Lo crudo y lo cocido del teatro. Entrevista con Alfonso Cárcamo

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Actor, director y dramaturgo, Alfonso Cárcamo es fundador del colectivo escénico Seres Comunes, con el que colabora desde 1999. Ha dirigido textos propios como Sara y el silencio, Carpo y Lanx y El hombre, así como participado en las puestas Instrucciones para acabar con la neurosis de Luis Ayhllón, Seven Eleven de Iván Olivares y Last Exit de Carlos Nóhpal. Su obra Descomposición fue seleccionada para la residencia México-usa en el Lark Play Development Center en Nueva York, en 2008.

 

 

¿Cómo empezaste a hacer teatro?

Desde los siete años actuaba en las poesías corales de la escuela. Me volví el bailarín oficial de mi primaria, al grado de que se daba por hecho que yo salía en todo. Con los años hasta diva me volví: rechazaba los bailes que no me gustaban. Era muy popular y se me quedó el gusto por el escenario. Nunca tuve una crisis vocacional. Hice teatro en la secundaria, en la prepa. Hubo un momento donde no sabía si dedicarme a la danza o al teatro. Me impresionaron mucho las coreografías de Barro Rojo y de Marco Antonio Silva. Eran muy teatrales. Ese trabajo de Doble circulación me pegó durísimo.

 

A finales de los ochenta el movimiento de danza-teatro enloquecía al público.

Era algo muy nuevo. Y luego me fui a la ENEP Acatlán. Ahí estuve en un taller con Fernando Morales. Y de ahí al CUT [Centro Universitario de Teatro] donde fui muy infeliz. Nunca logré encontrarme.

 

¿Escribías desde entonces?

Sí y tal vez lo interesante de haber estado en la UNAM, más allá de la pedagogía, fue que entré en contacto con mucha gente que eventualmente terminó reuniéndose en el Telón de Aquiles, que fue un intento fallido por conformar una asociación civil de dramaturgos. Nos reuníamos una vez a la semana, por varios meses, a leer cosas y a discutirlas. Había muchísima gente. Éramos como veinte autores: Luis Ayhllón, Edgar Chías, Noé Morales, Bárbara Colio, Jorge Kuri, Alberto Villarreal, Irela de Villers, Iván Olivares, Legom, entre otros. Muchos de los textos que se leyeron ahí fueron los primeros tratamientos de obras que tuvieron éxito en escena y ganaron premios. Había un ánimo de mucha experimentación formal, a veces excesivo, pero muy estimulante. Lo veo en retrospectiva y también siento que nos faltaban apuestas temáticas más arriesgadas. En esa época trabajábamos mucho con lugares comunes. No sé, por ejemplo, la política es una mierda. Y entonces construíamos algo con estructuras diacrónicas, diálogos ilógicos, cortos, recursos muy irónicos, paródicos. Había piezas muy eficaces, pero siento que nos faltaba meternos con una punzada más dura del ser humano y del México contemporáneo.

 

¿Luego estuviste en Colombia?

Sí, tres años. En el CUT me hice muy amigo de Fidel Monroy. En una época lo estuve asistiendo en materias de trabajo vocal. A partir de 2003 empezó a impartir muchos talleres en Sudamérica y a mí me mandó a Colombia, donde trabajé con cientos de actores. Fue como mi doctorado y también un momento muy reflexivo porque mucha de esta gente trabajaba en la televisión. Fueron años en los que me cuestioné por qué hacer teatro.

 

¿Qué distingue el trabajo de Seres Comunes?

