(A propósito de la lectura de su libro sobre Faulkner)Ante todo felicidades por la hermosa edición de su libro sobre William Faulkner. Yo soy mexicano y un ferviente admirador de Faulkner desde 1947 aproximadamente, lo cual puede indicarle que tengo 66 años. Podría hacerle algunas precisiones pedantes sobre su libro, como por ejemplo que Faulkner no recibió el Premio Nobel en 1950, sino en 1949; en 1950 lo recogió junto con Bertrand Russell porque la Academia Sueca se había retrasado en entregar los premios ese año. Que si bien su mujer estaba casada antes que con él, con alguien que se la llevó a vivir a China y con el cual tuvo hijos, Faulkner, enamorado de ella desde joven, aprovechó su regreso a Oxford para casarse. Le doy la razón en que la lectura de Faulkner requiere de esfuerzo, pero es un esfuerzo retribuido y siempre voluntario, aunque usted no menciona que si las frases se le alargaban tanto era porque, además, acompañaba la escritura con la bebida a pequeños tragos. Nadie puede dudar que, sin embargo, la lectura de El sonido y la furia es difícil por el proyecto mismo de la novela. Lo que Faulkner quiere hacer es seguir literalmente a Shakespeare en Macbeth cuando éste dice “Life is a foolish tale told by an idiot full of sound and fury signifying nothing” y por eso la primera parte está narrada por Benjy Compson, el idiota de la familia, quien no hace ninguna diferencia en el tiempo porque para él el tiempo no existe. Cuando Malcolm Cowley decidió ocuparse de la olvidada obra de Faulkner escrita durante los veinte y los treinta publicando un volumen que se titulaba The Faulkner Reader, le pidió a Faulkner que escribiese lo que ahora es el prólogo contando la historia de los personajes. Estará de acuerdo en que fue un acierto. ¡Qué historia, qué conocimiento, qué redacción! Todo esto, estoy seguro, usted ya lo sabe, con variantes que no representan más que el mismo tipo de amor. ¿Sabía también que a Faulkner le gustaban las muchachas muy jóvenes como Temple Drake? Dos de sus amantes de esa edad fueron, en riguroso orden cronológico, Joan Williams y Jean Stein. ¡Cómo debió pasarla dando clases en la Universidad de Virginia!
Después de todos estos circunloquios casi dignos de un párrafo de Faulkner, paso al verdadero tema de estas líneas: el derecho de propiedad del idioma castellano. Yo leí a Faulkner por primera vez en una edición de la Colección Austral, desaparecida desde que los editores de esa colección decidieron “adecentarla”, tanto que junto con Faulkner mereció tal honor Ferdinand Cromelick, el autor de El estupendo cornudo, otra obra maestra inmoral. Los dos ejemplares los tengo y los conservo, además de por mi amor por los libros, como prueba del mal gusto de los editores. Ese ejemplar era Santuario, traducido por Lino Novás Calvo, y la traducción estaba plagada de cubanismos, como es natural dado que Novás Calvo era un escritor cubano. Al escribir sobre Santuario en general, basado voluntariamente en esa edición en vez de la americana, yo digo que la traducción es buena a pesar de los cubanismos, menos en los diálogos cuando se traduce “son of a bitch” por “hijo de perra”, cosa que nadie usa ni en Cuba ni en ningún lado. Luego lo seguí leyendo en castellano en ediciones argentinas plagadas de argentinismos, entre ellos la de Las palmeras salvajes de Borges, que usted menciona como muy mala. Yo podría decir que los comentarios sobre Faulkner incluidos en su libro están plagados de españolismos. No se me ocurre hacerlo; lo encuentro natural. Éste es el tema de mis líneas. Todas las traducciones abundan en giros y palabras correspondientes al lugar donde fueron hechas, sin excluir de ellas, por supuesto, a las españolas, que muchas veces, francamente, me resultan ilegibles. Lo mejor es leer los libros, si se puede, en su idioma original y si no, resignarse porque, ¿de quién es el español? Fue culpa de ustedes su vastedad geográfica. (¿Debería decir vosotros en lugar de ustedes?). Existe un español de los españoles, entre los cuales incluyo desde los gallegos hasta los catalanes, tanto como existe un español de los mexicanos, de los venezolanos, de los argentinos, e incluso en todos hay variantes de acuerdo a las diferentes regiones. Hasta sé que existe un español de los refugiados españoles que vinieron a México huyendo de Franco y ya no entienden el español de España; esto lo sé porque tengo una relación muy estrecha con ellos. Si no considerara la variedad un derecho yo casi no podría leer ni El Quijote. Perdone estas prolijas líneas. Soy un admirador suyo y me sentí con derecho a escribirle. Yo también escribo, en mexicano, desde luego. Pongo, por ejemplo, “coger” donde ustedes pondrían “echar un polvo” al referirme a hacer el amor; pongo “estacionarse” donde ustedes pondrían “aparcarse”. Termino citando a Borges como una brava: “El español es un idioma muy fácil. Los únicos que no lo hablan bien son los españoles, confunden el dativo con el acusativo y son incapaces de pronunciar la palabra Madrid”. Es una broma de Borges, como es obvio. El español originalmente fue de ustedes; ahora por culpa suya es de muchos. Debemos agradecérselos, es un idioma muy rico y como todos los idiomas, hasta los muy pobres o los que conocen muy pocos, se transforma continuamente. Estará de acuerdo en que todos contribuimos a esa transformación y en que ésta siempre es benéfica. Es difícil estar al día con esas continuas transformaciones, los escritores las comunican con sus libros si éstos logran despertar la suficiente curiosidad para intentarlo, y si no pueden lograrlo, ni modo. Tal vez el lector es el que se lo pierde. Esto me ocurrió a mí con libros tan considerados obras maestras por algunos como Finnegan's Wake. Pero en gran medida culpo a Joyce en su empeño por borrar los límites del idioma como un sistema de signos cotidianos, convirtiéndolo en un sistema de signos privados en el que omite decirnos qué suceso alimentó la invención de muchas de las palabras incluidas en el libro. Para mí es simplemente ilegible, a pesar de mis muchos intentos de penetración. En una biografía de Beckett que leía recientemente se nos cuenta cómo Joyce inventa una palabra. Sabiendo el origen de la invención, esa palabra resulta clara. Pero si eso mismo hizo con las demás, ¿cómo saber de dónde procede su invención y por tanto a qué corresponde la palabra? ¿Estaría de acuerdo con mi opinión? No hay que exagerar hasta hacer incomprensible el lenguaje empleado, y en algunos de los cuentos fraguados por Borges y Bioy Casares, que toman como base el caló de los “compadritos” argentinos, sí ocurre esto. – Un saludo de — Juan García Ponce