De la serie de televisión Mad Men, una escena: varias mujeres en una oficina cuchichean. Un libro, ajado y bien vivido, cambia de manos. Más cuchicheos y risas nerviosas. Una de ellas lo hojea. Ese libro atrae a las personas incorrectas, dice una. Son los años cincuenta. El libro desaparece en una bolsa de mano.
Si hay noticia es que hace cincuenta años un juez decidió darle la espalda a las buenas conciencias y declarar que El amante de Lady Chatterley, la novela de D.H. Lawrence, debía distribuirse sin restricciones. Grove Press contra el Servicio Postal. Ganaron los primeros. Establecido, entonces: la libertad de expresión siempre podrá más que la obscenidad.
La máxima de entonces parecía ser: ciertas lecturas corrompen, la censura protege. Falsa la segunda parte de la cláusula y ahí está el aniversario del fallo para recordárnoslo. La primera, sin embargo, esconde algo más que una obviedad: hace medio siglo el lenguaje erizaba ciudadanos.
Las palabras parecían estar hechas de una materia distinta; el público confiaba y, por ello, había que mantener el lenguaje en el lado correcto del espíritu. El lenguaje se apresuraba a salirse por los márgenes pero una inclinación mustia, un miedo genuino, algo hacía que los lectores prefirieran detener ese torrente. Un algo ahora perdido. Por fortuna para las libertades. Por desgracia para las palabras.
De la querella entre el editor y el servicio de correo quedó eso: el necesario espaldarazo a la expresión libre y un empujón hacia una escritura insignificante. Disculpen la nostalgia pero, vista hoy, la palabra escrita hace cincuenta años parece tan desbocada, tan imponente. ~
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.