Enero de 1896, Acoma, Nuevo México
Un padre celebra misa en la pequeña iglesia de Acoma, en el país de los indios hopis de Nuevo México. Entre los asistentes se encuentra un visitante alemán, Aby Warburg, uno de los padres fundadores de la historia del arte, eminente especialista en el Renacimiento y vástago de una riquísima familia de banqueros instalada en ambos lados del Atlántico.
Warburg observa las pinturas murales de origen indio: “Durante la misa, los muros cubiertos de símbolos cosmológico-paganos me causaron una honda impresión”.1
En una fotografía que tomó el historiador se reconoce además “un motivo muy antiguo y universal para representar la generación, el crecimiento y la degeneración del movimiento de la naturaleza”.2 Otra fotografía muestra el interior de la iglesia: indias vestidas de negro, como campesinas de España, rezan ante un altar barroco atestado de estatuas de santos que se adivinan policromados.
Warburg no anduvo mucho camino antes de preguntarse por la transformación de las creencias indias o su “contaminación”.3 A cambio descubrió la existencia de un vínculo secreto entre la “cultura primitiva” de los indios y la civilización del Renacimiento. “Sin el estudio de su cultura primitiva, nunca habría tenido la posibilidad de dar un sustento más amplio a la psicología del Renacimiento”.4
Viajó a los Estados Unidos para asistir al casamiento de su hermano Paul con una de las hijas del banquero Loeb, pero, hastiado de la buena sociedad de la Costa Este, emprendió una exploración de “la América prehispánica y salvaje”, en una búsqueda comparativa de la eterna indianidad y la imaginación mítica.5 Y evidentemente las encontró. La distancia que había recorrido de Hamburgo a Nuevo México le parecía tan grande como la que separaba a su siglo del Renacimiento, aunque no ignoraba que la modernidad estaba dando a luz a los “fatídicos destructores de la noción de distancia”.6
Warburg no vaciló en hacer que se cruzaran los senderos de la antropología y la historia del arte. Hasta se convirtió en investigador de campo y trabajó con informantes indígenas, como Franz Boas —a quien conoció en Nueva York— y los especialistas de la Smithsonian Institution, que tan bien lo habían recibido en Washington. Warburg era un pionero y nunca dejó de serlo, al punto que todavía hoy sorprende el anacronismo de su proceder: estamos poco acostumbrados a tratar del mismo modo el pasado amerindio y el siglo XVI, y menos aún a buscar en el mundo indígena la clave para entender mejor el Renacimiento.
Un siglo después, no se puede evitar el deseo de retomar la investigación en el punto en que la abandonó Warburg, partiendo en esta ocasión de una serie de indicios que el historiador nos dejó sin querer: la fotografía del retablo barroco, las referencias en sus notas al parto “hispano-indio” y ese recorte del periódico Saint Louis Daily Globe, con fecha del 14 de diciembre de 1895, que relata la milagrosa aparición del esqueleto del santo patrón de la iglesia de Isleta. Todos estos detalles remiten abiertamente a algo distinto de “la América prehispánica y salvaje” y nos animan a preguntarnos si la intuición de Warburg no tenía también bases históricas, si el vínculo entre los indios y el Renacimiento no pasaba por otros caminos aparte de su imaginario, los polvorientos caminos del sur recorridos en otras épocas por los misioneros que partieron de México llevando un arte y una fe cuyos numerosos testimonios aún se conservan en esta región de los Estados Unidos. ¿Y si las “culturas primitivas” que Warburg creía observar eran culturas ya impregnadas de elementos europeos; y si eran culturas “mestizas”? Esto es lo que nos enseña la historia de Nuevo México, resultado de cuatro siglos de enfrentamientos entre invasores europeos y sociedades indígenas, donde se mezclaron colonización, resistencias y mestizajes.
En el viaje de Warburg al país de los hopis se palpa el interés por los mundos amerindios, la Italia del Renacimiento, la búsqueda en América de una clave para comprender a Europa, pero también despunta el contexto de la mundialización —una de cuyas figuras emblemáticas de finales del siglo xix es la familia Warburg— y la dificultad, que sigue siendo la nuestra, de “ver” los mestizajes; más aún, de analizarlos.
Con el triunfo de lo económico en su versión estadounidense —lo que Geminello Alvi llama el “siglo americano”7— o ante lo que más púdicamente se denomina mundialización o globalización,8 proliferan fenómenos que confunden nuestros puntos de referencia habituales: mezcla de las culturas del mundo, multiculturalismo, pliegues de identidad bajo formas que van de la defensa de las tradiciones locales a las expresiones más sanguinarias de la xenofobia y la purificación étnica.
