A veces nada es más encantador que el desencanto. Tuve la suerte de haber nacido ya avanzadas las guerras intelectuales sobre el marxismo, y lejos de las tiranías marxistas, y nunca fui marxista; pero cuando era estudiante sospeché durante algún tiempo que la tradición marxista contenía verdades importantes, y que sólo ella las contenía. El marxismo, al fin y al cabo, explicaba todo; y yo todavía no era lo suficientemente listo como para tomar esto en cuenta. La sofisticación intelectual de esta tradición parecía incontrovertible; y yo todavía no estaba familiarizado con la astucia estilística de las apologías y polémicas, modernas o medievales, que pueden echar a andar una literatura vasta e intoxicante sin siquiera examinar sus propias bases. Yo era un liberal, pero un liberal débil –el liberalismo débil es aquel que fracasa al enfrentar a sus enemigos de izquierda con la misma ferocidad que a sus enemigos de derecha. Es difícil para un hombre joven alejarse de las satisfacciones del radicalismo, en tanto que es difícil para un hombre joven, digamos, entender Middlemarch. De modo que leí mucho acerca de la tradición marxista, a pesar de mi creencia en lo inadecuado de una visión materialista de la vida y lo absurdo de la idea de que la justicia puede establecerse mediante una dictadura. Parte de mí deseaba caer bajo su hechizo, para así encontrar un pequeño lugar en su saga; y también me preguntaba si combinaría con mi calidad de judío. (¡Entra Borochov!) Y anoto todo esto con vergüenza, para así elogiar la memoria del gran hombre que hizo que me avergonzara de mí mismo. Murió la semana pasada.
En 1975, en el All Soul’s, en Oxford, participé en el seminario sobre Pascal de Leszek Kołakowski. Recayó en mí la tarea de hablar sobre Lucien Goldmann y su célebre interpretación de Pascal, y más en general acerca del jansenismo como expresión de la perplejidad de una clase social durante el siglo XVII francés, la noblesse de robe, perplejidad que respondía a su creciente distanciamiento del rey, en los años de la emergencia del absolutismo monárquico y su poderosa burocracia, con el misterio trágico del deus absconditus, el Dios escondido. Allí, suponía yo, se encontraba un marxismo erudito y apolítico y humanístico; y fui impulsado a aprender que Goldmann nunca fue un estalinista, ni siquiera un miembro del partido comunista. En Blackwell me abalancé sobre el libro de pasta dura de Goldmann y me sumergí en su lectura. No había manera de que yo hubiera podido saber que Kołakowski estaba al mismo tiempo revisando su propia visión de la obra de Goldmann. En un diario polaco, en 1957, publicó una reseña ambivalente sobre el libro, pero ya en los años setenta no tenía una disposición tan clemente. Su nuevo y devastador análisis de Goldmann apareció en el tercer volumen de Las principales corrientes del marxismo. Así que cuando presenté mi propia reseña ambivalente, el escenario para mi educación estaba dispuesto. Kołakowski me escuchó, y me felicitó por algunos de mis comentarios sobre las afinidades de Goldmann con Lukacs, y luego siguió con su propia versión del texto y la teoría. Con destreza demostró la crudeza del supuesto de Goldmann sobre la “correspondencia uno a uno” entre la posición social de una clase y sus expresiones culturales; y entonces fue más lejos. Se embarcó en una disertación –nunca lo olvidaré– sobre la distinción entre la “verdadera conciencia de clase” y la “posible conciencia de clase”, y el daño que esta hizo al entendimiento humanista. La noción de conciencia de clase posible, o zugerechnetes Bewusstsein, era la innovación de Lukacs. Enseñaba que –estas son las palabras de Kołakowski en Las principales corrientes del marxismo– “al relacionar la conciencia empírica de una clase social con la ‘totalidad’ del proceso histórico podemos descubrir no sólo lo que esa clase piensa, siente y desea en realidad, sino además lo que pensaría, sentiría y desearía si poseyera un entendimiento desmitificado de su posición e intereses”. En otras palabras, el historiador marxista sabe no sólo lo que fue sino también lo que debió haber sido; y es con base en lo que debió haber sido que conoce lo que fue. En cuanto a esta pseudo omnisciencia, Kolakowski flaqueaba. De manera que incluso el “humanismo” de Goldmann era hermenéuticamente coercitivo, e indiferente a la actualidad, e irrespetuoso con los caprichos y complejidades de la experiencia humana. Como dijo Kołakowski –cito de nuevo de su capítulo sobre Goldmann, pero puedo escucharlo a él decir–, “sabemos que en la práctica todo tipo de circunstancias contribuyen a la formación de una visión del mundo, y que todos los fenómenos se deben a la inabarcable multiplicidad de cláusulas”. Eso es humanismo, y también liberalismo. Mi Bewusstsein nunca fue el mismo.
Nos hicimos amigos. Y el desencantador se volvió re-encantador, porque lo que más le importaba a Leszek era la antigua pero no anticuada búsqueda de la verdad que solía ser descrita cariñosamente como metafísica. Él llegó a Goldmann debido a Pascal, no a Pascal debido a Goldmann. O más exactamente: Goldmann llegó a él, cruelmente, con la contingencia de la historia, en el aire envenenado del marxismoleninismo en Polonia; pero cuando Goldmann murió por este, Pascal siguió vivo. Leszek expuso el carácter teológico del marxismo porque él era estudiante de teología –se refirió a Lafargue como “uno de los principales scriptores minores del canon marxista”, y Las principales corrientes del marxismo podrían describirse como un estudio crítico del patrístico socialista. Él podía distinguir una doctrina con integridad de una doctrina sin ella. Nadie contribuyó más que él a la sistemática demolición filosófica del marxismo –dominaba lo que aborrecía con la misma lucidez con que dominaba lo que amaba; y hay quienes lo elogian por ello.
Deseo recordar a Leszek, con gratitud, como un demócrata con un interés metafísico. No hay muchos liberales que preferirían hablar de Ockham o Cusano. Él insufló de alma a la razón. Encuentro en él un ejemplo poco común de la espiritualidad de la filosofía. Su simpatía hacia la religión se debió no a una fe establecida –la evasiva de la certeza fue uno de los temas de toda su vida– sino a la convicción de que la religión era otro morada para la filosofía, un santuario para sus preguntas y (algunas de) sus respuestas en una cultura que era indiferente a ella y una academia que la había profesionalizado. Existía en sus ensayos una calidad casi insultante cuando se refería a la riqueza conceptual de los pensadores religiosos. Y aun así Leszek fue un perfecto extranjero de la piedad, con sus ironías desgastadas y sus mundanos cigarrillos. En 1966 dio un legendario discurso “revisionista” que provocó su expulsión del Partido y la pérdida de su puesto en la universidad de Varsovia, y publicó un ensayo sobre la “epistemología del striptease”. Una discrepancia, y una discrepancia. Antes de la defensa desinteresada de la justicia y el placer, las tiranías pueden temblar, e incluso caer. ~
Traducción de María Lebedev
(Brooklyn, 1952), crรญtico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.