Luis Terrazas: Los rostros de un fundador

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Hay rostros que, más allá de sus trazos fisionómicos y de su estructura física, son una biografía. Son claramente su consecuencia, pero son algo más: guardan fuerzas aún no del todo manifiestas, una actitud sin fecha y lugar precisos de origen y destino. El de Luis Terrazas es uno de esos rostros, y la biografía que late en sus surcos y en su severa apostura en buena parte es la de una vasta zona del país en el siglo XIX y los años más cruentos de la Revolución. Como es normal, la vida de aquel hombre de Chihuahua ha sido explorada y reconstruida en intentos varios, y es seguro que ahora, en la obra paciente y equilibrada de Héctor Chávez Barron, tales tentativas han conseguido su mayor fortuna.
     Chávez Barron, él mismo chihuahuense, ha sido cautivado por una presencia perenne en la vida de su estado natal. Sabe que, en un sentido importante, su vida misma, en tanto oriundo de aquella tierra, se cruza desde sus comienzos con las gestas terraceras. Don Luis, como se sabe, fue una suerte de hombre orquesta, y los instrumentos con que interpretó las obras que él mismo compuso tuvieron que romper el silencio del desierto y apagar el estrépito de una beligerancia que desplegó armas y reyertas políticas. El biógrafo plantea el escenario: Chihuahua se tendía en la geografía mexicana como un territorio aparte, casi como un accidente, algo ajeno a lo sustancial. Males del centralismo que ha arrastrado el país desde su origen: fuera del centro, todo es un surtidor. Del centro parten las grandes decisiones; en la periferia nace la riqueza de la nación y surgen los problemas que los gobernantes problema habrán de resolver. Una de las lecciones del libro de Chávez Barron consiste en mostrar la gran distancia que hay entre el dicho y los hechos: ¿cómo solucionaría el poder central, por ejemplo, la larguísima ristra de irrupciones indias en la tierra chihuahuense? Si se pensara que Chihuahua habría llegado tarde al curso de la historia nacional, se estaría pensando en una historia nacional trunca, que sería vista además con miopía. La historia chihuahuense es a la vez un símbolo y un caudal de acontecimientos que, sin exageración, están en el centro mismo de la vida del país.
     Es claro el juego de constrastes: en gran medida lo distante tiene que bastarse solo, más allá de las vanas promesas liberales orientadas en contra del centralismo. Luis Terrazas, intuitivo e inteligente (no siempre coinciden ambos atributos), cae en la cuenta de que la desventaja originaria brinda posibilidades concretas de avance, si se ponen en juego el empeño personal, la imaginación y la audacia. Se forja a sí mismo, justamente a la manera en que lo hace su terruño. Torna propicio lo adverso, hace florecer la tierra seca. Vive en los límites y tiene delante de sí la ocasión de fundar un centro nuevo y activísimo. No tiene que ir lejos a buscarlo: está en su propio rostro.
     En aquellos límites, en la historia mexicana se desplegó durante un trecho del siglo pasado la tentación separatista. Acosados por los apaches, en cuya tierra no era fácil amarlos, los norteños se las arreglaron para sacar provecho de su distancia del poder central y de los pocos recursos que de él obtenían, metidos en una agitada vida política particular y que decía a las claras la pertenencia del Estado a la República; una vida llena de idas y retornos, de apariciones y resurrecciones, de fines efímeros y de recomienzos sin fin. Chávez Barron cuenta cómo la vida de Luis Terrazas se va templando en diversos frentes, en los años de formación (los propios y los de la entidad y el país). Aquellos frentes incluyen la vida en la milicia y, de manera fundamental, en la política. Contra lo que podría pensarse en la superficie, la biografía de Terrazas, según la ha trazado con fidelidad el autor, no incurre en los dobleces habituales, en las trampas que caracterizarían la “política a la mexicana”. Tampoco el chihuahuense fue, ni en la política ni como empresario, un hombre que confundiera el gran poder o su búsqueda con el abuso. Entrevió y llegó a fundar una suerte de modernidad que, ya más allá de su biografía, si no ha terminado de fructificar es a causa de los adversarios contra los que él luchó: el centralismo que termina ahorcando a la democracia, y la desorganización como fuente de conflictos e inoperancia. Liberal, Terrazas hizo de su naturaleza fundadora la fuente de una riqueza sin par, entonces y posiblemente ahora.
     Los aspectos públicos, con ser de lo más atractivo en este rostro de caminos sin fin, están lejos de agotar el registro puntual que ha emprendido Chávez Barron. En esta línea, el autor despliega con la mayor claridad una de sus virtudes mayores: la de la objetividad, como ejercicio (probablemente nada fácil) de un freno continuo para no aventurar, no ir más allá de los hechos comprobados, aun cuando, por ejemplo máximo, llame la atención especialmente cómo se componen las familias del poder, tan a menudo extendiendo los primeros vínculos mediante matrimonios en los que se reiteran los apellidos. El rostro de Don Luis Terrazas tiene las líneas del liberal y el aristócrata, el político y el terrateniente non, el visionario y el cariñoso hombre de familia.
     Entre las numerosas prendas de este nuevo biógrafo descuella sin duda la de su prosa, tan equilibrada, tan ponderada, tan severamente elegante como la exposición toda de la biografía: como el rostro de Luis Terrazas. –

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Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México


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