La agenda de la mujer doble

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Como es bien sabido, la realidad imita a la literatura. Este pasado mes de agosto pude comprobarlo con toda claridad cuando recibí la visita de mi amiga Annie Fourier, que me involucró en una historia que parecía salida de una de las novelas de pared de Sophie Calle y, por tanto, parecía emparentada con el mundo de Paul Auster.
     Todo empezó cuando escribí, cumpliendo con una vieja costumbre mía, un artículo contra el mes de agosto. En ese artículo se me fue la mano, en años anteriores había sido yo más prudente. Esta vez arremetí con una dureza absoluta contra el campo y contra la playa. Escribí, por ejemplo: "¿Qué es la playa? La playa es estar quieto al sol cuando el sol aprieta y la arena está ardiendo yexponerse al maravilloso peligro deexplotar como una bomba". Tras decir cosas de este estilo acababa explicando que estaba pasando agosto encerrado en total soledad en mi casa, sin comer apenas, sin leer, casi sin moverme, riendo cada quince minutos de todos aquellos que se estaban quemando los pies enla playa o se estaban sentando en unpaisaje bucólico sobre una gran cagada de vaca.
     Quiso la vida que mi amiga Annie Fourier leyera mi diatriba contra el agosto. Annie, que acababa de llegar a Barcelona para pasar unos días de vacaciones, se sintió moralmente obligada a interrumpir mi radical aislamiento en casa y hablarme de opciones más sensatas para atravesar con felicidad el duro mes de agosto. Me llamó por teléfono y me anunció que iba a visitarme. Ya en casa, no dudo que guiada por su buena voluntad, me sugirió que, si quería estar entretenido de verdad en agosto, robara una agenda.
     Quedé un tanto extrañado. Le ofrecí un té de menta con hielo, levemente sazonado con ajenjo. Lo aceptó encantada y, tras pasar revista a las virtudes del ajenjo, me explicó por qué me recomendaba que robara una agenda. El día anterior, poco después de llegar a la ciudad, había encontrado en un taxi la agenda que alguien acababa de perder, y de pronto se le había ocurrido indagar cosas sobre la vida de esa persona, llamar a los amigos de ésta y reconstruir, a partir de las llamadas, su figura, esdecir, intentar componer el retrato de alguien desconocido.
     "Pero no acabo de decidirme a pasar a la acción", me dijo, "y es que el asunto es más complicado de lo que debes estar pensando que es. Mira: paraempezar, la agenda es de 1979, casi del año en que nací. ¿No es esto ya unpoco raro?"
     Pero lo más raro de todo no era la antigüedad de la agenda. Lo más extraño era que, junto a las direcciones que María Alomar —la propietaria de la agenda— escribió con tinta roja nada más comprarla en 1979, había otrasescritas con caligrafía muy distinta y con tinta azul o lápiz y que delataban que una segunda persona —de letra cuyo trazo era también femenino— había estado utilizando esa agenda desde muy poco después de que en 1979 María Alomar la hubiera estrenado.
     Si los teléfonos escritos con tinta roja correspondían en un cien por ciento a direcciones que tenían nombre y apellidos mallorquines, los de caligrafíadistinta pertenecían a personas deCasablanca o de Barcelona, también en un cien por ciento.
     Annie me dijo que no se atrevía a componer el retrato de la desconocida, entre otras cosas porque no sabía por dónde empezar. Le dije que era obvio que debía empezar preguntando por María Alomar, puesto que el nombre de la segunda propietaria de la agenda no lo tenía. Entonces Annie me dijo que tenía miedo de llamar a algún ser querido de María Alomar y que éste le dijera que hacía años que aquella mujer estaba muerta.
     Le propuse a Annie un juego algo perverso. Llamar a Casablanca ypreguntar por María Alomar. "A ver que pasa", dije.
     También esto le daba miedo aAnnie. Nos quedamos un largo rato en silencio. Le propuse que me regalara la agenda. Me la regaló. Seguimos tomando el té de menta con hielo y, al caer la tarde, tras haber hablado de otras cosas, Annie se fue. Creo que se fue muycontenta de haberme regalado unainsensata idea para atravesar con diversión el agosto de Barcelona.
     Al día siguiente, nada más despertarme, llamé a una dirección de Casablanca y pregunté por María Alomar. Al otro lado del teléfono, la mujer que me contestó me dijo con toda naturalidad que hacía sólo unas horas que María Alomar había vuelto a Barcelona. Y añadió: "¿Quién pregunta por ella?"
     Colgué aterrado. No he sido capaz desde entonces de dar un solo paso más en la investigación. –

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