Retrato de autor

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Hernán Lara Zavala me preguntó una vez, en un tono más bien humorístico: “¿Has sido fiel alguna vez en tu vida?” Yo le contesté: “Sólo a la literatura”. Él se rió porque mi respuesta correspondía al tono de su pregunta. Por eso creo que lo más indicado ahora es tratar de narrar algunos aspectos de lo que, supongo, se puede llamar una vida dedicada a la literatura. Ética y estéticamente, la literatura debe abrir el campo de la experiencia, y por eso su ámbito obligado es el de la transgresión de lo que la sociedad establecida impone como normas de conducta.
     Este es un conocimiento adquirido a lo largo de mucho tiempo y, sin embargo, desde un cierto momento lo practiqué intuitivamente. Yo he sido un lector tan fanático que puede decirse que soy un vicioso de los libros, y desde los 18 años aspiraba en secreto a ser escritor, sin decidirme a escribir nada en serio hasta que me denunciaron algunos acontecimientos públicos. Este también es un gran respeto por el don, sin explicación racional, que implica el hecho de tener que estar en disposición de oír las voces de la inspiración. El primero en decirme “Tú vas a ser escritor” fue Manolo Navarrete, nada menos que en París, a orillas del Sena. Eso fue en 1953, durante un viaje a Europa que hicimos juntos él, mi primo Miguel Barbachano y yo, deteniéndonos en Nueva York, donde, aparte del deslumbramiento que nos produjo la ciudad, vi por primera vez en el Museo de Arte Moderno y en el Metropolitano los cuadros que hasta entonces sólo conocía por reproducciones, antes de embarcarnos en el Ille-de-France. Ahora ya nadie viaja en barco, sino en avión, y el Ille-de-France fue hundido para filmar la tragedia del Titanic. Signo del tipo de progreso que odio. El progreso es bienvenido, por ejemplo, cuando se descubren cosas contra la enfermedad y así se sirve a la vida; es un progreso negativo cuando, por ejemplo, se construyen armamentos para la destrucción o cuando se sirve a la industria cinematográfica. Cuando hicimos ese viaje a Europa, Manolo, Miguel y yo nos separamos en Barcelona, donde me fui a vivir a casa de una tía. La vida con ella y mis primos me encantó. Después emprendí un recorrido por España, empezando por Palma de Mallorca, sintiéndome solo a veces, pero siempre mal acompañado por muchos libros y una pequeña libreta de apuntes color café. Ahí di libre cauce a mis impulsos literarios sin pensar en enseñárselos nunca a nadie.
     Mi vocación se hizo pública en 1956 cuando con un seudónimo, como lo exigía, gané el Premio Ciudad de México con una obra de teatro: El canto de los grillos. Mis amigos estaban encantados. Mi padre me hizo una fiesta en la que todos nos emborrachamos. El premio me lo dio el presidente Adolfo Ruiz Cortines, reunido con su gabinete en la Ciudadela. Y con el dinero tuve que casarme con la que hasta entonces era mi novia. Mi siguiente obra, La feria distante, al ser puesta en escena gracias a la generosa recomendación de Emilio Carballido, fue un fracaso total. El canto de los grillos estaba dedicada a Salvador Novo en su publicación, y él la dirigió inaugurando con esto el Teatro Orientación, mismo nombre que el del teatro de la generación de Contemporáneos. El estreno, con discursos de Novo y Celestino Gorostiza, director del INBA, fue un éxito. Pero la asistencia del público después fue escasa y la obra cerró muy pronto. Dos fracasos merecidos: ahora considero que las obras eran malas. Desde que escribí La feria distante, mi padre me mantuvo. Él era español y yo recorrí España, porque me fascinó, hasta que me detuve en su pueblo natal, Vegadeo, un pueblo precioso, con las casas con tejas negras, situado entre dos ríos y la última ría.
     Durante los años siguientes pensé mucho en mis problemas literarios. Supe entonces que, en literatura, yo quería hacer cuentos y novelas más que teatro. Era amigo de Jaime García Terrés, director y de hecho creador del departamento de Difusión Cultural en la Universidad. También de Juan Martín, jefe de redacción de la Revista de la Universidad y encargado de formarla con Carlos Valdés como ayudante. Juan Martín formaba la revista en la calle de Bolivia, donde estaba la Imprenta Universitaria. Lo acompañé a formarla desde entonces. Luego, cuando él renunció, Jaime me nombró a mí jefe de redacción. El Departamento de Publicaciones se trasladó a un edificio aparte, en la Ciudad Universitaria. Difusión Cultural contó con más espacio y ahí estuvo también el Departamento de Prensa, dirigido por Rosario Castellanos. Simultáneamente, la imprenta se cambió al edificio ocupado por Publicaciones. Debo agregar que las imprentas en aquella época eran preciosas, con linotipos cuyo aspecto era impresionante, con cajistas que terminaban de darle forma a los libros o revistas manualmente. Empecé a ganarme la vida, una vida bastante limitada en el aspecto económico. Me casé por segunda vez: con Mercedes de Oteyza.
