Encerrados bajo llave en su despacho, los tres jueces están de rodillas sobre la alfombra, tomados de la mano. Amada Guzmán, de credo evangélico, eleva sus plegarias: "Danos, Señor, sabiduría, paciencia y limpieza en nuestro pensamiento, para que lo que vamos a dictar sea justo". Yassmín Barrios,
que es católica, incluye en sus rezos a la Virgen María. José Eduardo Cojulún, agnóstico tranquilo, escucha respetuoso a sus compañeras.
Son las diez de la mañana del 7 de junio. Las calles del degradado centro de Ciudad de Guatemala bullen con su estrépito cotidiano. Los transeúntes pululan por las aceras deshechas, abriéndose paso entre los vendedores ambulantes y las nubes de humo negro que les escupen los autobuses. Los ecos de los gritos y los bocinazos llegan amortiguados hasta el piso 14 de la Torre de Tribunales.
Terminada la oración, los jueces toman asiento y comienzan la deliberación. El encierro concluirá en la madrugada siguiente, con la sentencia del caso de mayor impacto político y social de la posguerra guatemalteca: el asesinato del obispo Juan Gerardi.
Han transcurrido poco más de tres años desde aquella noche del 26 de abril de 1998, cuando el Golf blanco del obispo ingresó en el garaje de la Iglesia de San Sebastián, en el corazón histórico de la capital. Como de costumbre, varios indigentes dormían envueltos en trapos y cartones junto al muro de la casa parroquial.
Corpulento y entrañable, aficionado a los chistes y a los "güisquitos", Gerardi, de 75 años, había tenido una semana agitada. Dos días antes, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (ODHA), que él dirigía, había presentado el informe del Proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi), una recopilación de las atrocidades cometidas durante 36 años de enfrentamiento armado entre gobierno y guerrilla. El controvertido documento, que atribuía al ejército el 80% de las matanzas, era para el obispo el rescate de una verdad que debía cimentar el nuevo país perfilado en los acuerdos de paz de 1996.
Poco antes de las diez de la noche, después de su cena dominical con la familia, Gerardi regresó a la parroquia. Minutos más tarde, sucumbía a una lluvia feroz de golpes que le destrozaron la cabeza y la cara. El cadáver ensangrentado quedó tendido en el garaje. Los asesinos encendieron luces, abrieron la refrigeradora y registraron cajones. El sacerdote Mario Orantes y la cocinera Margarita López, que vivían en la casa, aseguraron no haber oído nada. La mayoría de los indigentes, sumidos en los sopores etílicos, tampoco.
Son ya las cuatro de la mañana, y la impaciencia y el cansancio empiezan a hacer mella en el público que satura la Sala de Vistas. La deliberación de los jueces se prolonga más de lo previsto. A la derecha del estrado, los fiscales charlan con los tres abogados de la ODHA, que ejerce la acusación particular. Frente a ellos, los cinco acusados resisten con entereza los embates incesantes de un enjambre de fotógrafos. Desde su silla de ruedas, el sacerdote Mario Orantes, auxiliar de Gerardi durante siete años, mira inexpresivo detrás de sus gruesas gafas. Con su detención, su migraña y su gastritis han empeorado. Por eso lleva un año y medio recluido en un hospital privado. Ha estado llegando al juicio en ambulancia, escoltado por una enfermera y un tanque de oxígeno. A mitad del proceso sustituyó el pijama, la bata y las pantuflas por ropa de calle y alzacuellos. A su lado se sienta, siempre discreta, Margarita López, la cocinera de la casa parroquial, con su rebeca negra y sus mechones sujetos con horquillas.
Junto a ellos, el coronel Byron Lima Estrada, ex jefe de Inteligencia en los años ochenta y hoy jubilado, parece a veces ausente. Temiéndose lo peor, ha venido vestido de negro. "Estoy de luto por la justicia en este país". Su hijo, el capitán Byron Lima Oliva, se ha puesto el uniforme de gala. "No tengo por qué avergonzarme de mi condición de militar. Somos inocentes", dice este joven, antiguo integrante del comando antisecuestros, escolta de dos presidentes y miembro de las fuerzas de la ONU en Chipre. A su lado, pétreo e inescrutable, está el suboficial Obdulio Villanueva.
