturno provenzal.
Hasta llegar a la abstracción, poco antes de la Primera Guerra Mundial, los fauves y los cubistas, que contaban en sus filas con algunos de los mejores artistas jóvenes, de sólida formación tradicional, encontraron varias maneras de superar la dificultad. En Italia, empero, el impacto cayó en un vacío. Octavio Paz realzaba el efecto nocivo que tuvo en los países ibéricos la ausencia de la Reforma. Algo similar aquejaba al arte italiano, que no había tenido una revolución impresionista (las primeras exposiciones impresionistas en Italia se realizan en 1910). Eso no impidió que los artistas italianos que circulaban por las vanguardias europeas desempeñaran un papel tan ruidoso como destacado en la etapa primigenia del arte moderno.
De hecho, fueron los futuristas italianos los que, desde 1909, inventaron el género moderno por excelencia: el manifiesto. Publicado en Le Figaro, equivalente a lo que sería hoy el New York Times en términos de resonancia mundial, el manifiesto futurista del poeta Marinetti tuvo una influencia desmesurada por el simple hecho de haberse adelantado algunos años a los principales textos críticos de Apollinaire y de ser el precursor de los manifiestos dadaístas y surrealistas. El lenguaje apocalíptico y subversivo de los futuristas daría el tono a casi todas las vanguardias futuras. El pasado es declarado abolido, los museos deberían ser demolidos, y el cataclismo cultural debía anunciar –por supuesto– un “hombre nuevo”. Los pioneros futuristas también inauguran el error clásico de los vanguardismos: escoger la moda del momento como cifra del presente y lema de las generaciones futuras. En este caso fue la velocidad. “Un automóvil rugiente, que parece funcionar como una ametralladora, es más bello que la Victoria de Samotracia”, clamaban los nuevos profetas… cuando los aviones ya habían conquistado la gravedad.
El movimiento futurista cultivaba otro hábito, que también se repetiría a lo largo del siglo: los conceptos precedían a las obras, que al realizarse no siempre estaban a la altura. El valor revolucionario de los textos críticos de Apollinaire consiste en que fueron los primeros en ordenar mentalmente, describir y definir un fenómeno inédito pero ya existente (se puede establecer un paralelo curioso, en el campo de la economía, con las actitudes de Adam Smith y Marx). Por su parte, el manifiesto futurista quería desde ya ser la revolución, y como todos los textos revolucionarios era arbitrariamente prescriptivo. Proclamaba la libertad total, pero daba una receta ya preparada. No sorprende que su trayectoria terminara siendo concomitante a la del fascismo (como la del surrealismo lo fue al estalinismo). Para remate, cuando en 1911 algunos de los protagonistas del movimiento finalmente viajan a París, se encuentran con que las técnicas necesarias para poner en práctica sus teorías ya habían sido desarrolladas por los cubistas. Cuando hacen, también en París, su primera exposición futurista, en 1912, llegaban tarde; y el movimiento pasa a la historia en 1916.
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Giorgio Morandi nació en 1890 y en la época de la eclosión del futurismo estudiaba en la Academia de Bellas Artes de Bolonia, su ciudad natal. Nunca la abandonaría (como Machado, fue un provinciano universal), haciendo vida de soltero en la casa familiar –un apartamento modesto, al fondo del cual estaba su pequeño estudio– acompañado de sus hermanas, también solteras, hasta su muerte en 1964. Excepción hecha de un par de cortas excursiones a Suiza, sólo viajó en el interior de Italia, yendo a Florencia para estudiar a los viejos maestros y a Roma y Venecia para ver también arte moderno. Es legendaria la historieta de que como estudiante sólo conocía a los impresionistas, y en especial a Cézanne, a través de opacas reproducciones en blanco y negro; después recordaría haber visto originales por primera vez en la Bienal de Venecia de 1910. Allí es inesperadamente seducido por Renoir, cuyo eco resuena nítidamente en el desleído empaste aéreo y sensual de unos jarrones de flores pintados treinta y cuarenta años después. En 1915 comienza su carrera pedagógica, enseñando dibujo en las escuelas, y a partir de 1930 en la clase de grabado –técnica que había aprendido solo– de la Accademia boloñesa. La modesta soledad de la vida de Morandi fue aún más severa que la de Cézanne y su ambición más rigurosa. El gran historiador del impresionismo, John Rewald, cuenta que en la visita que le hizo poco antes de su muerte lo que le llamó la atención fue que toda la ínfima cacharrería que puebla la obra de Morandi estaba cubierta de un polvo “denso, gris, aterciopelado, como una suave capa de fieltro”.
