El viernes 2 de febrero pasado iba yo cruzando a pie la avenida Miranda de Caracas, a la salida de la estación del metro “Parque del Este”, cuando el estruendo de reactores de combate me hizo detenerme y mirar a lo alto.
No era, por cierto, la primera vez que a los caraqueños nos sobrevuelan cazas interceptores. El 27 de noviembre de 1992, como secuela sísmica de la fracasada intentona del entonces teniente coronel Chávez contra el presidente Carlos Andrés Pérez, ocurrida en febrero de aquel año, varias unidades de la fuerza aérea se sublevaron y nos brindaron durante todo el día una batalla aérea en los cielos de la ciudad.
Vimos de todo desde los balcones y también por la televisión: pilotos eyectados, por ejemplo. Un avión Bronco de reconocimiento y ataque derribado por las antiaéreras del gobierno –emplazadas a la carrera en la azotea de un centro comercial cercano– sobre la pista del aeródromo militar de La Carlota, situado justo al centro del valle de Caracas, a la vera de la autopista que cruza el valle de este a oeste y de urbanizaciones de clase media alta.
Algunas de las bombas arrojadas aquel día no estallaron nunca y permanecieron acordonadas con cinta plástica amarilla durante semanas mientras alguien se animaba a venir a desactivarlas. La sorna caraqueña agradeció con alivio a la corrupción del medio militar la providencial compra con sobreprecio de bombas que de ningún modo iban a estallar.
En aquella ocasión todo el parque aéreo desplegado por facciosos y leales era de fabricación estadounidense. Caía la tarde cuando la rebelión fue sofocada. Uno de los pilotos alzados, tripulando un F-16, rompió la barrera del sonido sobre la capital antes de tomar tierra y entregarse. Declaró más tarde que lo había hecho porque siempre había soñado con ello, desde que era cadete, y pensó que, una vez rendido, nunca más tendría oportunidad de hacerlo.
Esta vez los cazas a reacción que llamaron mi atención eran dos flamantes Sukhoi SU-30, reconocibles por el doble alerón de cola, distintivo del diseño militar de la era soviética. Son los primeros que llegan a Venezuela, sólo dos de una escuadrilla de veinticuatro cuya compra había sido anunciada ya hace tiempo. Pero lo que me chocó como realmente sorprendente fue la actitud de los viandantes: nadie parecía parar mientes en ellos. ¿Porqué estarían evolucionando sobre mi maltratada ciudad dos cazas de fabricación rusa? ¿Qué sabía la gente que yo no sabía y que los llevaba a ignorar el fragoroso estruendo de aviones de guerra? Entonces caí en cuenta de que el vuelo de práctica preludiaba el desfile militar anunciado para dos días más tarde.
Con el desfile militar del pasado domingo 4 de febrero, Chávez conmemoró su fallida intentona de hace quince años. Apenas una semana antes el parlamento monopartidista había abdicado en el Máximo Líder la función legisladora –“sólo durante dieciocho meses”– al promulgar una “ley habilitante”.
Los poderes habilitantes que Hitler solicitó al Reichstag lo “habilitaban” a gobernar por decreto por cuatro años apenas: se mantuvo doce en el poder, hasta la hora y punto del pistoletazo de mayo del 45.
Con todo lo implícito en el desfile, el ejército venezolano, al que una vez más Chávez ha cambiado el nombre, se convierte en el brazo armado del anunciado Partido Único del Socialismo Venezolano. Ha ordenado Chávez, además, que la fecha de un madrugonazo perpetrado a espaldas de todos sus conciudadanos, para derrocar un presidente legítimamente electo, se celebre en lo sucesivo como fecha patria, como día de júbilo con asueto pagado. Sugestivamente, lo ha hecho con el primero de sus decretos ley.
En la práctica, esto significa, ni más ni menos, que a partir del año próximo los venezolanos estaremos en la obligación de izar en los portales la bandera nacional –a su vez modificada en su diseño por la Asamblea Nacional para complacer un desvarío “historicista” del Comandante– y conmemorar un fracasado intento de golpe que hoy el “doble lenguaje” de nuestra particular distopia reescribe como “rebelión cívico militar”.
El 4 F del 92 quedó, pues, consagrado desde este año –¡para todos los venezolanos, incluso los adversarios pacíficos de Chávez!– como “Día de la Dignidad”, y así ha de ser celebrado en las escuelas elementales.