     Con la ayuda de Jaime, la Fundación Rockefeller me dio una beca para estar en Nueva York cuando mi hija Mercedes había nacido. Durante los primeros meses, mi hija se quedó en México para evitarle el frío y mientras encontrábamos un departamento en Manhattan donde aceptaran niños. Finalmente ocupamos uno en la Calle 94, a unos pasos de Central Park. Fue una época decisiva. El teatro, por el que me habían dado la beca para observarlo, nunca me interesó, pero escribí Doce y una trece, mi penúltima obra dramática, que contradecía al teatro comercial. En cambio, me aceptaron como observador en el Actor’s Studio, donde escuché las palabras pretenciosas de Lee Strasberg, y las confesiones sobre sus vidas de múltiples actores para explicar cuál había sido el motivo de elegir las escenas para representar, pues se creía en el método Stanislavsky de la memoria de las emociones. Esos chismes de los actores eran muy divertidos para mí, aunque ellos los tomaban en serio.
     Pero lo en verdad importante era el hecho de estar en Nueva York y gozar de la ciudad y sus múltiples atractivos. Íbamos mucho al Museo Guggenheim, al Metropolitano y al de Arte Moderno; íbamos a Central Park y al Village, donde en uno de los pequeños teatros que estaban ahí vimos la Ópera de los tres centavos de Bertolt Brecht con música de Kurt Weill. Luego la Rockefeller nos dio el dinero para ir a Europa y un pase de ferrocarril en primera. Muchas veces los vigilantes no creían que pudiésemos viajar en primera, debido al aspecto zarrapastroso de Meche y mío, que íbamos a pensiones baratas para ahorrar cuando en realidad éramos riquísimos gracias a la generosidad de la beca. Meche regresó brevemente a México desde París para dejar a nuestra hija Mercedes. Así de ricos éramos.
     En París estaba trabajando, para la Secretaría de Relaciones Exteriores, Octavio Paz. Él nos había reservado un cuarto en el hotel Londres, que ocupaba un viejo y hermoso edificio con una gran tradición en la Rue Bonaparte. Ahí vivió, por ejemplo, Strindberg. Durante el viaje a Europa fuimos a la famosa Torre Azul en Estocolmo, donde había vivido Strindberg y se había creado un museo con todos sus objetos, entre ellos sus retortas de alquimista. El encargado de vigilarlo se asombró al saber que éramos de México. No pudimos ir a España porque México no tenía relaciones diplomáticas con el gobierno de Franco y sólo se podían sacar visas desde la Ciudad de México. Pero comparable con el Museo del Prado, en pintura, sólo es el de Viena. Nuevamente el teatro me interesó poco, aunque en París vimos una magistral escenificación de Esperando a Godot de Beckett, y fuimos al Berlín Oriental, antes de que existiese el Muro, para ver obras de Brecht.
     Pero lo más sensacional eran siempre los museos. Mi decisivo amor por la pintura se afirmó entonces. Regresamos a Nueva York mucho después de lo previsto y en la Rockefeller lo lamentaron, pues querían darme la beca por otro año. Pero yo en el fondo deseaba regresar a México y escribir. Fui admitido de nuevo en Difusión Cultural, donde ya formaban parte de la redacción de la revista, además de Carlos Valdés, José Emilio Pacheco y Juan Vicente Melo. En la Revista de la Universidad publiqué casi todos mis primeros cuentos. Después de cinco años de aparente silencio y frenética dedicación a la literatura, en 1963 apareció mi libro de relatos La noche y mis cuentos con el título de Imagen primera. Casado con Meche escribí La noche e Imagen primera, mis novelas Figura de paja y La casa en la playa, y empecé La presencia lejana; publiqué mi libro de ensayos Cruce de caminos y un texto sobre Paul Klee. En tanto, nació nuestro hijo Juan. Unos años después, Meche y yo nos divorciamos en la forma más amigable, al grado de que ella siguió visitándome con Juan y Mercedes todos los días. Después de una vida bastante desordenada y de terminar La presencia lejana, yo ya estaba con Michèle Alban. Con ella escribí mi largo libro El reino milenario —sobre Robert Musil, al que considero el mejor escritor del siglo XX—, el cuento “El gato”, La cabaña, una autobiografía precoz encargada por un editor (sin muchos elementos biográficos y que más bien era un ensayo sobre lo que para mí era la tarea del escritor), Desconsideraciones y Cinco ensayos, y reuní mis ensayos sobre pintura en La aparición de lo invisible y mis ensayos sobre literatura en Entrada en materia.
