La dolorosa desaparición física de Jorge Eduardo Eielson, ocurrida el 8 de marzo en Milán, es una enorme pérdida para la poesía y el arte en sus más variadas manifestaciones, no sólo para el Perú, sino para toda América Latina y aun para Europa, a cuya vida cultural estuvo tan ligado por más de medio siglo. Como si eso fuese poco, el hecho significa además el fin de una rica aventura intelectual y espiritual que pasó por muchas fases, absorbió numerosos influjos y los procesó de un modo muy personal y creador; es decir, entabló un infinito diálogo estético con el arte del pasado y del presente, del Perú y del mundo, y lo hizo además –lo que es digno de admiración– con una modestia y una serenidad interior muy poco frecuentes.
A pesar de eso, no muchos están familiarizados con su obra porque Eielson es un caso muy singular y paradójico. Entre los poetas hispanoamericanos del siglo xx, puede considerársele como uno de los más prolíficos, pero su obra ha tenido una difusión tan reducida que apenas si supera un nivel marginal, por lo menos hasta años recientes. Aunque el autor ha pasado la mayor parte de su vida en Europa (París, Roma, Ginebra, Cerdeña, Milán) y fue siempre un modelo del espíritu moderno y cosmopolita, permaneció fiel a las formas míticas de origen precolombino que constituyen el verdadero horizonte de su imaginación. Asimismo, es muy significativo que, siendo el heredero más cabal e innovador del legado “histórico” de la vanguardia por su indeclinable voluntad experimentadora, lo haya hecho a su modo y por cuenta propia, sin afiliarse –salvo al principio y muy ocasionalmente– a ningún grupo o movimiento. A través de las metamorfosis de su producción, mantuvo la misma radical disidencia estética frente a todo.
Su obra es múltiple y hace de él un creador completo, pues abarca prácticamente todos los campos de la actividad artística: poesía, novela, teatro, crítica, ensayo, crónica, pintura, escultura, instalaciones, performances, “acciones” y otras expresiones o gestos estéticos difíciles de clasificar. La facilidad y la rara destreza con las que Eielson pasaba de uno a otro campo y los enriquecía mutuamente lo califican como un verdadero paradigma de la integración de las artes. Usó el lenguaje escrito, el oral, el visual o el gestual como simples facetas de un mismo impulso que parece surgir de una especie de estado de gracia poético que tiene cualidades proteicas: todo es arte, todo es poesía. Seguramente por eso tituló Poesía escrita (Lima, 1976; México, 1989; Bogotá, 1998) su primera gran recopilación, lo que irónicamente subrayaba que la poesía se escribe, se pinta, se representa, se dice, se piensa y, sobre todo, se vive como un supremo acto de transformación de la vida tal como nos es dada.
Sus libros, sus telas y sus actos muestran, además, la huella que le han dejado el budismo zen, la música (de la clásica al jazz y la electrónica), la física cuántica, la nueva biología y otras disciplinas, lo que prueba su insaciable voracidad intelectual. Eielson nunca reconoció géneros ni límites de ninguna especie, porque no seguía otras reglas que el riesgo calculado, la exploración constante y la búsqueda obsesiva de la huidiza perfección. Por eso hay que tomar el título Arte poética (Lima, 2005), su más amplia y reciente recopilación, en el doble sentido de contener el arte de un poeta y la poesía de un artista, ambos regidos por una misma poética.
Eielson pertenece al importante grupo peruano llamado “la generación del 50”, del que también forman parte Javier Sologuren, Carlos Germán Belli, Blanca Varela y otros. Aunque compartió con ellos aventuras juveniles y sus inicios literarios, pronto se alejó físicamente del Perú (llega a Europa en 1948) y realizó la mayor parte de su obra desligado de esa generación. Es posible suponer que ese hecho haya favorecido dos rasgos clave de su evolución: la marginalidad y la radicalidad estéticas de su mundo imaginario. Tempranamente supo asumir el arte como la vía suprema para dar la más alta dignidad a la vida; el título de uno de sus libros suena como un lema: Vivir es una obra maestra (2003). Tanto su obra poética como la visual giran alrededor de ciertas imágenes que encarnan el permanente dilema entre la conciencia de la caducidad y la aspiración de alcanzar lo que está siempre más allá. Las grandes líneas de su periplo muestran que, en términos generales, ha evolucionado de un lenguaje suntuoso y cargado de emblemas prestigiosos hacia un intenso despojamiento formal y una gran austeridad conceptual que tocan los límites mismos de la palabra y la inercia nihilista. Pero la verdad es que el conjunto de su obra revela que el autor no avanza ni retrocede, sino que se transforma a través de ciclos o series recurrentes. En cada fase Eielson repasa, amplía y renueva lo ya intentado para lanzarse a nuevas experiencias; son series abiertas como una espiral, siempre en proceso.
Su producción puede considerarse un vasto arco que –dejando de lado obras que fueron conocidas a destiempo– comienza con el célebre Reinos (1945), la separata que es hoy un objeto de culto por la incomparable perfección verbal y el altísimo refinamiento imaginal que ya mostraba un poeta que, cuando lo escribió, tenía veintiún años o menos. Eielson se fue apartando de esa poesía que era una pasmosa síntesis de toda la tradición clásica, moderna y contemporánea, con nítidos acentos de Rilke y Rimbaud, tan rápida como decisivamente, pues ya a partir de Doble diamante (1947), pero sobre todo desde Tema y variaciones (1950), su primer conjunto escrito en Europa, es otro poeta. Y luego será otros más, muy distintos entre sí, para seguir siendo fiel a sí mismo y a su constante búsqueda de nuevas y arriesgadas aventuras creadoras.
Lo mismo ocurre con su producción plástica, que acompaña la literaria desde el comienzo, y que pasa del inicial influjo de la vanguardia a las formas asociadas con el Pop Art norteamericano, el Arte povera italiano y otras estéticas que subrayan lo “matérico” –los objetos reales mismos en vez de su representación–, pero moviéndose siempre en círculos y buscando inspiración en los iconos ancestrales que provienen de las culturas del antiguo Perú, sobre todo el de su arte textil y los “quipus” incaicos. A lo largo de varias décadas hizo incontables versiones y variantes de esos “nudos” que le permitían jugar con los elementos de tensión, color, volumen y textura. Eielson llegó a establecer una asombrosa conexión entre el diseño hexagonal de las redes de las remotas culturas de la costa con el del código genético establecido por la nueva biología, lo que confirmaba su noción de que lo viejo y lo nuevo, el arte y la ciencia, formaban parte de un mismo movimiento de búsqueda en el que él se comprometió a través de lo que puede llamarse “poesía cósmica”: un esfuerzo por tocar ese punto inalcanzable en el que todo se funde en un solo acto creador fuera de los límites y las contingencias.
Ésa es la gran visión que nos ha dejado Eielson, auténtico talento con vocación universal, tan europeo como peruano, y tan notable por la audacia de sus proyectos como por su sencillez personal. Su legado es, pues, de sustancial importancia para todos.~
(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.