Ilustración: Jonathan López

El teatro como contrapeso. Conversación con Alberto Villarreal

Se aplaude al arte nacional. En sus diversas manifestaciones, parece vivir un buen momento. Cineastas que doman a la bestia hollywoodense; artistas que cotizan por millones. Del extranjero llegan los ecos de vítores y premios, y eso apacigua, enorgullece, tranquiliza. Por fortuna el escenario artístico nacional es mucho más amplio y diverso. Para iniciar el año 2014 pretendimos dar voz a esas expresiones diversas y variadas, dentro de cinco disciplinas. Organizamos cinco conversaciones con un cineasta, un colectivo de danza, un dramaturgo y director de teatro, una artista sonora y un curador. Sus opiniones sobre el estado de las cosas resultan reveladoras y refrescantes: ni todo es tan optimista, ni las críticas fáciles repercuten. Las cinco áreas son tan diversas y resisten a ser sintetizadas o resumidas: sus problemas son complejos y particulares. Entre ellas comparten, si acaso, una preocupación por la vitalidad, por el quehacer y por la crítica a través de la creación que resulta intemporal. ~
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Alberto Villarreal es dramaturgo y director de teatro. Se le podría definir como un ensayista que hace teatro posdramático y experimental. Sus puestas en escena son una búsqueda de formas poco tradicionales de narrar: de 2006 a 2009 dirigió sus desmontajes ensayísticos –Ensayo sobre la inmovilidad, Ensayo sobre la melancolía y Ensayo sobre débiles– y hacia el final del año pasado presentó El lado B de la materia. El teatro en México, piensa Villarreal, “vive una de sus mejores épocas”.

¿Podrías aventurar un diagnóstico del teatro en México a comienzos de 2014?

Erróneamente se ha intentado que el teatro imite a la política y a la economía aplicando su mismo sistema de valores: éxito, rentabilidad, reconocimiento, prestigio… Sin embargo, la naturaleza del teatro, en su accionar práctico y estético, es la desestabilización, solo con esto es que consigue vitalidad. El teatro tiene aún pendiente asumir su sentido de contrapeso, de contrafuerza, incluso en su forma de divertimento: la convocatoria de la risa o del placer mismo de vivir se oponen al sistema de forma radical. El teatro, entendido como agente de lucidez, debe ser un espacio que no responda al orden simbólico imperante sino que lo desajuste.

¿Cuál es la situación del teatro mexicano en un ejercicio de contraste con el teatro internacional?

Todavía pensamos que es mejor importar esquemas de producción o estéticas que desarrollar las nuestras. Sería necesario establecer un mapa de nuestras propias obsesiones. Pensamos poco en nuestra ubicación, en cómo es que funciona nuestro marco de impresiones artísticas y en las condiciones muy particulares de nuestras posibilidades de producción. Estamos en una teatralidad intermedia entre la que se realiza en Estados Unidos, modelo organizado y para nosotros ajeno, la de Sudamérica, que está en una situación política distinta, y los modelos europeos, que son un caso aparte.

La escena teatral mexicana contiene todo tipo de propuestas. Asistimos al fenómeno de la diversidad y, dentro de ello, México vive una de sus mejores épocas teatrales: primeros frutos de la internacionalización de algunos de sus creadores, varias generaciones en convivio –aunque en poco conflicto creativo– y temporadas exitosas de público. Hay intentos de voces personales, de diferenciación de estéticas. El problema es que se apela a valores de efectividad y no de contrapeso, de sabotaje a los valores que bloquean el imaginario colectivo. En ese punto, la cultura popular sigue dándonos profundas lecciones.

¿Qué rol desempeña el público dentro de este auge del teatro mexicano?

Hasta hace algunas décadas el teatro asumía que debía modificar la política y la sociedad y ahora la escena teatral está aceptando su naturaleza antiutilitaria, que no participa de la estructuración del poder ni de la manipulación ideológica de los públicos. El público en números y calidades era una obsesión, y ahora, sin la utopía de modificar teatralmente a la sociedad, se toma una vía, para mí, mucho más radical, que apela al trabajo sobre la conciencia, la relativización de lo real, del tejido subjetivo. Es un teatro más filosófico y que no está al servicio del público –entendido este como un consumidor al que hay que dar gusto en la lógica del mercado–, sino que lo concibe como un cómplice con el que se convive en una franca tensión vital. Esto no había acontecido antes, salvo en excepcionales montajes, y desde luego, se llega a este momento gracias a un proceso de generaciones. Creadores que se interesaron también en la gestión de mejores medios de producción, como Luis Mario Moncada, Mario Espinosa, David Olguín, Jaime Chabaud, entre otros, aportaron estrategias de internacionalización de financiamiento, de captaciones de nuevos públicos. El riesgo estético no es posible por capricho en sí, sino porque hay antecedentes que lo validan. Mi generación y las siguientes están en deuda con estos creadores.

¿Qué papel juega la participación del Estado en la producción teatral, los modos de subvención a los que nos enfrentamos, para bien o para mal, los que hacemos teatro en México?

Las instituciones son la clave para lo que está sucediendo y sin ellas no tendríamos esta libertad de creación y exploración, pero creo que hay unos puntos que valdría la pena pensar, pues aún se les da una función de “repartición de tierras”. Como política cultural las instituciones son las encargadas de administrar recursos, de establecer valores de legitimación. Se piensa sobre ellas con los mismos valores de desconfianza aplicados a las demás instituciones, y para el desarrollo de otra teatralidad deberíamos darles más bien una posición de direcciones artísticas y no administrativas. Para mí, el punto de partida sería poner en perspectiva el espacio simbólico, el que está debajo de la superficie, el que mueve las pasiones y las conversaciones a voz baja de los hacedores. En México no se accede a una infraestructura de acción por un ideario, o por una puesta en práctica del poder mismo, sino por “derecho de legitimidad”. Las instituciones cumplen esa función, y hay una legitimidad al estar con ellas y otra al estar en contra de ellas, pero al final ambas se convierten en una lucha contra la autoridad. Pensar nuestras instituciones fuera del orden simbólico imperante sería un proceso importante para que el teatro comenzara a ser otro referente de lo real posible. ~

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es dramaturga, docente y crítica de teatro. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-Fonca.


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