Esos cacharros, y el asentado polvo del tiempo que les daba trascendencia, son las manzanas cézannianas de Morandi.
El resultado no fue, como en el caso del francés, revolucionario, pero hay matices que vale la pena recoger. Como Cézanne con el impresionismo, Morandi se inició en contacto con la vanguardia de su tiempo. Se adhiere al futurismo en 1913-14 y participa en sus exposiciones, incluida la famosa “Prima esposizione libera futurista”, llamando la atención de Marinetti, que lo elogia. En un breve texto autobiográfico de 1928 dice que, insatisfecho con la formación que recibía en la Accademia, “oía con entusiasmo e interés la propuesta futurista de una demolición completa”. Después pasa por una breve etapa cubista, inspirado por un ensayo publicado en 1914 por un amigo, el historiador del arte Roberto Longhi (posteriormente sería implacable en la destrucción de muchos trabajos de este periodo). Finalmente en 1918 se une al movimiento Valori Plastici, cuya revista del mismo nombre llamaba a un “retorno al orden”; en él participan Carlo Carrà, Alberto Savinio y Giorgio de Chirico.
Con ellos se ensaya, a prudente distancia, en la Scuola Metafisica, y es con el grupo que expone por primera vez en el exterior. Varios de estos cuadros figuran en la actual exposición, con derecho a maniquíes y luz ominosa. Sus limpias superficies y nítidos volúmenes poco tienen que ver con el Morandi que nos interesa, aunque permiten adivinar la serena monumentalidad onírica que lo caracterizaría. Cuando recibe su primera consagración (patrocinado por Longhi) en la Bienal de Venecia de 1948, por su “periodo metafísico”, es un malentendido. Hacía mucho tiempo que Morandi se había curado de espantos en materia de vanguardias, como dice en las líneas autobiográficas de 1928: “comprendí la necesidad de abandonarme a mis instintos, olvidando al trabajar cualquier estilo preconcebido”.
Sin embargo, fue De Chirico –que, a pesar de sus payasadas, era tan inteligente y lúcido como su hermano, el gran escritor Alberto Savinio– quien mejor definiría, en 1922, el arte futuro de Morandi como “la metafísica de los objetos más comunes”, pues el pintor veía lo que a nosotros nos parece muerto “en su aspecto eterno”. Morandi, un hombrón de poca facundia, diría cuarenta años después en una conversación: “Sabemos que todo lo que podemos ver en el mundo objetivo, como seres humanos, nunca existe realmente como lo vemos y lo entendemos. La materia existe, claro, pero no tiene un significado intrínseco propio, como el significado que le atribuimos.” Peor que una pedantería, sería un error atribuirle a Morandi un intelectualismo que no poseía ni deseaba. Al mismo tiempo es difícil no ver el carácter meditativo, virtualmente filosófico del arte de Morandi en el contexto de la cultura europea de su época.
