Soldados en el desfile del 4 de febrero en Caracas.

La invención del pasado

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Para celebrar los veinte años del intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, el gobierno de Hugo Chávez organizó un fastuoso desfile militar. No podía ser de otra manera. Cualquier espectáculo es, en sí mismo, una definición. En Venezuela, hay todavía quien cree que una marcha de gente con uniforme y con armas es una alegría, una fiesta impresionante.

Al momento de pedir permiso para iniciar el desfile, el general Clíver Alcalá, montado en un tanque de guerra, le anunció al comandante en jefe de la Revolución que en el acto participarían 12,400 “compatriotas revolucionarios, socialistas, antiimperialistas y chavistas”. Sin duda, no se trataba de una improvisación. Esa frase, que ubicaba a la Fuerza Armada Nacional en el bando político del presidente, era también parte del espectáculo. Se articulaba de manera perfecta con el discurso, cada vez más beligerante y militarista, que va construyendo –hacia adelante y hacia atrás– una nueva cultura oficial en Venezuela.

Primero fue un “golpe de Estado”. Luego una “rebelión”. Más tarde se convirtió en el Día de la Dignidad. Ahora, veinte años después, el 4 de febrero es una fecha patria, un suceso histórico: La Revolución de Febrero. En mayúsculas y con himnos, con aires de epopeya nacional. El mismo día, el mismo suceso, ha ido transformándose con el paso de los años. La memoria del poder es adicta a la cirugía plástica. Usa bótox y colágeno. No quiere una sola arruga en su historia.

La burocracia bolivariana constituyó una Comisión Presidencial para la Organización de las Actividades y Actos Conmemorativos del Vigésimo Aniversario de la Rebelión Cívico-Militar del 4 de Febrero de 1992. La actividad cultural también fue convocada al festejo: concursos, con buenos premios en metálico, en las categorías de “Arte Popular”, “Estatuaria”, “Crónica”, “Poesía, Décimas y Coplas”, “Fotografía”… con un único tema, por supuesto. Las obras presentadas debían estar referidas, ensalzar y destacar el “proceso histórico” relacionado con “la rebelión del 4 de febrero de 1992”. La citada Comisión Presidencial aclaraba, por no dejar, que se trataba de una conmemoración enrumbada hacia la Misión 7 de Octubre, día fijado para las próximas elecciones presidenciales: una manera de enfrentar al enemigo porque “todo el aparato ideológico del capital actúa para borrar la memoria y deformar el recuerdo”.

La frase es extraordinaria. Más que una frase es un espejo. Porque cualquiera podría haber denunciado lo mismo: todo el aparato ideológico del gobierno actuaba para borrar la memoria y deformar el recuerdo. Lamentablemente, la experiencia del intento de golpe de Estado en el año 2002 está todavía fresca. ¿Por qué el 4 de febrero es ahora una fiesta revolucionaria y el 11 de abril un indignante intento terrorista? No hay forma de justificarlo, a menos que se acuda a la obviedad de entender que los militares que dieron el golpe del 92 están ahora en el poder y controlan el país. Los dos actos, objetivamente, extendidos bajo la luz de un quirófano, son demasiado parecidos. Sus justificaciones son distintas pero, fácticamente, trataron de hacer lo mismo: derrocar por la fuerza, desconociendo las leyes y traicionando a las instituciones, a un gobierno legalmente constituido.

Quien se asome a las propuestas y a los postulados teóricos de los golpistas de 1992, quizá se quede sorprendido. No hay una sola mención a Fidel Castro. No hay ni siquiera un tono que suene demasiado a izquierda, a proyecto de cambio, tal y como hoy nos lo quieren vender. La idea de la revolución es una ficción que viene después, que nace desde el poder y se expande hacia el pasado y hacia el futuro. Esa es su naturaleza: quiere ser eterna.

El 4 de febrero de 1992 hubo un intento de golpe de Estado, un fracaso militar. Un poco después, el propio Hugo Chávez confesó que ese día se sentía “desmoronado, derrotado”, pensaba que había “puesto la torta del siglo”, que se había rendido y encima había llamado a todos sus compañeros a rendirse. Pero, en ese mismo día, también tuvo un triunfo mediático, un instante que, a la postre, impulsaría su futura carrera política. El 4 de febrero es, en realidad, un día de rating, de hechizo televisivo. Tal vez sería mejor que la Comisión Presidencial hablara más bien de la conmemoración del vigésimo aniversario del lanzamiento mediático de Hugo Chávez. Eso sería mucho más honesto, más justo. ¡Dos décadas de trayectoria! ¡Vamos todos al estadio! ¡Celebremos juntos un gran show nacional! ¡Con la participación de grandes artistas nacionales internacionales, Hugo Chávez repetirá su famoso éxito de hace veinte años!

Porque la pretensión heroica sobra. Porque la épica guerrera está de más. Como en la mayoría de las intentonas, el golpe de Estado del 92 también tuvo mucho de cobardía y de deslealtad. No es un secreto. El mismo Chávez se lo dijo, hace años, a Marta Harnecker: la mayoría de los soldados que participaron en el golpe “no sabían nada”, fueron llevados a la guerra con mentiras. Los utilizaron para conspirar contra el Estado, sin decirles de qué se trataba. Arriesgaron sus vidas bajo engaño. Murieron 35.

Desde el poder, desesperadamente, Hugo Chávez sigue intentando obtener lo que tanto le hace falta: una épica. En estos días, su gobierno se dedica más a mejorar su pasado que el presente de todos los venezolanos. ~

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(Caracas, 1960) es narrador, poeta y guionista de televisión. La novela Rating es su libro más reciente (Anagrama, 2011).


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