A primera vista, las divisiones son claras. A la fragmentación del Estado-nación debilitado por el sistema global se opondría la reafirmación de las identidades étnicas, regionales o religiosas, como lo demuestran los movimientos de etnicización o de reidentificación que afectan a las poblaciones indígenas, minoritarias o inmigradas. Llegado el caso, el vínculo entre crisis local y globalización se reivindica expresamente, como en México, donde los zapatistas de Chiapas no dejan de proclamar su rechazo a la mundialización económica.
A menudo se asocian mestizajes, uniformización y mundialización. Con la aceleración de los intercambios comerciales y la transformación de cualquier objeto en mercancía,9 la economía-mundo habría desencadenado circulaciones incesantes que alimentan un melting-pot en adelante planetario. Las producciones mestizas o exóticas distribuidas por la World Culture constituirían una manifestación directa de la globalización, un filón sistemáticamente explotado por las industrias culturales masivas. Además, se avienen tanto a las tendencias New Age, que pretenden que todo es “fusión”, como al cosmopolitismo multicultural que ostentan las nuevas élites internacionales.10 Se tiende por lo tanto a oponer mestizajes e identidades: el mestizaje sería la extensión —calculada o experimentada— de la mundialización en el ámbito cultural, mientras que la defensa de las identidades se erigiría contra el nuevo Moloch universal.
En realidad el panorama es bastante más complejo. No todas las reivindicaciones de la identidad son formas de rechazo al nuevo orden mundial. Muchas reaccionan al desmantelamiento de un orden anterior, de tipo nacional, neocolonial o socialista, como se ve en las guerras yugoslavas. Por añadidura, muchos intereses sensibles a la cuestión de la identidad están lejos de ser adversarios del liberalismo triunfante y del Imperio Americano. La reciente indianofilia de Hollywood ha demostrado que la preocupación por respetar y exaltar al indio puede dar pingües ganancias a los productores, como Five Hundred Nations, el documental histórico realizado por Kevin Costner. Finalmente, nadie ignora que quienes aclaman la political correctness y los cultural studies cultivan la concepción de un mundo encasillado en comunidades herméticas y autoprotegidas a buen resguardo en los bastiones universitarios del Imperio Americano.11 En suma, a la imposición de una matriz universal, a la uniformización del mundo, al aplanamiento de la realidad reducida a la mercancía y a la abstracción de las redes financieras y los enlaces electrónicos les vendría a la perfección una pluralidad imaginaria, una ilusión de diversidad mantenida hacia y contra todo, e incluso tradiciones construidas o reconstruidas en todas sus piezas.
Por el contrario, mientras algunas mezclas siguen el juego del neoliberalismo, ofreciéndole nuevas fuentes de ganancias o debilitando las resistencias que puede encontrar, otras toman abiertamente la contraparte de la mundialización.
Es el caso de los mestizajes localizados que rebasan completamente a los rescates instrumentados por la World Culture. La mayoría de las invenciones sincréticas de los suburbios de Los Ángeles, de los barrios bajos de México o de Bombay escapan al rescate comercial y a la distribución mediática. ¿No es por esta razón que el público de Londres o de París sigue sin conocer los mejores productos del rock mexicano o ruso?
La mezcla de culturas comprende entonces fenómenos dispares y situaciones sumamente diversas que pueden inscribirse en el cauce de la globalización, o bien ocupar algunos márgenes que no se vigilan tan estrechamente. Pero este proceso —que a todas luces desborda las fronteras de lo cultural— nos lleva a otra pregunta tan evidente que a menudo acabamos por olvidarnos de hacerla: ¿mediante qué alquimia se mezclan las culturas?, ¿en qué condiciones?, ¿en qué circunstancias?, ¿según qué modalidades?, ¿a qué ritmo?