Los grupos católicos se han movilizado para la ocasión. Monjas, curas, cooperantes laicos y activistas humanitarios llenan la sala. Los que no han cabido, han organizado una vigilia en la puerta del tribunal. Periodistas, familiares de los acusados y varios diplomáticos copan el resto de los asientos.
A las cuatro y veinte de la mañana, los tres magistrados suben al estrado. Con voz quebrada, el juez Cojulún ordena a la secretaria leer las conclusiones. Aceptando los argumentos de la acusación, el tribunal concluye que monseñor Gerardi fue víctima de una ejecución extrajudicial en venganza por el informe Remhi. Y si bien los acusados no asesinaron al obispo, sí participaron en la conspiración. Así lo comprueba el testimonio del indigente Rubén Chanax, que dormía en la puerta de la casa parroquial, y que asegura que el capitán Lima y el sargento Villanueva llegaron allá después de los hechos, filmaron el cadáver y alteraron la escena del crimen. Que el coronel vigiló la operación desde una abarrotería cercana. Y que el padre Orantes prestó su apoyo y no dio aviso inmediato a las autoridades.
Por ello, los militares son condenados, en calidad de coautores, a treinta años de prisión. El sacerdote, como cómplice, a veinte años. La cocinera queda absuelta por falta de pruebas. El tribunal ordena a la fiscalía que siga investigando para dar con los autores del crimen. Ordena también, tal y como pedía la ODHA, que se abra proceso penal contra los entonces jefes del Estado Mayor Presidencial (EMP), la instancia militar encargada de la seguridad del primer mandatario, a la que pertenecían Lima Oliva y Villanueva en 1998. Los jueces desatienden, en cambio, otra de las demandas de la Iglesia: el procesamiento de Álvaro Arzú, presidente en esa época y artífice de los acuerdos de paz.
"¡Esto es otro caso Dreyfus… Los castigan porque son militares. Pero más adelante se conocerá la verdad!", gime un capitán, amigo de Lima Oliva. "Se ha derribado el muro de la impunidad!", proclaman los activistas humanitarios, mientras su caravana de vehículos enfila por las calles, celebrando la sentencia con claxonazos. Un sol tenue empieza a iluminar los grises de la ciudad. En la puerta del tribunal quedan los restos de las velas de la vigilia y los rescoldos revividos de la guerra. Y en el aire una pregunta: ¿Quiénes mataron al obispo Gerardi?
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Con esta sentencia culminaba la primera etapa de una investigación jalonada de irregularidades, amenazas, encubrimientos y pesquisas paralelas. Para empezar, la casa parroquial se convirtió en una romería en cuanto se supo del asesinato, pasada la medianoche. Decenas de personas, entre autoridades y allegados, contaminaron el recinto.
Dos indigentes atípicos que dormían junto a la parroquia, Rubén Chanax e Iván Aguilar, los únicos abstemios, declararon haber llegado instantes después del asesinato, justo cuando un hombre con el torso desnudo salía del garaje. Sus descripciones y reconocimientos fotográficos llevaron a la detención de dos maleantes ajenos al caso. A pesar de ello, se convirtieron en testigos protegidos.
Ya en la misma noche del crimen, la ODHA acusa al ejército. Los móviles del Ministerio Público, sin embargo, van modificándose conforme cambian los fiscales.
El primero, Otto Ardón, manejó la hipótesis de un crimen doméstico no planificado. La forma salvaje y burda en que fue ultimado el obispo le hace pensar en la acción precipitada de unos enajenados. Sus baterías apuntan hacia el sacerdote Orantes, sospechoso por las incongruencias en su relato, los testimonios de otros testigos y el hallazgo de rastros de sangre en su habitación. Lo determinante, sin embargo, fueron unos pelos de animal y unas marcas encontradas en la cabeza y cuello del obispo, que parecían mordidas de Balú, el pastor alemán del sacerdote. En julio de 1998, Orantes y Margarita López son detenidos, acusados de asesinato y encubrimiento, respectivamente.