     Difusión Cultural cambió porque, con el complot contra el Dr. Chávez, pasó a ser jefe Gastón García Cantú, quien primero nos mandó a nuestra casa porque, de acuerdo con los reglamentos de la Universidad, no podía despedirnos, y luego, ya que nadie podía hacer la revista, volvió a llamarme. Acepté, pero en seguida volvió a mandarme a mi casa, porque él era nacionalista y yo me opuse a que la Revista de la Universidad fuese así. Después despidió a Juan Vicente Melo, acusándolo veladamente de homosexual. Todos los que habíamos hecho con él la Casa del Lago —que bajo su dirección, después de que se fuera Tomás Segovia a Uruguay, fue, igual que con Tomás, el centro de cultura más importante de México— renunciamos y, en respuesta a un artículo de García Cantú extremadamente mentiroso en la revista Siempre!, hice un ensayo feroz contra él publicado en el mismo lugar. En la Casa del Lago se leía poesía, se daban conferencias, se hacía teatro, había exposiciones y conciertos y hasta un cineclub. Yo colaboré en ella indirecta pero muy activamente, y además di muchas conferencias, escritas previamente, que después alimentaron mis libros de ensayos.
     Antes de irme a Nueva York, Tomás Segovia me había propuesto hacer la Revista Mexicana de Literatura, que le habían heredado Emmanuel Carballo y Carlos Fuentes. El segundo número que hicimos era muy breve. Contenía sólo poemas de Tomás y de Enrique de Rivas, mi relato “Amelia” y fragmentos de alguien cuyo nombre he olvidado. Recuerdo, en cambio, que Tomás me preguntó si no sería demasiado que publicáramos él y yo en el segundo número de la nueva época de la revista, y yo le contesté: “Para algo vamos a tener una revista”. Esa revista creció y creció hasta tener el aspecto de un libro. Cuando yo me fui a Nueva York, Tomás ocupó solo el lugar de director; cuando él se fue a Uruguay y luego a París, ese lugar lo ocupé yo solo. Así siguió publicándose hasta 1965. Al principio Tomás y yo la hacíamos en su casa, luego en la Casa del Lago, luego en la casa de Juan Vicente Melo, luego en la mía, y ahí decidimos terminarla. La redacción para entonces estaba formada por: Federico Álvarez, Inés Arredondo, Huberto Batis, José de la Colina, Jorge Ibargüengoita, Juan Vicente Melo, Rita Murúa, Tomás Segovia. En la revista de Huberto Batis y Carlos Valdés, Cuadernos del Viento, publiqué “Tajimara”, que fue llevada al cine por Juan José Gurrola con una adaptación de Juan José Gurrola y mía. Los actores principales en la película fueron Pixie Hopkins, Mauricio Dávila, Pilar Pellicer y Claudio Obregón, que además hacía las veces de narrador con su voz en off. El guión de la película forma el último número de Cuadernos del Viento. Una época había terminado.
     Fue entonces cuando me enfermé de esclerosis en placas y empecé a usar bastón y luego a necesitar una silla de ruedas. Durante el movimiento estudiantil del 68 participé activamente desde el principio, formando con Nancy Cárdenas un comité de intelectuales que publicaba desplegados contra Díaz Ordaz, y por primera vez en mi vida publiqué notas sobre política. Me detuvieron al salir de Excélsior junto con Nancy Cárdenas y el Pelón Valdés, dado que por mi silla de ruedas me confundieron con Marcelino Perelló. La detención fue muy violenta, pero esa misma noche nos dejaron libres al comprobarse la confusión. Vino la matanza de Tlatelolco, y después de ella hicimos la presentación de mi libro Nueve pintores mexicanos, más que nada para demostrar que los artistas no estábamos asustados. Debo decir con orgullo que los pintores jóvenes, sobre los que escribí en este libro, forman lo que ahora se llama Generación de la Ruptura; sólo me faltó mencionar a Cuevas y a Toledo.
