En las exposiciones de arte contemporáneo suelen presenciarse las reacciones más diversas. Quizás –o eso sería lo deseable– haya tantas reacciones como espectadores, aunque en definitiva creo que esas reacciones pueden agruparse en actitudes más o menos identificables.
Por un lado está la sorpresa auténtica, la rotunda incomprensión de qué hace ese conjunto de objetos en esa sala tan elegante. Esta reacción, de extrañeza, comprende un cierto tipo de experiencia estética. Después están los diletantes, entre los cuales puede haber tanto pedantería como disposición al hallazgo (no es sensato suponer que conspiran todos en aras de una estafa que dura ya cien años); estos suelen descalificar lo contemplado basándose en criterios puramente subjetivos: les gusta o no les gusta. También están los espectadores críticos, que bien pueden echar mano del sentido común y de experiencias previas para descartar, argumentando, tal o cual pieza, tal o cual artista, tal o cual corriente.
Hay, en fin, muchas variantes y casos específicos. Con todos puedo llegar a experimentar cierto grado de empatía (me han desconcertado las cosas que veo expuestas como arte, he vestido el bluff más lustroso de la sala, me he quedado indiferente y, en muchos casos, me emocioné y lo contemplado cambió mi forma de entender las cosas), con todos menos con una especie de espectador que no llamo “negacionista” por no frivolizar con el término, aunque le quedaría al dedillo: aquel que accede a la sala con los prejuicios tendidos ante la mirada, el que ha decidido de antemano que el arte contemporáneo (todo el arte contemporáneo) es una misma tomadura de pelo, sin matices, de la cual pudo librarse por virtud de su intelecto. ~
(México DF, 1984) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La máquina autobiográfica (Bonobos, 2012).