La religión del fracaso

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El imperio yanqui ha exportado a todo el planeta la comida rápida, el cine de acción, la cocacola, el rock, la cultura del automóvil, el sexo seguro, pero no ha podido imponer al resto del mundo la costumbre de dividir a los hombres en triunfadores y fracasados. Por más penetración que tengan los manuales de superación personal y los libros de autoayuda, fuera de Estados Unidos los publicistas de la mentalidad triunfadora han fracasado en su empeño por darle al éxito una dimensión ética. Japón tiene los índices de productividad más altos del mundo, pero el móvil del trabajador japonés no es el deseo de triunfo, sino un sentido casi patológico del deber. Aunque la competencia laboral en Europa sea tan feroz como en Norteamérica, los europeos rechazan el culto del éxito por razones humanitarias y estéticas. En América Latina, donde la pobreza obliga a estrechar las relaciones comunitarias, el imperativo de subsistir se sobrepone a cualquier ambición personal. Para triunfar o fracasar es preciso haber tenido expectativas de bienestar y en las maltrechas economías del subdesarrollo, con salarios castigados a niveles de hambruna, sólo el narcotráfico y la prostitución pueden ofrecerlas. Por consecuencia, entre nosotros el éxito es una posibilidad tan remota que sólo puede seducir a los jugadores de futbol y a las estrellitas de la farándula.
     La falta de ambiciones provocada por la escasez de oportunidades perpetúa el estancamiento económico, pero tiene un efecto psicológico relajante. Para ejemplificarlo basta comparar la conducta de los teporochos mexicanos y los bums de Estados Unidos. Salvo raras excepciones, los vagabundos de las grandes ciudades norteamericanas parecen avergonzados de serlo y entre sus andrajos conservan una prenda en buen estado, como si quisieran aferrarse a su último vínculo con el establishment. Son hombres caídos en desgracia, que tal vez desperdiciaron buenas oportunidades de trabajo, de ahí su aparente sentimiento de culpa. Nuestros teporochos, en cambio, no tienen apego alguno por los signos exteriores de prosperidad ni se consideran perdedores de una competencia en la que nunca participaron. Libres de tensiones, inmunes a la conciencia del fracaso, su conducta despreocupada indica que no cayeron al fango, porque ya estaban ahí desde siempre.
     En un apunte crítico sobre las teorías de Max Weber, John Updike ha observado que si bien la genialidad del calvinismo norteamericano fue vincular prosperidad y virtud, la santificación del progreso material tiene un lado negro: "la culpa y la vergüenza que van aparejadas con el fracaso económico" (A conciencia, Ed. Tusquets, 1991). Por la disparidad financiera y religiosa entre México y Estados Unidos, siempre será más patético un bum echado en la banqueta de Wall Street que un teporocho felizmente dormido en los arriates de Garibaldi. La religión católica no sólo exime de culpas a los fracasados, sino que los considera víctimas de un orden social injusto. Hasta los ateos más recalcitrantes deberíamos agradecerle habernos librado de la estúpida carrera de ratas en pos del dinero, que por cada triunfador produce cien mil neuróticos. Pero si el catolicismo ha opuesto una muralla contra la deshumanización de la competencia económica, su tendencia a bendecir el conformismo, la resignación y la pasividad quizá nos ha llevado al extremo contrario: la idolatría del fracaso.
     El poder aglutinador del sufrimiento común por lo general desempeña una función defensiva, pero adquiere un cariz agresivo y hasta violento cuando se producen brotes de independencia en un grupo unido por la desgracia. La injusticia social nos ha puesto en guardia contra las atrocidades del individualismo, pero, ¿no existe un colectivismo igualmente feroz, que busca aniquilar al hombre autosuficiente? ¿Cómo reacciona el rebaño cuando alguien tiene éxito en un medio donde parece imposible sobresalir?
     Entre los filmes y las novelas que han abordado este conflicto, mi archivo mental atesora dos excelentes estudios de sociopatía: El hombre del brazo de oro de Otto Preminger y El Rayo Macoy de Rafael Ramírez Heredia. En la famosa película protagonizada por Frank Sinatra, un trompetista adicto a la heroína que de noche trabaja como croupier logra desengancharse del vicio y obtiene una oportunidad para hacer una audición en una orquesta sinfónica. Los amigos de la barriada parecen compartir sus anhelos de triunfo, pero el día de la audición se confabulan inconscientemente para retenerlo en un bar y debilitan su voluntad con tragos hasta que Frank sucumbe a la tentación de darse valor con un arponazo. El Rayo Macoy narra una historia bien conocida por los aficionados al box: la progresiva declinación de un campeón mundial que se deja arrastrar al alcoholismo y a la ruina por fidelidad a su palomilla. El gran acierto de Ramírez Heredia es dejarnos entrever un mecanismo de nivelación autodestructiva en la conducta de los juerguistas, pues más que divertirse a costillas del amigo exitoso, lo que buscan es bajarlo de la nube, demoler una gloria que los ofende y amenaza con destruir la unidad del clan.
     La abundancia de historias similares en ámbitos muy diversos de la vida mexicana (el periodismo, la política, la literatura) revela que entre nosotros el éxito puede tener poca importancia, pero el fracaso es una religión enraizada en el inconsciente, con un implacable aparato de seguridad para someter a quienes pretenden abandonarla. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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