     Después de consultar a un médico particular al principio de mi enfermedad, quien fue el que me dijo que tenía esclerosis en placas, me interné en Neurología por consejo de Augusto Fernández Guardiola. El médico que me atendió fue el Dr. Rubio, quien predijo que me iba a morir muy pronto y, como gran consuelo, me recetó valiums. ¡Valiente consuelo! Me doy ahora el gusto de decir que el Dr. Rubio era un imbécil que trataba a los enfermos con una falta de tacto absoluta. Salí de Neurología y no me morí, pero tenía la amenaza de la muerte todo el tiempo. Yo escribía a mano, aunque tenía una letra inmunda y pequeña y mala. De escribir a mano, por mi enfermedad, pasé a escribir a máquina. Por fortuna ya estaba acostumbrado a eso, pues los ensayos sí los escribía directamente a máquina. Al salir de Neurología escribí sin parar. En un solo año, La vida perdurable, El nombre olvidado, El libro y mi relato largo “La gaviota”. Desde “El gato” y La cabaña, todo muy relacionado con la transgresión al orden establecido.
     Debo hacer una aclaración que me parece importante. Ya en La presencia lejana —narrada en tercera persona, al contrario que mis novelas anteriores, que están en primera persona—, el cambio empieza y la transgresión se hace más evidente. En ella, la relación entre los dos personajes principales, Roberto y Regina, es adúltera, pues ella está casada, y probablemente el final señala que va a dejar a su marido. A partir de mi ensayo sobre Musil, decidí que la naturaleza de mi literatura debía ser diferente. En las novelas escritas después, hay siempre un tercero, animales u objetos. Los perros en La vida perdurable, el bosque en El nombre olvidado, el libro en El libro, y luego ese tercero es definitivamente un hombre o varios hombres en Crónica de la intervención y De Ánima, donde la transgresión es evidente desde el escandaloso principio de la novela: “Quiero que me cojan todo el día y toda la noche, lo dijo, eso fue lo que dijo”, piensa Esteban en su monólogo interior sobre Mariana. Recuerdo todavía que yo ya no sentía nada, al grado de que en Neurología me sacaron líquido raquídeo sin ninguna anestesia. Pero los necios triunfan. No me morí, como se ve, y un día yo, que pasaba las tardes leyendo en mi antigua cama de soltero y las mañanas escribiendo, sentí entre las piernas la presencia de Clarisa, la bella gata negra que me había regalado Michèle. Se lo dije con alborozo. No sé por qué ocurrió. Augusto Fernández Guardiola dice que eso es imposible; pero pasó.
     Después escribí La invitación y Unión, publiqué Encuentros, formado por los relatos “El gato”, “La plaza” y “La gaviota” (este libro mereció el honor de que Octavio Paz escribiese sobre él una nota explicando su sentido); Thomas Mann vivo (el origen de este ensayo puede tener algo humorístico: en el Instituto Goethe me pidieron una conferencia sobre Thomas Mann, y cuando yo les pregunté qué parte de Thomas Mann, ellos me dijeron “todo lo que sepa”; di una conferencia que duró cuatro horas; la mayoría del público se aguantó todo el tiempo e incluso me aplaudieron: para que aprendan los alemanes lo que un mexicano puede saber de sus autores). Publiqué el libro sobre Vicente Rojo, “El gato” se convirtió en novela; Trazos, una colección de ensayos; un libro con el interminable título Teología y pornografía. Pierre Klossowski en su obra: una descripción y mis libros de crítica de arte Rufino Tamayo, Manuel Felguérez y Leonora Carrington.
     También participé en la Revista Plural de Octavio Paz, patrocinada por Excélsior cuando fue su director Julio Scherer. Cuando Echeverría organizó el golpe de Estado contra Scherer, siguió publicándose, pero era un Plural espurio del cual se ocuparon otras gentes. Nosotros, en cambio, hicimos Vuelta con el dinero de la rifa de un cuadro que le dio a Octavio, a un precio muy bajo, Rufino Tamayo. En el primer número aparecían nuestras firmas como creadores de la revista. Éramos en orden alfabético: José de la Colina, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Octavio Paz, Alejandro Rossi, Kazuya Sakai, Tomás Segovia y Gabriel Zaid.
