1.
Lo primero en Sisal es su muelle. El que recibió a la emperatriz Carlota cuando arribó a México en 1865. Un muelle digno del arribo de una emperatriz y su cortejo: una calzada de diez metros de ancho flanqueada de columnas dóricas blancas que se adentra en un mar de siete tonos de azul.
Hay que contarlos desde el cielo hasta la playa: la franja del horizonte azul marino, luego el mar azul bandera, luego el azul cobalto, luego el verde azul, luego el turquesa, de pronto, alzándose en una ola, la espuma blanca, y al abatirse y explayarse, oh sorpresa, el mar transparente.
Cero idealización: el mar es de verdad transparente en la ola que se desliza sobre la arena: en el agua cristalina se ven inquietos pececitos plateados, antes de que una parvada de gaviotas llegue, picotee el agua, y se aleje volando, en los picos las sardinas.
–Hace por lo menos veinte años que no veo olas transparentes –le digo a Xavier Chiappa, director de la Unidad Interdisciplinaria de Docencia e Investigación de la UNAM, en Sisal, Yucatán.
–Vaya, hace veinte años que no veo en una ola que llega a la playa un solo pez vivo, ya no digamos tantas sardinas.
Estamos en su cubículo, son las 10 de la mañana de un viernes y en el calor de horno sudamos todos: Xavier, Julia de la Fuente, que me acompaña, y Toño Sáizar, el fotógrafo
de este reportaje.
–Vaya –mi entusiasmo se prolonga–, este febrero buceando sobre el arrecife de corales de Cozumel, supuestamente el segundo mejor de los sitios para el buceo del plantea, después del Mar Negro, en una hora conté cuatro peces. Una cuenta de espanto.
Xavier asiente. Él tampoco, salvo en Sisal, ha visto en los últimos veinte años eso: peces en las olas que llegan a la playa.
–Y espérate a la tarde –me dice–. Al atardecer pasan volando flamingos.
–¿A qué horas? –tercia Toño.
–Al atardecer –repite Xavier.
–Claro, cuando el sol se mete –filosofo yo–, no cuando las manecillas de los relojes humanos lo ordenen.
–Eso es uno de los pagos de trabajar en el calor tremendo de Sisal –dice Xavier–. Ver cada atardecer llegar a los flamingos volando.
–¿Y cómo supiste del centro? –quiere saber Xavier.
Le cuento.
2.
Estaba en España alistando un viaje a la Veta la Palma, cerca de Sevilla, para visitar la reserva donde se están cultivando diversas especies marinas: anguila, mújol, lenguado, lubina y dorada, y donde, además de la multiplicación de estas especies, ha sucedido el prodigio de otra multiplicación inesperada de lo vivo: la reserva recibe la visita de seis especies de aves, algunas en peligro de extinción. Cigüeñas blancas, correlimos, zampullínes cuellinegros, garzas, ánsares, flamingos.
Entonces, el que habría de ser mi guía, Ramón, me dice:
–Y por supuesto visitaste ya Sisal, en tu país.
–No –me demudo.
Me informa que en mi propio país en enero de este año se cerró por primera vez el ciclo de la cría de pulpo en cautiverio. Una hazaña científica que tendrá repercusiones en las costas del planeta entero.
–Pues qué coños están pensando en México que no ha salido en la prensa.
Tal vez ha salido, acaso en páginas muy interiores de periódico, el caso es que yo no lo he visto. Pero sí sé qué coños estamos pensando en el 2010 en México: lo mismo que los mexicanos pensaban en 1910 o en 1810: en un matadero de personas para los próximos diez años. Y en medio de las fotografías del matadero que llenan la portada de los diarios, en medio de las notas del resto más civilizado de la discordia nacional, la multiplicación de la vida de los pulpos no ha sido noticia.
3.
Hace miles años, los antropólogos aún debaten la cifra, sucedió que alguien en una tribu de humanos recolectores y cazadores se asomó a la bodega provisional hecha de palos y techada de escasas hojas de palma y notó algo asombroso.
Ahí adentro, entre el montón de frutas secándose al sol, en el suelo de tierra, habían crecido unas plantitas verdes.