Hay dos ejes conceptuales en lo que hacemos. Uno es el montaje crudo, lo que significa que hacemos las obras sin escenografía ni iluminación. Sólo utilizamos elementos mínimos (una silla, una mesa, utilería) porque no creemos que sea necesario nada más. Es una postura estética y política también. Queremos demostrar que para hacer teatro no se necesita dinero sino actores y público. Ni siquiera necesitamos el edificio teatral. Podemos usarlo, pero no dependemos de él. Nosotros podemos ir a presentar nuestro trabajo a una gran variedad de espacios. De esa forma, eliminamos la burocracia institucional que atraviesa una crisis tremenda. El montaje crudo es una especie de manifiesto en contra de un modelo de producción que me parece absurdo. Además de ser actor, he hecho mucha producción ejecutiva. He trabajado en obras donde se gastan fortunas en escenografía, pero no les pagan a los actores, donde se hacen temporadas larguísimas con muy poco público, donde no hay ninguna estrategia de difusión. Estoy convencido de que tenemos que pensar el teatro de una manera más dinámica. Hoy las instituciones culturales del Estado operan a partir de inercias que no tienen que ver con un discurso artístico. Sus preocupaciones son de orden político o sindical y eso termina paralizando, castigando la imaginación de los creadores.

 

Estoy de acuerdo. Si vemos el ejemplo del INBA, en este momento su prioridad es cómo acomodar los proyectos dentro de una lógica administrativa tan rígida que resulta muy difícil producir. Si siguen así, pronto van a estar licitando los repartos para escoger el más barato.

El problema es que los modelos de producción obviamente inciden en el resultado artístico. Yo escribo mis textos pensando en ese formato crudo. Poder trabajar de esa manera es posible gracias a un planteamiento que lo permite. No puedes llegar y hacer un clásico así nada más.

 

¿Cuál es el otro eje conceptual de su trabajo?

La intervención. Tenemos un proyecto que se llama Salas de Urgencia. Lo que hacemos es ir a una casa, generalmente en el centro de la ciudad, y trabajar nuestra obra allí. Estamos una semana durante la cual compartimos nuestro proceso creativo con los habitantes de ese lugar, que se convierte en un laboratorio teatral muy interesante porque los ensayos no son cerrados, no ocurren en secreto. Hay reacciones constantes y un diálogo muy rico con los espectadores, que están descontextualizando su casa para volverla un espacio de ficción. Hacemos esto desde 2008 en colaboración con Casa Vecina, que usualmente trabaja con artistas plásticos. En un principio la idea era atraer al público de la periferia, que no se siente convocado a participar en la vida cultural. Como no van al teatro, vas a su casa. Aunque es una estrategia de formación de públicos, a mí me pareció interesante cómo afectaba nuestro trabajo en un sentido estilístico. Disolver esa línea del proscenio para que actor y espectador sean lo mismo es algo que me obsesiona.

 

¿Y esos espectadores te van a ver al teatro?

Muchas veces sí. Y es muy emocionante porque significa que se estableció un vínculo real. Yo pienso que hay que personalizar más nuestro contacto con las personas que nos van a ver. Deberíamos tener sus nombres, correos electrónicos, hacerles descuentos, avisarles sobre lo que hacemos. Un poco como hacen las compañías de repertorio en otros lugares, o como hace OCESA aquí. Tenemos que concentrar a los distintos públicos y darles un seguimiento. También hay que ser más conscientes de cuáles son los grupos sociales para los que trabajamos.

 

Acabas de reestrenar Descomposición. Háblanos de tu proceso con esa obra.

Siempre que escribo pienso qué me significa un texto como reto histriónico. Hice Descomposición específicamente para dos actores de nuestro colectivo, Antonio Rojas y Mario D’León. Les pregunté qué les habría gustado hacer si no hubieran sido actores. A partir de sus respuestas empecé a trabajar una historia de amistad entre dos personas de distintas clases sociales. Hice una estructura con una serie de elipsis, un montón de rompimientos. Decidimos que tenía que haber riesgos físicos. Entonces escribí como veinte peleas, de las cuales sólo quedó una. Todo el proceso fue muy orgánico.

 

Había un contraste muy eficaz entre un mundo terriblemente decadente, corrupto, hostil y la amistad tan entrañable de los personajes.

Fue muy fácil trabajar con ellos porque les podía decir: oigan, ustedes me pidieron esto, o sea que lo mínimo es meterse a fondo y reconocerse en lo que les estoy escribiendo. ~

 

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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