     Si yo ya estoy cansado de tanta enumeración, ustedes deben de estar hartos; pero mi vida está hecha sólo de literatura. Lo importante es que fue Michèle la que logró que le dictara cuando mi enfermedad avanzó aún más y ya no podía mover los brazos. Así hice mi novela más larga, que yo considero mi obra más importante, Crónica de la intervención, publicada en dos tomos por imitar a Musil, y que tiene 1,562 páginas alimentadas por una variedad de estilos y de formas literarias: el monólogo interior, la crónica objetiva y muchas más. Pensando en Crónica de la intervención me doy cuenta de que mis temas obsesivos son el amor, el erotismo, la muerte, la locura y la identidad. Esos temas, usados por separado, están inscritos también en las obras que he enumerado y en las posteriores. Pero explicar esto con cada obra haría su mención aún más interminable. Escribí otra novela, De Ánima.
     En silla de ruedas di muchas conferencias y daba clases. Al cumplirse cien años del nacimiento de Robert Musil, participé en una mesa redonda infinitamente larga. Yo fui el último en hablar y mi intervención sólo duró diez minutos. El agregado cultural de la Embajada de Austria estaba ahí y me dijo que iba a tratar de conseguirme una condecoración de la República de Austria. Triunfó en su empeñó y me dieron la Cruz de Honor por Ciencias y Artes de Primera Clase. Pero al empezar a hablar en esa mesa redonda me di cuenta de que no tenía voz y le pedí a mi hijo Juan, que estaba junto a mí, que me metiera casi el micrófono en la boca. Esa fue la última conferencia que pude dar. Me gusta que su tema fuese Musil.
     Después de que tuve pulmonía por primera vez, me di cuenta de que para Michèle ya era una liberación dejar de estar conmigo: le pedí que se fuera y se fue. De todas maneras le estoy muy agradecido, y recuerdo como un tiempo muy importante el que estuvimos juntos. Más adelante tuve varios secretarios. Entre ellos el ahora famoso poeta José Luis Rivas, al que le dicté otro libro de cuentos, Figuraciones. Con diferentes secretarios escribí mi última obra de teatro, Catálogo razonado; mis libros de ensayos La errancia sin fin, Las huellas de la voz e Imágenes y visiones; mis libros de crítica de arte Diferencia y continuidad, que es un libro sobre Manuel Felguérez, y Una lectura pseudognóstica de la pintura de Balthus. Con otra secretaria, Graciela Martínez-Zalce, escribí la novela Inmaculada o los placeres de la inocencia, francamente pornográfica y que por eso tal vez tuvo mucho éxito de ventas, y tuve la última y más grave pulmonía, al grado de que me entubaron y estuve en terapia intensiva, lo que fue terrible.
     Luego, afortunadamente, apareció María Luisa Herrera, mi ayudante desde hace once años. A ella le he dictado Pasado presente, mi última novela hasta ahora; los cuentos que forman Cinco mujeres; Ante los demonios, un muy largo ensayo dedicado a la figura de Heimito von Doderer; mi libro Personas, lugares y anexas, en el que está incluida una declaración de amor al lugar donde nací, Mérida, Yucatán, y a otros lugares y amigos, entre ellos Juan Vicente Melo, quien fue hasta su muerte un gran amigo mío; otro libro de ensayos De viejos y nuevos amores y mis libros de crítica de arte Manuel Felguérez y Las formas de la imaginación, Vicente Rojo en su pintura.
     Es todo. Mi hija Mercedes tiene cuarenta y un años, vive en Oxford y tiene una hija y un hijo. Mi hijo Juan ya cumplió treinta y nueve años, vive en Madrid y tiene dos hijas. Meche sigue viniendo a visitarme todos los días que puede y comemos juntos todos los domingos. Afortunadamente volvió a casarse con mi amigo Manuel Felguérez. Yo sigo tratando de hacer nuevos libros, a pesar de que la enfermedad sigue avanzando y me ha deteriorado tanto que necesito sostener el cuello con una tela agregada a mi silla de ruedas, un invento que le debo a Manuel Felguérez, y sólo María Luisa entiende bien mi voz, de manera que siempre que vienen a hacerme una entrevista, antes de contestar le digo a ella: “Tradúceme”.
     Ahora sólo me queda recordar que en alguna ocasión, para pedirle su firma de apoyo por algún lío burocrático, llamé a Juan Rulfo y, después de darme permiso para utilizar su nombre, me comentó con una mal disimulada nostalgia: “¿Y tú, escribe que te escribe?” Le contesté que sí, y pienso que debí haber agregado: “Pero nada comparable a El llano en llamas y Pedro Páramo“. Ahora, si pudiera hablarle por teléfono, le diría: “Sí, sigo escribe que te escribe, y gracias a ello hasta he ganado el premio que muy merecidamente lleva tu nombre: un nombre inmortal dentro de la literatura”. ~

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