El registro de la habitación del cura deparó muchas sorpresas, entre ellas un revólver y munición, ropa y calzado de lujo, un reloj Cartier de oro, una colección de 83 videos de "acción, sexo y temas infantiles" (desde James Bond a Burdel de sangre, sobre vampiresas prostitutas que asesinan a sus clientes) y docenas de fotos de Balú, entre ellas algunas que lo muestran en plena erección. Se disparan los rumores sobre la presunta homosexualidad de Orantes, que ya se venía manejando en mentideros militares y políticos. Ardón está convencido de que Gerardi sorprendió algo que no debía, hubo reclamos, pelea y muerte.
El tema de las mordeduras de Balú desató una guerra sin cuartel entre la Iglesia católica y la fiscalía, que trajo como consecuencia la exhumación del obispo, una segunda autopsia, una serie de informes y contrainformes y, en última instancia, la renuncia de Ardón. El nuevo fiscal, Celvin Galindo, que asume el caso en enero de 1999, elimina del expediente tan incómoda cuestión.
¿Por qué la ODHA defiende a Orantes con vehemencia, a pesar de ser acusación particular? "Fue una estrategia", explica Ronalth Ochaeta, entonces director de ese organismo y hoy embajador de Guatemala ante la Organización de los Estados Americanos. "La fiscalía no quería investigar el móvil político, y pretendía cerrar el caso con Orantes. Si lográbamos la excarcelación del sacerdote, a sabiendas de que era culpable, podríamos forzar la investigación hacia el crimen político, que en todo caso también iba a arrastrar a Orantes".
El fiscal Galindo se adentra en el laberinto castrense, pero al mismo tiempo indaga la eventual participación del crimen organizado, en concreto de la banda del Valle del Sol, dedicada, entre otros delitos, al robo de imágenes religiosas. El nexo entre este grupo y la Iglesia es Ana Lucía Escobar, sobrina del obispo Efraín Hernández (o su hija, según voces del clero), que en el momento del asesinato era el canciller de la Curia. Una ex cuñada de Hernández declaró que ella había advertido a Gerardi de las actividades de Ana Lucía. Otros testigos ubican a la joven en la escena del crimen. Pero nada pudo comprobarse.
Quizás por eso, el tercer fiscal, Leopoldo Zeissig, desechó esta hipótesis cuando asumió el caso, en octubre de 1999, después de que Galindo denunciara amenazas y saliera del país. Zeissig asume la posición que había sostenido la ODHA desde el principio: la ejecución extrajudicial organizada por la cúpula militar del gobierno de Arzú.
El convencimiento de la ODHA se había reforzado a partir de sus pesquisas y de la aparición de una serie de testigos. Primero fueron dos llamadas anónimas que los pusieron sobre la pista de los Lima. Luego, el testimonio de un taxista que, momentos después del crimen, vio en el parque de San Sebastián un vehículo con placas del ejército. Más tarde, un documento anónimo, cuyo origen es sin duda castrense, acusa del crimen al EMP y a los mandos militares más cercanos al presidente.
En agosto de 1999, llama a las puertas de la ODHA Jorge Aguilar Martínez, que trabaja en el EMP y narra todos los movimientos que hubo en la noche del crimen, entre ellos la llegada de un vehículo con el capitán Lima, Villanueva y el famoso descamisado descrito por los indigentes, al que sólo conoce por Hugo. Después aparece Óscar Chex, un suboficial supuestamente encargado de las escuchas telefónicas a Gerardi y a otros jerarcas de la Iglesia. El nexo entre esos testimonios y el crimen lo aporta Rubén Chanax, que en enero de 2000 modifica su relato para situar en la escena a los militares. En la versión dada ante el tribunal, el propio Chanax se incluye en una operación de espionaje a Gerardi y en la alteración de la escena del crimen.