Estas interrogantes presuponen que las culturas son “mezclables”, lo que se sobreentiende si, siguiendo a Alfred L. Kroeber, se considera que todas las culturas “pueden mezclarse casi sin límites”;12 pero esto deja de ser tan evidente si se repasan las conclusiones a las que llegó Claude Lévi-Strauss en su seminario sobre la identidad: “entre dos culturas, entre dos especies vivas tan cercanas como se las quiera imaginar, existe siempre una separación diferencial y […] esta separación diferencial no puede salvarse”.13
Para considerar estos temas vale la pena tomar caminos desviados, tan alejados de la sociología de la cultura como de la antropología: se requiere abordar el asunto como historiador, pero como historiador convencido de que no podría confundirse la historia con el dictamen superficial de las cosas contemporáneas y del pasado inmediato, y apegándose a un periodo que mantiene relaciones particulares con el mundo contemporáneo. Si fuera mejor conocido, el siglo XVI de la expansión ibérica —que ni es el de San Bartolomé ni el de los castillos del Loira— nos impediría hablar de la mundialización como de una situación inédita y reciente. Los fenómenos de mezclas o de rechazo que actualmente observamos por doquier a escala global tampoco tienen la novedad que usualmente se les concede. Desde el Renacimiento, la expansión occidental no ha dejado de provocar mestizajes en todos los confines del mundo, así como reacciones de rechazo, como el repliegue de Japón sobre sí mismo a principios del siglo XVII, que es sólo el ejemplo más espectacular. Los primeros mestizajes de proyección planetaria surgen así ligados a las premisas de la globalización económica que se inició en la segunda mitad del siglo XVI, un siglo que —así se le vea desde Europa, desde América o desde Asia— fue, por excelencia, el siglo ibérico, igual que el nuestro se convirtió en el siglo americano.14
Este retorno hacia atrás es sólo un modo de hablar del presente, pues el estudio de los mestizajes de ayer hace surgir una serie de interrogantes que siguen siendo actuales. He aquí unas pocas planteadas al azar: ¿Experimentan las mezclas desencadenadas por la expansión occidental una reacción a la dominación europea? ¿O son una repercusión ineludible de ésta, tal vez incluso una manera astuta de arraigar nuestras formas de ser entre las poblaciones sometidas? ¿Hasta qué punto puede una sociedad occidental tolerar la explosiva proliferación de expresiones híbridas? ¿En qué momento intenta obstaculizarlas, a qué precio logra controlar el fenómeno y tomarlo como base de su supremacía? ¿Qué sentido, qué límites y qué trampas encierra la metáfora tan cómoda de la mezcla? En fin, ¿cómo se desarrolla, si se admite que existe, el pensamiento mestizo?
Para abordar estas cuestiones y remontarse en el tiempo, hay que preguntarse sobre los obstáculos que entorpecen nuestra comprensión de los mestizajes. Algunos son propios de la experiencia común, otros se derivan de hábitos intelectuales y del automatismo en el pensamiento, del que tanto cuesta a veces deshacerse en las ciencias sociales. –— Traducción de Rossana Reyes
1Aby WarburgIl rituale del serpenteMilán, Aldephi,1999,p.25.
2Philippe-Alain Michaud,Aby Warburg et l´image en mouvement, París, Macula, 1998, p.196.
3Warburg,1998, p.13.
4Michaud, 1998, p.183.
5Ibidem pp.187, 222
6Ibidemp.223
7Geminello Alvi,Il secolo americano, Milán, Adelphi, 1996
8Néstor García Canclini, en Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización, Grijalbo, México, insiste en que el hecho de que la globalización cultural no es más que una americanización de la cultura.
9La estetización generalizada que analizóRemo Guidieri es otra expresión de este proceso de uniformización (Chronique du neutre et de l´aureole. Sur le musée et les fétiches, Paris, La Différence,1992).
10Este nuevo cosmopolitismo estaría formado por la combinación de rasgos locales integrados a la identidad cosmopolita. Se expresaría a través de las nociones de hibridación y criollización que se presentaría como identidades globales generalizadas. Sobre éste punto, véanse las reflexiones de Jonathan Friedman, “Global Crisis, the Struggle for Cultural Identity and Intellectual Pork-Barrelling: Cosmopolitans, Nationals and Locals in an Era of Dehegemonization”, en P. Werbner (ed.), Debating Cultural Hybridity, Londres, Zed Press, 1997.
11Muchas universidades de los Estados Unidos, prestigiosas o no, repiten hasta la saciedad los viejos mapas tercermundistas, aprovechando sus todopoderosas imprentas y redes. En cuanto a la retórica del culturalismo, la diferencia o la auteticidad cultural, al convertirse en lo que mejor se comparte en el mundo, contribuye de manera insidiosa y paradójica a uniformizar discursos que, por el contrario, pretenden defender especificidades irreductibles.
12Alfred L. Kroeber, Culture Patterns and Processes, Nueva York y Londres, First Harbinger Books, 1963, p.69.
13Seminario dirigido por Claude Levi-Strauss, L´Identité, Paris, P.U.F., 1977, p.322.
14El establecimiento de enlaces marítimos regulares entre Europa y Asia, vía África o América, la circulación planetaria de los metales preciosos, las consecuencias de la demanda china de plata en la economía del imperio hispano-portugués invitan a ubicar entre 1570 y 1640 el establecimiento de esta primer economía mundial. Sobre la cuestión del oro y la plata véanse, entre otros D.O. Flynn y A. Giráldez, “China and the Spanish Empire”, Revista de Historia Económicat.XIV, primavera-verano de 1996-2, pp. 318-324.