Debió haber sucedido en distintas bodegas de distintas tribus. Uno, tres, cuarenta recolectores, cuatrocientos, fueron descubriéndolo en las siguientes primaveras con idéntico asombro: entre las frutas secas, entre los cuerpos de animales muertos, en ese hedor caliente, se alzaban tallos verdes, tallos con hojas, tallos con flores, y por fin, alguna vez, tallos con incipientes frutos verdes.
El descubrimiento cambió el destino de la especie humana: la convirtió en sedentaria: en agricultora. Es decir, en conocedora de los ciclos de las plantas. La hizo más sabia y quieta y reflexiva. Y, con la quietud reflexiva, la especie se volvió inventora: imaginó y produjo mil implementos para volver la vida más cómoda.
No en vano de la palabra cultivar deriva la palabra cultura.
–De ese tamaño es el cambio que propone la acuicultura –explica la doctora Gabriela Gaxiola–. Que pasemos de ser pescadores a cultivadores de las especies marinas. Que pasemos de depredadores del mar a ser sus cultivadores. Por acá –señala la doctora y nos adentramos en su área de investigación: doce piscinas circulares al aire libre, cubiertas por lonas negras, donde se cultiva el camarón.
–El oro rosa del mar: el camarón –dice la doctora Gabriela Gaxiola.
Más tarde entraremos con el maestro en ciencias Adolfo Sánchez a un iglú blanco de fibra de vidrio donde en el frío simulado de una noche marina se experimenta en el cultivo de peces grandes: trucha de mar, róbalo blanco y pargo canané.
–De hecho ayer les inyectamos hormonas y hoy esperamos que los pargos desoven –dice cuando nos aproximamos a una piscina cubierta con lona negra.
–¿Podemos fotografiarlos? –se interesa Toño.
–No –dice Adolfo y se lleva un índice a los labios mientras cruzamos junto al tanque–. Shhh, necesitan quietud para desovar.
La doctora Carmen Martínez nos conducirá por otro iglú, donde se experimenta en el cultivo de especies de ornato, las especies más evidentemente redituables: caminamos por un laberinto de peceras donde se experimenta en el ciclo reproductivo de caballitos de mar, corales, anémonas, gupis y peces payaso.
Y por fin, visitamos con el doctor Carlos Rosas el iglú de fibra de vidrio donde se ha logrado, recién este enero, cerrar el ciclo del cultivo del pulpo.
Para empezar, Carlos nos presenta a sus colaboradoras. Una cooperativa de mujeres mayas que lo acompañan en esta aventura desde hace cinco años. Ahora seis de ellas trabajan en la primera cámara del iglú, poniendo en pequeñas conchas naturales una gota amarilla de comida artificial, comida que acá se ha inventado. Durante la mañana han preparado 15 mil raciones en 15 mil pequeñas conchas; por la tarde prepararán 15 mil más, así manualmente, con una paciencia de relojeras.
4.
–El proyecto de cultivo de pulpos nació de un conflicto entre Campeche y Yucatán –rememora el doctor Carlos Rosas–. Cada año, en la frontera de Celestún e Isla Aguada, los pescadores de los dos estados se encontraban, aún se encuentran, para competir por la pesca de pulpo. Aunque no hay un mar propio de cada estado, nada más existe un mar nacional, igual los pescadores sí distinguen si un yucateco o un campechano cruza del lado del mar que no es suyo, y en los enfrentamientos ha habido heridos y muertos y desaparecidos.
–A principios de este siglo, el gobernador de Campeche, Antonio González Curi, atrapó a unos pescadores de Celestún, los encarceló y se suscitó un escándalo nacional. Por eso, cuando hace seis años el estado de Yucatán convino con la Universidad Nacional Autónoma de México construir este centro de investigación y estudios, pidió que desarrolláramos algo para el pulpo.
–¿Cuál era entonces la experiencia internacional sobre el cultivo de pulpo? –pregunto.
–Los españoles ya habían desarrollado empresas en el área de Vigo y habían engordado pulpos ya hacía tiempo en jaulas flotantes. También en cautiverio habían logrado que desovaran, pero de los huevos no habían logrado pasar a la fase de cultivo larvario. Entonces nosotros trasladamos nuestra experiencia en el cultivo del camarón al pulpo, para crear un paquete tecnológico que entregado a una comunidad pudiera producir animales en forma masiva, como si se tratara de una planta comercial.
