Los trabajos del mar, de José Emilio Pacheco

Con motivo del décimo aniversario de la muerte de José Emilio Pacheco, recuperamos una reseña de su libro "Los trabajos del mar", en la que José Miguel Oviedo revisa su obra poética hasta entonces. La nota fue publicada en el número 89 de Vuelta en abril de 1984. Esta sección ofrece un rescate mensual de la revista dirigida por Octavio Paz.
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José Emilio Pacheco es un agudo y hondo poeta del tiempo, de esa conciencia de vivir mientras nos desmoronamos en la nada. Varios títulos de sus libros son formulaciones de esa resignada certeza: No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Irás y no volverás (1973), Tarde o temprano (obra poética reunida, 1980). Es una vivencia central a través de la cual Pacheco recoge el sentido (o sinsentido) de la existencia, y se condensa en un símbolo muy frecuente en su poesía: la imagen del mar –movimiento incesante en el que vida y muerte se alternan circularmente. En un poema de Islas a la deriva (1976), Pacheco escribe:

Y cada ola quisiera ser la última
 quedarse congelada
  en la boca de sal y arena
   que mudamente
    le está diciendo siempre:
     Adelante

Ese tema y ese símbolo están presentes en su último libro, Los trabajos del mar. Integrados a otros –algunos conocidos, algunos nuevos–, crean el efecto de una dicción ya familiar en el oído del lector al mismo tiempo que le dejan percibir ciertas variantes en el tono, ciertas insistencias o prolongaciones de líneas antes apenas esbozadas, cierta acritud donde antes dominaba el humor. Los cambios en su obra suelen ser discretos: sutiles desplazamientos de acentos emotivos, concentraciones de imágenes cuya presencia era esporádica. Uno percibe las diferencias a través de las semejanzas.

La poesía de Pacheco quiere (y logra) ser sobre todo una voz, un modo constante de decir cosas varias, incluso reconocible cuando se enmascara en las voces de los otros, a través de las cuales se distancia de sí mismo y reflexiona sobre la tradición en la que se inscribe su obra poética: voz formada de muchas voces, pero personalísima y plausible en su filosófica reconsideración de visiones ya conocidas. Uno abre el libro en cualquier página y se encuentra de pleno con el eco lento y sobrio de esa voz, casi invariable desde por lo menos la época de No me preguntes…:

Lo que dice la arena al mar es acaso:
–No te serenes nunca. Tu belleza
es tu absoluto desconsuelo.
Si alguna vez
encontraras sosiego perderías
tu condición de mar.
Si te calmas
dejará de fluir el tiempo.

(“Costas que no son mías”)

La crisis mexicana del presente es otro motivo que da su tono peculiar al libro. La amargura de la poesía de Pacheco se ha hecho más corrosiva e insondable: el poeta cobra conciencia de que vive tiempos de apocalipsis: la historia, con su ilusión de grandeza, ha pasado sobre México y ha dejado un país arrasado por la codicia de los poderosos y el hambre de los humillados. Las dos últimas secciones son de una acritud sin pausa, que suele vincularse con el pesimismo de su denuncia ecológica: todo, desde el poder hasta los árboles, se corrompe en “la innoble y letal colonia / penitenciaria / que hasta hace poco llamamos / Ciudad de México” (“Paseo de la Reforma”), en “esta inmensa zona de desastre que es todo México / (donde) nosotros somos los cadáveres” (“Elegía… para Efraín Huerta”). Es significativo que algunos de los textos más punzantes y testimoniales de la revulsión moral que le provoca la situación mexicana sean textos que hablan de la realidad inmediata a través de un recurso de trasposición, frecuente en él, que da a la visión crítica una perspectiva o encuadre histórico que ayuda a comprenderlo mejor. México es aludido en la hecatombe de Pompeya (“Strada dell’Abbondanza”), en la voz del anónimo cronista mexica (“Crónica mexicáyotl”), en la decadencia de Roma fustigada por Juvenal (“Imitación de Juvenal”).

¿Qué poeta puede hoy conciliar, sin sacrificar sus perfiles propios, la poesía oriental, el epigrama grecolatino, la lección de Cavafis y la poesía norteamericana (especialmente de los “objetivistas”, como Kenneth Rexroth y otros)? Pocos, sin duda. Y pocos también han sabido encontrar en ellos las vetas que explora la obra de Pacheco: la filosófica sentenciosidad, la potente concisión, la crítica de la historia y la civilización contemporáneas, el arte de registrar el mundo real con una palabra directa y escueta. En “Prosa de la calavera”, la voz de la muerte dice que “todo es efímero y jamás se repite”. Esta poesía establece para esos términos otra relación: nada es efímero porque todo se repite. ~

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(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.


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