Nunca se me ocurrió, durante el tiempo que viví junto a mi madre, que ajustar mis genitales en su presencia tuviera una repercusión mayor. Estaba equivocado. Después supe que incluso les pedía a las otras mujeres objetos de valor para que pudieran mirármelos plenamente. Ajustados, acogotados, a punto de estallar. Mi madre aprovechando mi dolor. Recolectando objetos sin parar. Muchas veces cosas de comer o pequeñas prendas de adorno personal: aretes de plástico, alguna cuerda delgada que adosaba a su muñeca. Cierta vez consiguió un lápiz con el que pintó sus labios. Fue tanto el entusiasmo que le causó delinear su boca que olvidó por unos momentos mi presencia. Logré entonces desanudar la extraña prenda que mi propia madre había ideado para nuestras visitas a los baños. Quedé totalmente al descubierto. Una luz difusa iluminó mi carne. Me arrojé después al agua. A la parte más honda. Aparté a unas mujeres obesas que con sus cuerpos me impedían el paso. Estuve incluso a punto de cruzar a la sección reservada a los hombres. Estaba seguro que de haberlo logrado nunca más hubiera vuelto a ser recibido por mi madre. De improviso se me ocurrió voltear. Estaba a gatas. El agua se confundía con el barro. De haberme puesto de pie me hubiera llegado sólo a los tobillos. Hubiese quedado expuesto nuevamente a las miradas que hacen posible que me encuentre ahora en estos baños. Las mujeres hurgarían entre sus pertenencias y lograrían, por medio de aquel trueque tan particular, contemplarme el tiempo que considerasen necesario. Miré más allá de las mujeres obesas y pude percibir que mi madre continuaba al lado de las piletas de aguas termales. Seguía abstraída en el ritual de delinear su boca. Las demás la observaban con detenimiento. Salvo las mujeres obesas, que seguían atrapadas en la zona que les tenían reservada. Me atrevo a decir que se trataba de un espectáculo ajeno a las costumbres de la región. Me pareció tan alejado de nuestras usanzas que no pude controlarme y le grité. Mi madre no podía utilizar estas visitas para pintarse los labios. Mi voz se fue acrecentando. El rebote del agua contra los canales de cemento distorsionaba de manera rotunda las palabras que le iba dirigiendo. No podía permitir que los labios de mi madre fueran más importantes que el espectáculo que mis testículos eran capaces de ofrecer. Pero parecían serlo. Incluso a las mujeres obesas se les veía dispuestas a romper las reglas y se preparaban para ingresar a la zona de aguas termales. Antes aquello nunca había sucedido. A partir de cierta edad y de la definición de los sexos, cada cual tenía su zona asignada. Sólo a los niños y adolescentes se nos permitía ir de una a otra sin el permiso de nadie. Estábamos en la libertad de aventurarnos desde el espacio de las mujeres estériles hasta el reservado a las niñas que eran preparadas para ser ofrecidas a los hombres que años después debían pegar plumas de ave en sus cuerpos. En los primeros tiempos permanecía muchas horas dentro del agua. En aquella época no sabía aún lo perjudicial que suelen ser los baños tomados a destiempo. Era inconsciente todavía de lo peligrosas que se tornan las superficies recorridas una y otra vez. Volver a descubrir las marcas del tiempo sobre las cosas es quizá una de las enseñanzas de estos baños. Lo único que parecía escapar a este deterioro eran mis testículos, siempre dispuestos para la exhibición. En la puerta de salida me esperaba mi madre. Se le veía contenta cada vez que nos volvíamos a encontrar. Llevaba casi siempre consigo los objetos recolectados durante la jornada. Le agradaban la mayoría de los regalos que le daban a cambio, pero parecía haber comenzado a tener una especial predilección por los lápices de labios. En más de una oportunidad me había despertado en medio de la noche para mostrarme sus labios morados o fucsia fosforescente. Nunca pude estar seguro de si lo había soñado o si aquella figura exaltada que movía la boca en forma un tanto grotesca formaba parte de una escena que existía en realidad. Mi madre no dejaba de mostrarme los labios hasta que yo despertaba del todo. Le decía que efectivamente me gustaba más cuando estaba pintada de esa manera. En noches como aquélla era muy difícil que volviera a conciliar el sueño de la forma profunda en que suelo hacerlo. Me quedaba entre despierto y dormido. Ponía en práctica un viejo juego —con el cual me solía entretener desde niño— que consistía en sacar mis genitales, sin necesidad de las manos, de la extraña ropa interior que mi madre me confeccionaba. Sabía que aquella prenda no era una invención suya. Se trataba de un modelo que venía de muchos años atrás. Sabía también que el oficio de madre que se dedica a mostrar los genitales de sus hijos no era de su invención. Se trata de una costumbre de antigua data, para la cual no todas las mujeres con hijos están capacitadas. En realidad casi ninguna se encuentra en condiciones de llevar a cabo una práctica de esta naturaleza. De allí la ínfima cantidad de madres de este tipo que hay en el mundo. En la comarca casi todos habían olvidado la existencia de una mujer semejante. Tuvo que ser mi propia madre la que les hizo recordar a los demás que cincuenta años atrás la hermana de su