Quizá nada es tanto lo que ha sido como una ciudad. Tercamente van quedando en ella, con todo y los cambios y quebrantos, destrucciones y florecimientos, sus olores, ciertos sitios y paisajes, esquinas y rincones, personajes, modos de ser, aires, ritmos y costumbres, aficiones. Cuando desaparece algo que pertenece a su entraña la ciudad lo resiente, se mina su naturaleza, la ciudad se rompe un poco porque deja de ser el sitio de convivencia donde son posibles todos los sentidos. Suele suceder esto en los tiempos que corren. Es cosa del progreso, o como pueda llamarse lo que hizo de Bucareli, por ejemplo, un pavoroso eje vial, o lo que marcó a la insípida Insurgentes con la ruta de los metrobuses. Ha pasado también con los estadios deportivos, centros de entusiasmo y memoria comunes, que uno tras otro fueron desapareciendo hasta el medio siglo anterior, en el caso de futbol, y que hace unos cuantos años añadieron a su lista el Parque del Seguro Social, el gran estadio beisbolero levantado, gracias a las gestiones de don Alejo Peralta (ingeniero, hombre de empresa y de deporte) ante don Antonio Ortiz Mena (abogado, director del Instituto Mexicano del Seguro Social, secretario de Hacienda), en el predio donde estuvo al Parque Delta, escenario de legendarias hazañas beisboleras.
Si la grandeza de un juego consiste sustancialmente en el despliegue renovado de la memoria colectiva, el caso del beisbol es de veras único. El deporte donde el que ataca no sólo no posee la pelota sino que la hace perdediza, es también el deporte que privilegia el recuerdo. Juego de grandes gestas (el cuadrangular de Mazerovsky, por ejemplo), de carreras míticas (las de Gerigh y Ripken Jr.), de marcas insuperables (la de DiMaggio), el beisbol fue durante décadas fiel a sus escenarios. En las Ligas Mayores los intentos de demolición del Yankee Stadium y del Fenway Park han logrado detenerse, y en México durante años pudo conseguirse la amenazada pervivencia del Parque del Seguro. Hasta que llegó la picota del progreso y sobre las ruinas de tantas jornadas imborrables (especialmente las de los Tigres capitalinos, Los fabulosos Tigres cuya historia ha sido recogida recientemente en una edición justamente lujosa y completísima preparada por la Fundación Alejo Peralta, los Tigres de Manuel Ponce y Vicente Romo, Beto Ávila y Fernando Remes, Arturo Cacheux y Rubén Esquivias) se erigió un nuevo mall de esos que adornan los sueños clasemedieros de los chilangos.
El libro de la Fundación Alejo Peralta, coordinado por el editor y escritor Federico Krafft, pone a circular jubilosamente recuerdos de personajes y hechos no tan lejanos y nos devuelve a una ciudad de México mucho más acorde con los deseos y las posibilidades de una vida razonable que la ciudad que ahora padecemos. Me hace pensar por ejemplo en el beisbol como el único juego que logra fundir el razonamiento con la emoción, sin merma de ninguno de estos elementos. Me hace recordar un Parque en el que se podía andar, sentirse a gusto, casi casi tocar el diamante limpio y el relámpago verde de su césped. Sin remedio, hace que salte la pregunta: ¿Qué sucedió con el besibol en la capital? ¿Será que la televisión, al no hacerle caso, terminó sepultándolo? ¿Será que la velocidad de nuestros tiempos no corresponde ya al ritmo, rápido pero también pausado y sin falta cargado de quietudes, del beisbol? ~
Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México