Estaban en esas ideas iniciales cuando Carlos escuchó de un grupo de señoras que en la aduana abandonada del puerto cultivaban hortalizas. En la tierra acumulada en los años de abandono, sembraban rábano, perejil y cilantro, y lo vendían en una esquina del pueblo, a cinco pesos el ramito.
–Hablé con una de ellas y me dijo: “oiga, qué interesante, sí vamos a verlo”. Empezamos trayendo pulpos chiquitos de la pesca, que engordábamos con jaiba y desechos de pescado, como decían los españoles que lo hacían. Fue espectacular lo que sucedió.
En veintinueve días cada pulpo pesaba más de un kilo y Carlos regañó a uno de sus asistentes.
–Estás mal David –le digo–. ¿Cómo crees que es posible? No hay materia viva que crezca a esa velocidad. Así que al día siguiente voy con David a pesar los pulpos, cuidando de escurrirles el agua que a veces conservan dentro. Toda la mañana fuimos pesando más de cien pulpos y sí, habían crecido a una tasa espectacular, dieciocho gramos diarios.
–Nos entusiasmamos, claro. Empezamos a cultivar pulpos varios meses. El dinero de la venta era para ellas y al final se compraron un triciclo.
Pregunto:
–¿Perdón?, ¿un triciclo? Es decir que no se ganó mucho.
–Casi nada. Resultó que el pulpo adulto se vende a treinta pesos el kilo en la playa de Sisal. Así que fue una decepción. Entonces les hice una promesa: encontraríamos la forma de que el cultivo de pulpo obtuviera ganancias. “Un día ustedes pasarán montadas en su camioneta Ford Lobo último modelo y alzarán las manos para saludarme”, les dije. El único problema es que no sabíamos cómo lograrlo. Y para colmo de males, no estábamos logrando realmente reproducir pulpos en cautiverio. Así de simple, no sabíamos cómo cultivar los huevos. Las hembras los iban poniendo en un racimo (un racimo como de uvas blancas, cada una de dos centímetros) y se nos morían, las hembras los tiraban o se nos pudrían.
–¿Entonces?
5.
–Entonces desarrollamos la incubadora que viste, para que allá maduraran los racimos de huevos.
–Y pasamos a la siguiente fase: aprendimos a sacar de los huevos las larvas de pulpo.
–Luego aprendimos a llevar las larvas a pulpos juveniles y los juveniles se llevaron por fin a adultos.
Y en el camino inventaron el alimento artificial de los pulpos, para evitar el canibalismo.
Ese que ahora las mujeres gotean manualmente en conchas pequeñas.Fueron cinco años de investigación para cerrar el ciclo de la reproducción del pulpo, y al final se encontraron con el mismo problema de años antes: el pulpo cultivado es costoso y en la playa de Sisal el pulpo capturado en una barquita en alta mar seguía vendiéndose a treinta pesos el kilo.
Como en tantas cosas del siglo XXI, la solución que Carlos encontró, la encontró del otro lado del redondo planeta. En esta ocasión, en Corea, donde un pulpo juvenil, de unos treinta gramos, vale gramo por gramo, en una mesa de restaurante, y si está vivo, lo que vale el caviar.
Los coreanos acercan los palillos al pulpito vivo, que se enreda en ellos, lo suben a sus bocas y se lo comen con cara de éxtasis. Más les vale: pagan por la delicia del inquieto bocado cinco dólares.
6.
Es decir, hay un mercado en Asia para el lujo del pulpo baby. Pero entre las piscinas de Sisal y las mesas de los restaurantes asiáticos hay algo más que millones de kilómetros.
–Ahora que ya sabemos cultivar el pulpo, debemos resolver varias etapas –dice Carlos–. La primera es estandarizar y volver más mecánica la parte de la producción y de engorda. Por ejemplo, para que las señoras no tengan que hacer treinta mil raciones de alimento al día a mano. Luego, necesitamos desarrollar la forma de traslado, para que el pulpo gourmet llegue vivo del otro lado del mundo. Y por fin necesitamos un socio empresario con colmillo, alguien que desarrolle con nosotros un plan de negocios, localice más mercados, optimice las ventas, haga esas cosas que nosotros desconocemos.
En cuanto al traslado, Carlos y la cooperativa de mujeres ya tienen el asunto tomado por la cola. Este abril enviaron una remesa de pulpos baby vivos a una degustación en el Centro Gourmet de la exclusiva colonia Lomas de Chapultepec de la ciudad de México.