abuela se convirtió, como producto de esta profesión, en la mujer más poderosa de la zona. Se tenía cierto recuerdo de aquella mujer. Pero nadie, ni siquiera mi madre —quien realizó una investigación exhaustiva para conocer más de cerca a su predecesora— conocía el destino final del hijo que la llevó a reunir tanto poder, lo sucedido con ese muchacho con quien recorría poblado tras poblado en una ruta sin fin. Es verdad lo que se rumora, me dijo mi madre cierta madrugada de mucho calor en que me acababa de despertar para enseñarme unos labios cubiertos con una pátina aceitosa, de las madres mostradoras de genitales se llegan a conocer muchos detalles. En cambio de sus hijos exhibidos se ignora todo. Luego me enteré de que los mataban sin piedad. Aquella noche caí profundamente dormido. Tuve muchos sueños, que continuaron las noches siguientes. Imaginé el destino de las madres que se enriquecían con el espectáculo ofrecido por sus hijos. Se decía que aquellos genitales terminaban siendo víctimas del mal propiciado por la envidia de las demás. De un momento a otro comenzaban a secarse hasta que de la bolsa inflada que los contenía no quedaba sino una tripa flaca y colgante, que terminaba por desprenderse del cuerpo antes de que el joven se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Cuando esto sucedía las madres huían de inmediato. Cargaban como podían con los objetos de valor que hubiesen recolectado y solían dirigirse hacia las zonas montañosas a esconder su vergüenza. Antes daban muerte a sus hijos. Una de las maneras más comunes era permitiendo que se llenara de gusanos la herida dejada por el escroto al desprenderse. Para acelerar el proceso ponían sobre la herida restos de excremento. Me enteré de este método hace poco tiempo. Me lo contó un compañero de la escuela especial a la que asisto. ¿Por qué me encuentro matriculado en una escuela especial? Es una pregunta que nunca dejo de hacerme. A mi madre parecía no bastarle con llevarme casi todas las tardes a los baños públicos. Enriquecerse con los objetos que iba recolectando. Pintarse los labios una y otra vez con lápices de diferentes colores. Todo esto daba la impresión de parecerle poco. Cualquiera que la hubiera visto en esos años hubiese pensado que me odiaba con todas sus fuerzas. Pensaría en esa única opción, sobre todo si hubieran apreciado el gozo que se reflejó en su rostro cuando la directora de aquella escuela dio por fin su veredicto de aceptación. Mi madre había estado muchos años empeñada en lograr que formara parte de esa escuela. Cuando le nació aquel deseo todavía no podía percibir la potencialidad de mis testículos. En aquellos tiempos esa escuela era tal vez la única salida que podía encontrar para ser considerada como un mujer de cierto prestigio en la comunidad. El único modo de estar al nivel de los hombres que pegan plumas de ave en sus cuerpos. Recuerdo que cuando estábamos a solas realizaba experimentos con mi cuerpo para conseguir mi ingreso. Me colocaba unos lentes con los que la realidad se trastocaba hasta convertirse en una presencia irreconocible, capaz únicamente de producirme pavorosos mareos. En otras ocasiones me asfixiaba con la almohada hasta que me sentía morir. Una vez trató de meter mi cráneo dentro de una calavera que guardaba con fines desconocidos. Cierta mañana en que me descubrió gastando en caramelos un dinero que cayó del bolsillo de un muchacho de la zona, me quemó las manos en la hornilla de la estufa. Sólo consiguió que me aceptaran en la escuela especial después de la primera incursión a los baños públicos. Alguien le había dicho que hacer esa visita era la única forma de lograr que fuera parte de esa escuela. En aquel entonces mi madre era una mujer realmente pobre. Ni siquiera era dueña del bolso con el que actualmente se pasea. Vivíamos en un galpón que había sido de sus padres. Durante muchos días fue guardando centavo tras centavo para poder pagar una entrada en aquel tiempo inalcanzable. Nuestros cuerpos comenzaron a expeler un olor hediondo. Como sabíamos que la visita estaba próxima, abandonamos las formas de aseo que practicábamos normalmente. Cuando se logró completar el valor de las entradas nos levantamos antes de que amaneciera. Salimos con prisa. Sabíamos que desde muy temprano se formaban las filas de gente para entrar. Que muchos de los comerciantes del sur iban a visitar esos baños antes de sus giras de trabajo. Que las mujeres de la más alta alcurnia querían aprovechar las opacas luces del alba para que nadie apreciara con nitidez sus cuerpos antes de ser introducidos al agua. Nos quedamos dentro horas enteras. Los regalos comenzaron a aparecer ni bien madre me quitó los pantalones. A partir de entonces tuvimos acceso gratuito a las instalaciones. Debíamos acudir todo el tiempo que nos fuera posible. Nunca más mi cuerpo volvió a oler de manera desagradable. Mi piel cambió a las pocas semanas. Se cubrió de una pátina un tanto reseca y de una luminosidad que para algunos es incluso más asombrosa que mis propios genitales. ~
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Texto de Mario Bellatin que explora la maternidad y examina el intrincado vínculo entre madre e hijo con profundidad emocional y cultural.