Con la sociedad de masas y sus consecuencias –que culminan con la violencia nihilista de los treinta años de la “guerra civil europea” de 1914-1945–, un sector reducido de la cultura humanista se dedicó a rescatar algunos elementos básicos, a recomenzar de cero, pero no para abolir el pasado sino para restituirlo. No es este el lugar para tratar el tema, pero un ejemplo puede iluminar la obra de Morandi como parte del esfuerzo por restablecer las relaciones del hombre con el mundo y redefinir la realidad. Cuando Francis Ponge publica en 1942 Le parti pris des choses, libro en el que trabajaba desde 1926, Bernard Groethuysen de la editorial Gallimard usa la frase “fenomenología poética” para discutir la obra, término que el propio Ponge termina por usar. La cuestión, por supuesto, flotaba en la atmósfera: Heidegger comienza sus cursos de 1935-36 preguntándose “¿qué es una cosa?”. Esa parece ser la pregunta que Morandi se hace, a solas y décadas al hilo, al enfrentar sus cacharros todos los días, siempre los mismos y siempre otros.
La tarea de limpieza y continuidad que es la larga y silenciosa obra de Morandi consiste en pensar a través de la pintura, con la pintura. Para eso le basta un breve repertorio de cosas –botellas, cafeteras, garrafas, escudillas, floreros, jarras, frecuentemente enjalbegadas para tornarlas opacas, y cubiertas de polvo– que organizaba pacientemente, filtrando y dirigiendo la luz que las iluminaba. Mientras el vocinglero moderno se debate, y frecuentemente se pierde, en las vertiginosas novedades, en los laberintos teóricos, o queda varado en el autismo de la originalidad total, Morandi ve las cosas sub specie aeternitatis. Las simples cosas (Diderot decía que “si no hay cosas, no hay estilo”), le permiten eximirse de la abstracción: “creo que nada puede ser tan abstracto, más irreal, que aquello que podemos ver”. La obra de Morandi es un estudio del ser, una lección de ontología.
Se puede añadir una interpretación histórica. Morandi, el Morandi que nos conmueve y hace pensar, es un pintor tardío, que se encuentra y se instala plenamente en sí mismo a la cincuentena. Pero sabemos que intuyó su trayectoria hacia los veinte años. Sus biógrafos señalan que sus lecturas juveniles incluyen un ensayo sobre la naturaleza muerta publicado en 1911, cuyo autor afirma que “es a través de la naturaleza muerta que la pintura revela su constitución, su esencia” (La Voce, junio de 1911). Y en la misma época uno de los mentores de Morandi, Ardengo Soffici, sostiene en un escrito que el objetivo del arte consiste en “concentrar el universo espiritual en las simples formas visibles de utensilios, flores o frutas”. Ambos apotegmas parecen prever y resumir el futuro estético de Morandi. También hacen eco (seguramente voluntario) del célebre programa de Cézanne –“Tratar a la naturaleza con el cilindro, la esfera, el cono”–, que puede transfigurarse en una simple manzana entre platos y jarrones.
La ortodoxia moderna hace del cubismo el heredero directo y natural de la experiencia de Cézanne, y del abstraccionismo la superación definitiva de ese periodo artístico. Otras interpretaciones son admisibles. Por ejemplo que la exuberante tribu moderna usó el pasmo causado por la mítica retrospectiva Cézanne de 1907 para conquistar terreno propio, que después abandonaría al dispersarse para seguir sus caminos individuales. Hay que recordar que los rumbos del arte moderno no siempre coinciden con los de la pintura moderna. De hecho, es sólo reciente y penosamente que esta última está siendo rescatada de bajo los escombros del primero. Esta tradición casi clandestina tiene uno de sus más puros representantes en Morandi y sus naturalezas muertas. Que no están tan muertas. De Chirico tuvo el ingenio y el don profético de traducir al italiano el término inglés para naturaleza muerta, “still life”, como “vita silente”. Ese es el atisbo metafísico –es decir, más allá de la presencia física– que nos ofrece el aparente quietismo de las siempre repetidas naturalezas muertas de Giorgio Morandi: la vida silenciosa que brilla latente en las innumerables y casi imperceptibles variaciones del ser. ~
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La obra de Morandi se expuso hasta diciembre pasado en el Museo Metropolitano de Nueva York y actualmente se exhibe en el Museo de Arte Moderno de Bolonia, del 22 de enero al 19 de abril de 2009.