–Los empaquetamos un domingo a las 6 de la tarde, volaron por avión y los abrieron el lunes a las 8 de la noche.
Uno puede verlo en YouTube (degustación de pulpos rojos miniatura en México): ante comensales y jefes de cocina de Japón, España y México, el restaurantero extrae de cajas de cartón las bolsas de plástico con agua donde hay un pulpo y procede a mostrarles a los comensales cómo comer (según él) el pulpo gourmet. Toma entre los dedos la cabeza del pequeño pulpo, lo ahoga en un vaso con mezcal y se lo zampa y mastica, ante las caras de asombro o de espanto de la concurrencia.
La narradora del video asegura con voz melodiosa: “Los chiquitines yucatecos conquistaron la ciudad más grande del orbe.” Y más adelante, mientras el restaurantero ahoga a otro pulpito en el vaso de mezcal: “Los pulpitos se robaron de inmediato el corazón de los capitalinos, algunos de los cuales los ven como una mascota en sus peceras.”
Lo que es la ignorancia de los bípedos pensantes sobre el resto de los animales: en seis meses, la mascota ya no cabría en sus peceras hogareñas, amén de que para entonces se habría degustado a todos los otros inquilinos.
Cierto en cambio es lo que la narradora concluye: “los asistentes festejaron alzando sus vasos de mezcal el logro de la única granja experimental de pulpo en el mundo, que tiene todo listo para incursionar en las fases comercial e industrial, con un impacto positivo para las esposas de los pescadores yucatecos”.
7.
Todo termina en la boca de los primates mamíferos bípedos. Frutas, hierbas, verduras, peces, pájaros, cuadrúpedos: todo acaba en la boca humana. O se vuelve comida o se vuelve palabra.
Es decir, eso creemos nosotros, los mamíferos bípedos pensantes: si no ha de volverse comida y si no hay una palabra que lo nombre, no existe.
Desde luego es falso. Mucho existe en el planeta sin nombre, lejos de nuestras bocas triturantes. Sesenta por ciento de las especies vivas no han sido clasificadas y setenta por ciento de ellas viven en la profundidad del mar. Pero volviendo a nosotros y a nuestras bocas, nos definimos como los depredadores del planeta. La definición ya existe en la Biblia (Génesis 1:28) pero es mucho más antigua. Nos definimos como el gigante egoísta de la realidad: si algo no existe para ser finalmente nuestro vestido, nuestra comida o nuestro transporte, es un estorbo.
–Todo es asesinato.
Me lo dice el doctor Xavier Chiappa con aire casual, pero ojos profundos, mientras comemos estupendos camarones gigantes en una fonda de Sisal. Él y la doctora Gaxiola me han estado explicando cómo cada proyecto de multiplicación de vida en la unidad de investigaciones debe encontrar en el hormiguero humano consumidores, si es que ha de subsistir. Expresado en idioma mercantil, debe encontrar su justificación económica.
Los pulpos deben volverse productos comestibles de lujo. Los caballitos de mar deben volverse ornato de peceras. Los róbalos deben llegar algún día a un mercado para ser vendidos. Todo debe terminar en algún agujero, corporal o artificial, propiedad de algún primate pensante.
–¿Y repoblar el mar porque sí, por pura generosidad con la vida?
La pregunta me la hago ahora que transcribo las notas de mi visita a Sisal.
Habría que buscar a los filántropos del mar, me respondo.
Una de las familias más ricas del planeta, los Walton, dueños de la empresa de tiendas más grande del globo, las tiendas Walmart, tiene el propósito de repoblar el Mar de Cortés. Los Walton pasan inadvertidos para la gente de la costa del Mar de Cortés, usan zapatos viejos, ropa ligera y manejan camionetas desvencijadas. Eso sí, sus aviones personales, con los que viajan seguido a Sinaloa, al norte de México, son de tecnología de punta.
Bueno, pues los Walton están empecinados en repoblar el Mar de Cortés y tienen para ello un proyecto, que por lo pronto implica severo control del número de pescadores. Suelen pegar en la pared las grandes fotos del Mar de Cortés que toma el satélite de la zona, planas de tres por tres metros, y cuentan personalmente las milimétricas barcas que aparecen. Son 130 las autorizadas por la Secretaría de Pesca. Suelen contar más de 180 y reportar la infracción a las autoridades.
Pero hay más que imaginar que controles y vedas para los pescadores, cuando se trata de repoblar el mar. Yo imagino una generación de jóvenes, todavía sin compromisos ni miedos, que le dicen no a la codicia. Que vuelven la espalda al hormiguero humano. Que entre los triunfos simbólicos del hormiguero humano y el entusiasmo real, biológico, que provoca convivir con lo vivo, eligen ese entusiasmo biológico.
Viajan con solo un iPad de equipaje a las costas de los continentes para sembrar el mar con vida. No usan relojes sino que ven el cielo para saber el tiempo. No tienen cuentas de banco ni creen en la acumulación o la ganancia. No creen en Dios, creen en la realidad.
Bendicen las palabras porque han servido para capturar algunas leyes de la naturaleza, pero se aburren con la destreza idiomática que teje ideologías. Aborrecen a Descartes, releen a menudo El origen de las especies de Darwin y alinean sus costumbres a las leyes de la evolución.
Las imágenes me nacen luego de que Carlos Rosas me presenta a uno de los acuicultores más jóvenes de Sisal, un tipo con la cabeza rodeada de una aureola de cabello: barba y melena castañas. “El Richard”, le dicen.
El proyecto del acuicultor Richard Juan de Dios deriva de dos realidades concretas.
Una, los pulpos y otras especies marinas no pueden reproducirse en el mar si no encuentran refugios para que desoven y sus huevos maduren a salvo del sol y los depredadores. Dos, el piso del mar de Yucatán, como el de buena parte de los mares territoriales del mundo, ha sido arrasado: ahora es arena: un pálido desierto submarino.
Richard me muestra los refugios portátiles que han inventado: son una especie de caracolas hechas de lodo y fibra de vidrio. La idea es lanzarlos al mar para que en el piso marino, con el tiempo, se colonicen de corales, algas, peces y, claro, pulpos, que en su interior formarían sus racimos de huevos y ahí se quedarían a cuidarlos.
El material de los refugios se iría desbaratando, por su poca solidez, y su arquitectura acabaría reformada con materiales naturales.
–Si funciona –explica Carlos– habrá un programa permanente de siembra de refugios artificiales.
8.
En Veta la Palma los flamingos llegan volando al atardecer a la granja de peces. Planean sobre la lámina de agua y de pronto uno la pica y se aleja con un lenguado, otro la pica y se va volando con una lubina, diez más pican y escapan con sus presas.
Lo veo alarmada.
–¿Nadie se lo impide? –pregunto a mi guía.
–No –dice–. Ni nos preocupa. Se llevan el veinte por ciento de los peces, pero hemos descubierto esto: desde que vienen, el agua se purifica.
–¿Se vuelve más pura?
–Eso digo, más pura.
Es una ley descubierta por los biólogos. Edward O. Wilson la enuncia así: a mayor cantidad de especies que participen en un sistema vivo, más saludable es el sistema y más estable.
En Sisal el sol rojo está acercándose al horizonte mientras en la camioneta nos adentramos por un camino de tierra en la selva, buscando alguna altura para poder ver por encima de las frondas el ocaso. La bondad de alguien anónimo nos regala una torre construida con leños y clavos, desde cuya tercera plataforma se domina un manglar.
Toño apunta su cámara al horizonte y espera.
Esperamos.
Las raíces sumergidas en el pantano, los árboles alzan sus ramas torcidas, a cada rato con una cotorra en una punta. Las garzas vuelan tramos cortos, de piedra en piedra. Las gaviotas planean arriba en círculos. Y el ruidazal de silbos crece: es el frenesí de la naturaleza cuando el día se vuelca en la noche.
–¡Ahí están! –exclama de pronto Julia, y pareciera que ella también cantara–. ¡Los flamingos! ¡Los flamingos!
Entre las cotorras paradas, las garzas y las gaviotas que vuelan, contra el cielo completamente anaranjado, las siluetas negras de los flamingos parecen de caricatura: las grandes alas aleteando, los cuellos largos adelantados, los picos curvos, que resulta que son, aunque no sabemos cómo, los mejores instrumentos habidos para la purificación del mar. ~