La defensa cuestiona la idoneidad de los testigos: el taxista, sobrino de un general, tenía antecedentes delictivos. Aguilar Martínez, según el Ministerio de Defensa, era un mesero degradado a conserje, después de haber sido sorprendido robando unos pollos de la cocina presidencial, y ya no trabajaba en el EMP. Chex abandonó el ejército en 1996. Y Chanax ha cambiado su versión varias veces, en función de las necesidades de la fiscalía.
"Es todo un rompecabezas perfectamente construido. Cada testigo aporta la pieza que falta. No es casual que los cuatro gocen hoy de apoyo económico y de una nueva vida en el extranjero", dice Roberto Echeverría, abogado del capitán Lima. "Toda la acusación ha girado en torno a falsos testigos. Es una verdadera monstruosidad".
Lejos de lo que cabría esperarse, la mayoría de los analistas políticos acogió la sentencia con recelo. Quizás consciente de la fragilidad de los elementos de prueba para condenar a los tres militares, el propio juez Cojulún señaló, en una conversación posterior al juicio, la falta de combatividad de los abogados de la defensa. "A nosotros nos presentan esto [las pruebas y los testigos], y a esto nos tenemos que atener. ¿Qué hay detrás? No lo sé. Que me lo demuestren. Si yo hubiera detectado la falsedad de la prueba, se van a la calle. Pero la defensa no lo probó. Sólo lo mencionó".
Los jueces, comentan algunos de sus colegas, tenían un margen de autonomía muy reducido: la tremenda presión política, nacional y extranjera, hacía casi imposible la absolución de los sindicados. Culpables o no, había que condenar a los militares para consolidar la paz y las instituciones. La razón de Estado se imponía sobre la justicia.
En realidad, el clima creado alrededor del juicio ha comprobado que Guatemala no ha pasado la página de la guerra, a pesar de la firma de los acuerdos de paz. Quedan todavía muchas cuentas por cobrar. El sector militar más conservador considera los acuerdos como una imposición internacional y una traición de los políticos de turno el presidente Arzú, en ese entonces, a quienes acusa de haber regalado a la guerrilla una victoria política para compensar su derrota militar. En el otro lado del espectro, un sector de la izquierda está decidido a aprovechar todos los espacios y la simpatía internacional para debilitar a su enemigo tradicional, el ejército. Guatemala vive hoy una nueva forma de guerra que busca la derrota política del adversario a través de su descrédito.
Durante los dos meses y medio que duró el juicio, el ambiente de la Sala de Vistas reflejó con creces esta polarización. En términos de presencia en el recinto, los católicos comprometidos con la izquierda tuvieron una abrumadora ventaja. Algunos militares, muy pocos, reconocibles por el corte de pelo, hicieron acto de presencia. A pesar de eso, los brotes de paranoia aderezaron el debate, y un señor que leía la Biblia quedó convertido en un "oreja" de los servicios de Inteligencia que mandaba mensajes a los acusados mediante un sistema de claves cuando pasaba las páginas.
La guerra se desarrolló también en otras dos trincheras. En la prensa, el ejército perdió estrepitosamente la batalla. Y en la mesa de los testigos, frente a los jueces, la Iglesia infligió otra derrota a la institución armada con una batería de sacerdotes españoles y un obispo guatemalteco, hermano del ex general golpista Efraín Ríos Montt. Durante horas, estos religiosos explicaron que, con la muerte de monseñor Gerardi, el ejército se había cobrado una vieja deuda de los años setenta y ochenta, época en que el obispo dirigía la diócesis de Quiché, una de las zonas donde las comunidades indígenas y algunos religiosos católicos apoyaron a la guerrilla.
Varios laicos de la ODHA agregaron que, con la publicación del Remhi, Gerardi había puesto los últimos clavos a su propio féretro. Y, para dar sustento a esas afirmaciones, presentaron a un general peruano en retiro, Rodolfo Robles Espinoza, que explicó que los ejércitos latinoamericanos involucrados en la lucha contra la insurrección habían desarrollado "estructuras paralelas de poder", encargadas de eliminar físicamente a sus adversarios, tal y como lo había hecho Vladimiro Montesinos en su propio país. El oficial peruano aseguró que las acusaciones de genocidio vertidas en el Remhi habían provocado serias molestias en los sectores conservadores del ejército guatemalteco y, por ese motivo, "no descartaba la posibilidad" de que Gerardi hubiera sido víctima de una venganza.
El tribunal aceptó los argumentos de la acusación y llegó a la conclusión de que el asesinato del prelado fue "resultado o producto de las denuncias efectuadas en el Remhi", y de que se trataba de una "ejecución extrajudicial" porque se había comprobado "el apoyo o aquiescencia de autoridades del Estado de esa época, perteneciendo los responsables a cuerpos de seguridad del Estado".
Los jueces no repararon en un dato que podría echar por tierra su razonamiento: el coronel Lima Estrada, el único de los tres militares condenados que sí participó en el momento más álgido del conflicto armado, no es señalado en el Remhi como uno de los oficiales involucrados en las violaciones de los derechos humanos. Tampoco coincidió nunca con Gerardi: cuando estuvo al mando de tropas en Quiché, el obispo había abandonado la diócesis dos años antes. Esto le resta credibilidad al argumento de que el coronel tenía cuentas pendientes con el prelado.
El entorno de Álvaro Arzú está convencido de la inocencia de los militares condenados. "El crimen fue el golpe más duro para el proceso de paz", recuerda Gustavo Porras, antiguo miembro de la guerrilla y uno de los colaboradores más cercanos del ex presidente. Y la paz era el logro principal de aquel gabinete. ¿Por qué el equipo de confianza de Arzú iba a destruir su imagen, ejecutando a un obispo defensor de los derechos humanos y partidario de los acuerdos? No tiene mucho sentido, como tampoco tenía lógica el intento de involucrar a Carlos Salinas en el asesinato de su delfín, Luis Donaldo Colosio.
Entonces, ¿quién mató a Gerardi? Gustavo Porras no descarta el móvil político, pero sospecha de una manipulación orquestada por el sector militar desplazado por Arzú al llegar al poder. Con la victoria de Alfonso Portillo y del general Ríos Montt, en enero de 2000, este sector volvió a la esfera de mando. Apenas una semana después de la toma de posesión del nuevo gobierno, fueron detenidos los Lima y Villanueva. "Independientemente de quién y por qué mató a Gerardi, el aparato siniestro de la inteligencia militar ha convertido el crimen en algo irresoluble", se lamenta Porras.
La contundente sentencia contra los cuatro acusados ha proporcionado un respiro al gobierno de Portillo, cada vez más cuestionado por su ineficacia y los interminables escándalos de corrupción. No en vano, Portillo había hecho del caso Gerardi uno de sus principales caballos de batalla electoral, e incluso llegó a condicionar su permanencia en el cargo a la resolución del crimen.
La posibilidad de que el tribunal haya condenado a chivos expiatorios y de que los autores intelectuales de la conspiración sigan ocupando puestos en el gobierno actual no parece preocupar a las organizaciones de derechos humanos ni a la comunidad internacional, en particular a los Estados Unidos, que han aplaudido la sentencia. El solo hecho de haber logrado el castigo de tres miembros del ejército, que había gozado siempre de total impunidad, es interpretado como la prueba de que el apoyo internacional a los acuerdos de paz ha dado resultados y de que las instituciones democráticas se están consolidando.
Los guatemaltecos de a pie no comparten esta visión optimista de las cosas, y la fuga masiva, unos días después de esta sentencia "histórica", de casi ochenta reos peligrosos de la única cárcel de alta seguridad del país ha aumentado el escepticismo de la población frente a sus instituciones. Sin conocer los entresijos del caso Gerardi, la opinión pública está convencida de que los verdaderos culpables siguen libres, si es que no fueron ya ejecutados por una de esas estructuras ocultas que se encargan de "hacer la justicia" por su propia mano. –