El espectáculo del desfile fue bochornoso: pendones con el rostro de nuestro Kin Il Sung llanero y vallas gigantescas con fragmentos de su “ideario”. Los batallones de elite trotando con sus recién adquiridos fusiles de asalto AK-47 rusos, al tiempo que voceaban “socialismo o muerte”. Los ministros, los magistrados del Tribunal Supremo y del llamado Poder Ciudadano, voceando consignas partidarias junto con Chávez. Y mis dos cazas Sukhoi SU-30 revoloteando sobre la ciudad.
El público asistente a la parada no sabía que asistía a la creación del brazo armado de los designios del Jefe. En el bando opositor, el sentimiento moral prevaleciente estos días es la aquiescencia. Por eso, quizá, mientras miraba a ratos por televisión el indignante desfile, pensé en Sebastián Haffner.
Haffner (1907-1999) fue un berlinés que en 1938 se exiló en Inglaterra pues se consideraba una víctima aria de los nazis. Luego de su muerte, entre sus papeles fue hallado un manuscrito inédito que Haffner había terminado en 1939. Publicado por primera vez a más de sesenta años de haberlo escrito, Historia de un alemán, memorias 1914 -1939 (Destino, 2001), se convirtió en sólo unos pocos años en texto imprescindible para comprender uno de los misterios de la conducta colectiva humana: la paulatina aquiescencia con que una sociedad abierta se aviene a vivir en una dictadura.
Haffner, desde luego, no ha sido el único intelectual europeo del siglo xx a quien ha llamado la atención la operación intelectual y la contorsión moral que permite a un individuo imbuirse de una especie de estupor político con el que cree poder sobrevivir sin ser visto ni tocado por una dictadura de masas. “La historia que va a ser relatada a continuación –con estas palabras aborda Haffner el primer capítulo– versa sobre una especie de duelo. Se trata del duelo entre dos contrincantes muy desiguales: un Estado tremendamente poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular, pequeño, anónimo y desconocido. Este duelo no se desarrolla en el campo de lo que comúnmente se considera la política; el particular no es en modo alguno un político, ni mucho menos un conspirador o un ‘enemigo público’. Está en todo momento claramente a la defensiva. No pretende más que salvaguardar aquello que, mal que bien, considera su propia personalidad, su propia vida y su honor personal. Todo ello es atacado sin cesar por el Estado en que vive y con el que lidia nuestro particular, a través de medios brutales, si bien algo torpes.”
Refiriéndose a los comienzos de 1933, cuando los nazis, ya instalados en el poder y entregados a copar con rapidez pasmosa todas las instituciones del Estado alemán, Haffner anotó: “La situación de los alemanes no nazis durante el verano de 1933 fue ciertamente una de las más difíciles en las que se pueda encontrar un ser humano: un estado de sometimiento total. […] Todos los baluartes institucionales habían caído, era imposible ya cualquier tipo de resistencia colectiva y la oposición individual era una especie de suicidio. Los nazis nos tenían completamente en sus manos. […] Y, al mismo tiempo, todos los días nos instaban no ya a rendirnos, sino a pasarnos al bando contrario. Bastaba un ligero pacto con el diablo para dejar de pertenecer al bando de los prisioneros y perseguidos y pasar a formar parte del grupo de los vencedores y perseguidores.” Quien viva en la Venezuela de hoy día tomaría por crónica de actualidad estas palabras.
Es llegado aquí donde, creo, calza una de sus observaciones más sugestivas y que remiten a la idea del duelo desigual entre el Estado y un individuo particular: “Uno se siente siempre tentado a creer que la historia se desarrolla entre unas docenas de personas que ‘rigen el destino de los pueblos’ y de cuyas decisiones y actos resultará lo que, más adelante, será denominado ‘Historia’. […] pero, aunque pueda sonar paradójico, no deja de ser un simple hecho que las decisiones y los acontecimientos históricos realmente importantes tienen lugar en nosotros, en los seres anónimos, en la entrañas de un individuo cualquiera, y que ante estas decisiones masivas y simultáneas, cuyos responsables a menudo no son conscientes de estar tomándolas, hasta los dictadores, los ministros y los generales más poderosos se encuentran completamente indefensos.”
Ojalá la todavía hoy enorme masa opositora venezolana no ceda a la aquiescencia tan propia de lo que Álvaro Vargas Llosa llamó, alguna vez, “la contenta barbarie”. ~
(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).