Guerra y primavera

Aร‘ADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

El día que empezó la anunciada guerra con Yugoslavia, en la clase de cuarto curso de periodismo de la universidad más grande de Madrid (y de España) había dos periódicos; los estudiantes no debían considerar que el asunto fuese con ellos. Varias semanas después, tras el insólito silencio de la abrumadora mayoría de los intelectuales españoles respecto a esa guerra a una hora y media de distancia, en la que España participaba activamente, esa cifra escasa no podía considerarse como un hecho aislado sino más bien como un símbolo, o una profecía. O si se prefiere, como un nuevo indicio para una intuición inquietante: el aislamiento, pasividad y ausencia siquiera de curiosidad de la moderna cultura española por todo aquello que no la confirme en una agradable autocomplacencia.
     Bien es verdad que la guerra en los Balcanes tenía que competir con sólidos rivales: la primavera más primaveral en muchos años, con récord de visitantes en la nieve, playas y procesiones de Semana Santa; índices macroeconómicos que permiten al español medio soñar con ser tan rico como un alemán en un plazo no lejano; el final de una liga de futbol con más horas de televisión que nunca… Quizá todo se pueda resumir en un dato que no hace treinta años hubiese parecido de ciencia ficción: la talla media del español varón, 1,76, es una de las más altas de Europa occidental.
     Un hecho se mantenía sin embargo impermeable al optimismo oficial: mientras en España batía este esplendor de primavera, en toda Europa —basta con consultar prensa, Internet o antenas parabólicas— intelectuales de toda condición tomaban parte en el gran debate a favor o en contra de la guerra (que no es eso de lo que se discute), como siempre han hecho y de acuerdo con las obligaciones de su sueldo. Pues ¿para qué sirve un intelectual sino para pensar sobre las cosas que realmente importan?
     Llegados a este punto siempre habrá quien esgrima la doble página de algún periódico dominical, programa de televisión de madrugada o pequeño manifiesto firmado por media docena de escritores (con un ansia por salir en la foto un poco demasiado visible) para demostrar que en modo alguno se puede afirmar que España está aislada: nunca —añadirá—, nunca los españoles salieron tanto al exterior, aprendieron tantos idiomas, se solidarizaron tanto y con tanto dinero con las grandes desgracias naturales de la humanidad, fueron tantas veces candidatos al Oscar a la mejor película extranjera y ganaron tantos campeonatos internacionales de tenis, futbol, coches, ópera y hasta ballet. Lo cual es cierto. Pero ¿significa eso no estar aislado?
     Entretanto, los millones de turistas que en Semana Santa visitaron las grandes ciudades, sustituyendo a quienes visitaban las suyas en el descomunal carrusel en que se han convertido estas megaefemérides del turismo, tuvieron la posibilidad de ver en el Museo Reina Sofía de Madrid una exposición de las fotos de la Guerra Civil Española tomadas por Robert Capa, leyenda mayor de la fotografía de guerra y del periodismo entendido como la exploración de la vida y la poesía en sus situaciones límite. Pues bien: lo extraordinario de esas fotos, esos días, en ese lugar (un amplio y algo lúgubre espacio que alguna vez fue un hospital de malditos) es que parecían copias en blanco y negro de las imágenes que retransmitía esas semanas la televisión, esto es, los eternos desplazados por las trampas de la historia: ancianos, mujeres y niños con las miradas, los llantos y los inseguros bultos en que desde siempre reconocemos lo azaroso y endeble de nuestra condición y qué frágil es el suelo que nos sostiene. Estos españoles retratados por Capa eran como albanokosovares hasta en los pañuelos de las mujeres y los pronunciados pómulos de los abuelos, pero no era eso lo significativo, sino las frases que, en las paredes, evocaban la admiración y el respeto por los extranjeros que se habían tomado tan a pecho la guerra de España que no pocos fueron a morir en ella.
     Además del sol, las playas y los toros, la primavera tiene en España otro grave inconveniente para la actividad intelectual y el interés por lo que pasa fuera, y es que, compitiendo con la Navidad, es alta temporada en literatura. Quiere decirse que es cuando se lanzan los libros de éxito seguro, se fallan algunos de los principales premios, se hace entrega del Cervantes (“el Nobel español”, que dice todo el mundo), el rey ofrece una recepción a los escritores, se lee el Quijote en una maratón que es una especie de examen de lectura de los políticos, se presentan dos o tres libros al día, se especula en la Bolsa literaria con adelantos a ciertos escritores que parecen sueldos de futbolista y se prepara todo para la Feria del Libro de Madrid, quizá la más grande, también, del mundo: cerca de quinientas casetas vendiendo todas al mismo tiempo los éxitos de la temporada, que casualmente son todos españoles. Así las cosas, cómo interesarse por algo más. ¿Hay algo más? –

+ posts

Pedro Sorela es periodista.


    ×

    Selecciona el paรญs o regiรณn donde quieres recibir tu revista: