Las profanaciones de José Agustín

Mantener el equilibro entre sátira y empatía fue una de las grandes virtudes literarias de José Agustín. Fue un profanador de templos, pero cometió sacrilegios renovadores.
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El duelo nacional suscitado por la muerte de José Agustín y la amplísima cobertura que le dieron los medios son un buen termómetro para medir la enorme repercusión de su obra. Como pude constatar en las redes sociales, algunos haters siguen empeñados en negarle el acceso al recinto sagrado de la alta literatura. Ni después de muerto le perdonan que haya desflorado y pervertido a esa casta doncella. Los ataques póstumos le rindieron un homenaje involuntario, más halagüeño quizá que los homenajes deliberados, pues denotan que su obra juvenil, con más de medio siglo de antigüedad, provoca todavía polémicas enconadas. Haber armado esa tremolina en un país donde se lee tan poco es una de sus mayores hazañas. La popularidad le resultó a la postre una maldición, pues el accidente de trabajo que lo alejó para siempre de las letras fue provocado, en buena medida, por los cazadores de autógrafos que lo fueron acorralando en un teatro de Puebla. Su caída en el pozo de la orquesta tuvo un aire de familia con los símbolos esotéricos a los que fue tan afecto. Quizá invocó sin querer a los demonios de la locura que le tendieron esa emboscada.

Estandarte generacional, figura emblemática de la rebeldía contra los cánones literarios, místico profano, alburero incorregible, melómano heterodoxo y explorador de los paraísos artificiales, su personalidad literaria tenía propiedades magnéticas. La temporada que pasó tras las rejas contribuyó a forjar su leyenda de autor excomulgado y maldito. La gente se conocía mejor a sí misma después de leerlo, identificada con los protagonistas de sus novelas a tal punto que tenía la sensación de haberlas vivido. ¿Cómo logró esa rara sintonía con el público? ¿Cuáles fueron sus principales aportaciones literarias? He intentado responder a estas preguntas en otros ensayos, pero las relecturas tienen a veces efectos reveladores que desearía compartir, para delinear mejor la originalidad de su obra, empañada, creo, por algunas etiquetas reduccionistas.

A mediados de los ochenta, cuando era estudiante de letras y aspirante a escritor, sostenía vehementes discusiones de literatura con mi novia Rocío Barrionuevo, colaboradora del suplemento sábado. Ambos éramos intolerantes con la opinión ajena (quizá yo más que ella) y nuestra manzana de la discordia era una valoración opuesta de nuestros narradores mexicanos favoritos: ella admiraba con fervor a Salvador Elizondo y yo a José Agustín. Mi toma de partido no tenía por qué implicar la derogación de su ídolo, pero como nuestros gustos eran beligerantes y había muchos tragos de por medio, yo hacía trizas a su autor modelo y ella vapuleaba al mío. No solo discutíamos entre nosotros: les exigíamos a otros amigos que se pronunciaran a favor o en contra de ambos escritores, pues en esa materia no tolerábamos medias tintas. Hasta cierto punto, nuestra disputa era un eco tardío del deslinde entre onda y escritura que Margo Glantz había hecho años atrás, en el ensayo del mismo título que José Agustín consideraba peyorativo. En realidad, aquel sambenito no le hizo mella, pues contribuyó a subrayar el carácter vanguardista de su obra.

Yo quería reflejar en la mía el mundo en que me había tocado vivir, como punto de partida para calar más hondo en el alma de mis personajes, y advertía en los círculos literarios una propensión a creer que la inmortalidad o el valor universal, dos conceptos que no significan lo mismo, pero que mucha gente emplea como sinónimos, solo se podían lograr borrando cualquier huella de color local en la literatura. Para mi gusto, esa tendencia encubría un complejo de inferioridad típico de la clase media. ¿No era la obra de Kundera una radiografía de la sociedad checoslovaca en tiempos de la dictadura comunista? ¿Acaso Truman Capote se ocultaba detrás de un biombo para no parecer demasiado gringo? ¿Por qué los novelistas mexicanos debíamos renegar de nuestro paisaje existencial? Rocío no era pedante ni acomplejada, pero admiraba la búsqueda de perfección de Elizondo, más valiosa, a su juicio, que la prosa desaliñada de José Agustín. Como muchos críticos de entonces, creía que el exceso de modismos condenaba su obra a una corta vigencia. En eso nunca estuve de acuerdo con ella, y creo que el tiempo ya me dio la razón. La tumbaDe perfilSe está haciendo tardeEl rey se acerca a su templo y Ciudades desiertas no han caducado, porque la audacia de crear un estilo abierto a contaminaciones de toda clase le dio un poderío verbal inasequible por la vía de la depuración.

El deseo de perdurar puede imponer una o varias camisas de fuerza a los narradores de un país subdesarrollado, más aún si aspiran a ser leídos en el extranjero: no usar localismos ni retruécanos intraducibles, rehuir el contagio con otras lenguas, evitar que el contexto histórico-social ocupe el primer plano de una novela, omitir menciones a figuras públicas de la actualidad, etc. José Agustín hizo tabla rasa con esas exigencias y en cambio se impuso otras: retratar los conflictos de la clase media urbana con la mayor libertad posible, mezclar su idiolecto con otras lenguas, reinventar el habla urbana, aparentar que escribía para un puñado de cuates, haciendo chistes privados incomprensibles para la mayoría del público, burlarse de sí mismo y de los demás, como si temiera que un exceso de rigor perfeccionista le robara el alma y amordazara al lépero irreverente que nunca dejó de ser.

El coloquialismo en estado bruto se limita, por lo general, a reproducir el habla con más o menos fidelidad a los tipos sociales que caracteriza. José Agustín patentó un artificio más complejo, sustentado en la engañosa premisa de no estar haciendo literatura, sujetándola, sin embargo, a reglas de su propia invención. La primera de ellas fue crear un lenguaje que nunca dejara de verse al espejo, supeditar en todo momento la fabulación y la creación de los personajes a los malabarismos de estilo. Reconcentrada en sí misma, su prosa lúdica busca seducir al público acostumbrado a los albures de las barriadas, pero también al lector culto, siempre y cuando no se sienta custodio del canon. En El rock de la cárcel cuenta que fue un alumno indisciplinado y rebelde, casi un pandillero infiltrado en el salón de clase, y tal vez por eso, cuando se hizo escritor, intentó convertir el desmadre en una especie de vocación. En todas las escuelas hay bufones protagónicos, en guerra permanente con los profesores. Tal vez José Agustín forjó su voz narrativa en esa lucha contra las fuerzas del orden. Primero quiso ser dramaturgo, el género más idóneo para un escritor tan apegado a la oralidad, pero lo abandonó porque le exigía una objetividad incompatible con su deseo de exhibir los andamios de la escritura. Más tarde volvería a ese género en obras como Abolición de la propiedad y Círculo vicioso, pero en ellas tampoco hay una mímesis aristotélica: el autor se las ingenia para irrumpir en su mundo ficticio, sacando la mano entre bambalinas.

Por su propia naturaleza, la literatura sublime o preciosista excluye a la marginalidad, un sustrato social que nace y crece en el lodo. No hay submundo más contaminado por la miseria humana y quizá por ello José Agustín se sintió en ese terreno como pez en el agua, sobre todo cuando la prisión le impuso la convivencia con “los desahuciados del mundo y de la gloria”, como los llamaba Torres Villarroel. A principios de los años setenta, la vanguardia más estridente de la narrativa mexicana purgaba condenas en la cárcel de Lecumberri. Así lo había dispuesto la intolerancia de Díaz Ordaz y la mano dura del Negro Durazo, un comandante de la judicial que fabricaba delitos a la juventud maciza, mientras encubría a los grandes capos del narcotráfico. Víctimas de esa oleada represiva, José Revueltas y José Agustín escribieron al mismo tiempo, en diferentes crujías, El apando y Se está haciendo tarde, dos angustiosos reportajes del inframundo. La obra de José Agustín no recrea la atmósfera del reclusorio, pero como él mismo dijo en su precoz autobiografía, “me daba cuenta de que a través de la novela se canalizaba mucho de la atmósfera opresiva e infernal de la cárcel”.

Los novelistas comprometidos, o los que aspiran a ejercer un liderazgo ético, pocas veces se ocupan de personajes decadentes, con impulsos autodestructivos a flor de piel y, cuando lo hacen, les anteponen una condena moral para marcar distancias. Evitan así el peligroso contagio venéreo con la crápula. José Agustín, en cambio, se introdujo en esa novela hasta el inconsciente de sus engendros desesperados y envilecidos, sin ponerse nunca guantes de látex. Mantuvo, por supuesto, un punto de vista irónico, pero su ironía no es la de un juez distanciado, sino la de un amigo sarcástico. Sabía que la compenetración emotiva con esa gentuza podía desprestigiarlo, como en efecto ocurrió en algunos círculos intelectuales y académicos, pero ese peligro no lo arredró, tal vez porque la experiencia carcelaria le había endilgado ya una etiqueta de lacra social. Asumirla retadoramente fue, quizá, uno de sus impulsos primarios para escribir la novela.

A medio camino entre la narrativa y el psicodrama, este relato pormenorizado de una juerga suicida, iniciada a las 10 de la mañana, con personajes proclives a gritarse el precio por cualquier motivo, recuerda el teatro de Edward Albee, en particular ¿Quién teme a Virginia Woolf? Pero si los maestros universitarios de esa pieza se lanzaban denuestos feroces al calor de los tragos, en Se está haciendo tarde hay una atmósfera de pesadilla mucho más densa, pues aquí el ajuste de cuentas entre neuróticos incurables y su coqueteo con la muerte auguran desde el principio un desenlace trágico. La guadaña que pende sobre las almas en pena imprime al relato el ritmo de una danza macabra. Sin embargo, el aliento místico de la novela se abre camino entre la atmósfera canallesca y soez, insinuando la posibilidad de una redención para los personajes masculinos, no así para la dupla formada por Francine y Gladys, cuya relación sadomasoquista las lleva sin remedio al despeñadero. Si la violencia verbal marca la tónica de los diálogos, al describir el viaje de psilocibina, en el que varios personajes intuyen el misterio de la creación, la prosa del narrador alza el vuelo, alumbrada por la fe religiosa. La belleza de ese interludio poético parece insinuar, también, que la única felicidad posible consiste en romper las amarras de la conciencia.

A José Agustín le gustaba crear alter egos claramente reconocibles. Se autorretrató en distintas ficciones con disfraces de actor, músico, guionista o director de cine y a veces los espejos que lo reflejaban eran humeantes y negros, como el de Tezcatlipoca. En Se está haciendo tarde, sin embargo, hizo añicos el espejo, construyendo personajes memorables muy diferentes a él. Virgilio, el golfillo acapulqueño que financia su vida de jipiteca con la venta de drogas, sin advertir contradicción alguna entre sus ideales libertarios y su modus vivendi, aporta a la novela una sangre ligera que neutraliza los tintes amargos de la refriega. No se toma nada en serio, a diferencia de Rafael, su amigo chilango, un inseguro y frágil lector del tarot que, a pesar de representar en la novela, junto con Johan, una encomiable aspiración a la paz espiritual, padece una inseguridad tan apabullante que nunca se atreve a escapar del aquelarre donde participa como censor. Asustado por el carácter de Francine, a quien primero intenta cogerse y luego trata de exorcizar, no consigue una cosa ni otra porque, a pesar de tener el don de asomarse a los arcanos, su borreguismo lo aplasta cuando intenta adoptar el papel de gurú.

Francine, una bella cincuentona curtida en vinagre, parece haber acumulado un rencor contra la vida que la inmuniza contra los efectos de las drogas psicodélicas. Alucina como todos los demás, pero nunca deja de hostigar a sus compañeros de viaje, convertida en portavoz de la oscuridad y el caos. En cuanto a Gladys, la víctima del sacrificio oficiado por Francine, que destroza su autoestima con una crueldad machacona, el autor la retrata con una mezcla de compasión y respeto, como si quisiera restituirle la humanidad que le niega su encarnizada enemiga. Para sobreponerse a la desolación carcelaria, José Agustín quizá necesitaba un rito expiatorio como Se está haciendo tarde. La he leído en distintas épocas con una mezcla de vértigo, placer voyerista, dolor y piedad. Raspa como una lija, pero un escritor atildado y correcto, con miedo a las quemaduras, jamás hubiera podido alcanzar esa catarsis incandescente.

Si para cualquier escritor es difícil reinventarse en la madurez, el reto de José Agustín fue mucho más arduo, porque a los cincuenta o sesenta años mucha gente lo consideraba todavía el escritor joven por antonomasia. Los editores de La tumba y De perfil, inspirados quizá en el lanzamiento publicitario de Otras voces, otros ámbitos, la primera novela de Truman Capote, contribuyeron a crearle esa imagen pública de la que nunca se pudo zafar. A los niños prodigio se les permite todo, menos envejecer. Como los grupos de rock a quienes sus fans piden que interpreten siempre sus éxitos más populares, José Agustín debió sentirse presionado por los lectores que le pedían más de lo mismo. Llegado a la madurez se sacudió esa presión con una mayor audacia experimental. La vertiente metaliteraria de su narrativa cobra mayor importancia desde mediados de los ochenta, con Cerca del fuego. La búsqueda que emprendió desde entonces exigía por parte del público una mayor colaboración creativa y tal vez por eso le enajenó a un buen número lectores, pero en cambio lo salvó de anquilosarse.

Convencido, tal vez, de que la conciencia tiene un poder muy limitado y por lo tanto la voluntad solo rige en parte nuestro destino, el José Agustín de la madurez abandonó la urdimbre de tramas realistas, donde los personajes llevan el timón de sus vidas. El protagonista de Cerca del fuego, por ejemplo, despierta en las primeras páginas de un ataque de amnesia, sin recordar nada sobre su vida anterior. Pero en lugar de que Lucio intente resolver ese enigma, se dedica a vagar sin rumbo por la ciudad, convertido en un espectador de la degradación urbana. Su propia existencia es un tanto ilusoria, pues en varios pasajes de la novela irrumpe la voz de un director de cine que da instrucciones a un camarógrafo, como si las escenas relatadas fueran parte de una filmación. Se nos invita, pues, a participar en un juego barroco, a medio camino entre la realidad y la irrealidad, donde el albedrío parece abolido por un poder superior.

El determinismo que ya se insinuaba desde el cuento “La mirada en el centro” pasa a ocupar desde entonces un lugar preponderante en sus obras más ambiciosas. La dislocación de la estructura narrativa en Cerca del fuego, donde la fantasía onírica desplaza por completo a la realidad en el último tramo de la novela, prefigura las elucubraciones esotéricas de Vida con mi viuda, donde casi ningún personaje toma decisiones conscientes: las fuerzas invisibles que rigen el cosmos son el único motor de la acción. Obsesionado por los signos de la presencia divina que solo algunos videntes pueden interpretar, el José Agustín de la madurez buscaba iluminaciones entre un tupido bosque de símbolos, sin renunciar a los elementos paródicos de su estilo: una combinación extraña entre la fe y la irreverencia que lo acercó a los terrenos de la literatura sapiencial, pero lo alejó de sus lectores ateos.

Para terminar, un pequeño apunte sobre su papel como líder de la contracultura mexicana y la insurrección jipiteca de los años sesenta y setenta. José Agustín nunca buscó ese liderazgo y en algunas entrevistas se lo quiso quitar de encima. Tampoco fue un admirador acrítico de la revolución juvenil. Advertía en ella gérmenes de infantilismo y autocomplacencia incompatibles con la idea de romper las cadenas del individuo para redimir a la humanidad. A pesar de haber aborrecido, como toda su generación, la maquinaria de la opresión económica, política, familiar, y sexual, presintió que el estancamiento de la juventud rebelde en un hedonismo vacuo y ramplón podía dar al traste con la utopía sesentera. Poseedor de un radar satírico hipersensible, no podía pasar por alto la banalización de esa revuelta, pues como dice el refrán: “Cuando la perra es brava, hasta a los de casa muerde.”

En aquel tiempo, Alejandro Suárez encarnaba en la tele a Vulgarcito, una caricatura del chavo de onda creada por el libretista Manuel Rodríguez Ajenjo. José Agustín conocía más a fondo a esa tribu urbana y su tratamiento cómico del jipiteca ocioso, adoctrinado por la vulgata esotérica, fue mucho más fino, certero y punzante. Vulgarcito es un monigote sin vida comparado con Ernesto, el protagonista de “Luz externa” (la primera parte de El rey se acerca a su templo), un magnífico relato picaresco donde José Agustín se burló de los macizos clasemedieros apoltronados en la indolencia. Pero como a pesar de todo les profesaba cariño, los claroscuros de su retrato rescatan los miedos, las ilusiones, las mezquindades y las conductas nobles del individuo sepultado bajo una personalidad social caricaturesca.

Mantener el equilibro entre sátira y empatía fue una de las grandes virtudes literarias de José Agustín. La riqueza de su estilo inimitable, un infalible detector de mentiras, le permitía desnudar en unas cuantas pinceladas a cualquier personaje, redimir a los monstruos y ponerlos a copular con los ángeles. Pocos autores mexicanos de cualquier género pueden ufanarse, como él, de haber marcado un parteaguas que modernizó el lenguaje literario. Fue un profanador de templos, pero cometió sacrilegios renovadores. Por la enorme vitalidad de su obra, que elevó la insolencia a la altura del arte, se ganó una plaza de chaneque alucinado en nuestro catálogo de autores imprescindibles. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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