Mural de Siqueiros en Argentina

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Imagine que está usted adentro de una caja transparente –6.50 metros de largo, 5.50 de ancho, 3 metros de alto– en el fondo de un estanque. Mira hacia arriba. Una mujer desnuda, de pie sobre la caja, inclina la cabeza hacia usted desde lo alto; a primera vista parece un hombre, por la fortaleza de sus piernas y sus caderas angostas, pero sus pechos la delatan. Junto a ella, una niña en cuclillas exhibe su sexo y lo mira (a usted, que está debajo) a los ojos. Para eludir su mirada, que lo perturba, mira usted hacia adelante y se encuentra con una mujer desnuda, de pechos llenos, brazos estirados, las piernas hacia arriba y el torso deslizándose, sensual, hacia abajo, hasta apoyar la cabeza en el suelo. Desde su izquierda, un hombre nada hacia usted sin quitarle los ojos de encima, su larga cabellera de dios mitológico ondeando en el agua. Se da usted vuelta y encuentra otra giganta desnuda en posición invertida, con la cintura arqueada hacia atrás, las nalgas apretadas, las piernas dobladas en V, las manos apoyadas en la nuca. También ella lo mira directamente a los ojos, con una expresión sensual e ingenua por partes iguales. Sigue usted mirando alrededor y se da cuenta de que hay brazos, piernas, vientres, tersa piel, hermosas mujeres flotando por doquier.

Si viene a Buenos Aires el año próximo, podrá usted vivir esa experiencia. O, mejor dicho, podrán las criaturas que David Alfaro Siqueiros pintó en 1933 disfrutar de la visión de usted. Para entonces, el mural se habrá liberado de siete décadas de encierro y habrá adquirido la existencia pública que su creador reclamaba para el resto de su obra.

Siqueiros vivió en Argentina entre mayo y diciembre de 1933. Las condiciones políticas (era la Década Infame) impidieron que pintara en Buenos Aires uno de sus murales de realismo socialista. Recibió en cambio el encargo de un mural privado.

Su mecenas, Natalio Botana, representaba su opuesto: burgués, millonario, excéntrico. Era el dueño y director de un diario, Crítica, que, como apuntó Siqueiros, era a veces de derecha y a veces de izquierda; un diario inmensamente popular, con una redacción de periodistas de altísimo nivel –Jorge Luis Borges, por ejemplo, editaba su suplemento literario. Botana dio alojamiento a Siqueiros en su quinta Los Granados, en las afueras de Buenos Aires. Bajo la cocina de la quinta había un sótano, una cava de techo abovedado. Allí encargó Botana a Siqueiros que pintara su mural privado.

Siqueiros convocó para ayudarle a los pintores argentinos Antonio Berni, Juan Carlos Castagnino y Lino Spilimbergo, y al escenógrafo uruguayo Enrique Lázaro. Trabajaron durante meses, iluminados por la mala luz que entraba por dos ventanucas altas y por una línea de focos eléctricos instalados en la parte baja de las paredes, en todo el perímetro de la habitación. El resultado, tal vez por el carácter colectivo de la obra, tal vez porque el encargo lo proveyó de un espacio de experimentación diferente (sus autores murieron sin dejar una explicación definitiva), no se parece a nada de lo que Siqueiros pintó antes ni después.

Botana murió en un accidente de tránsito en 1941; su mansión fue vendida. Los nuevos propietarios no aprobaron el mural: lo llamaron pornográfico, prohibieron bajar a los niños, lo ocultaron. Pasaron las décadas, se sucedieron los dueños, al fin la mansión quedó abandonada. La lluvia se filtró por las angostas ventanas sin vidrio; vagos encendieron fogatas sobre el piso de cemento pintado (el fondo del estanque), descargaron sus vejigas contra las paredes. El mural fue mojado, meado y ahumado por años.

En 1989, como un signo de la nueva década, un empresario, Héctor Mendizábal, decidió hacer negocios con el mural, exhibiéndolo por el mundo. En un plan que parece surgido de la imaginación de Werner Herzog, compró la quinta, tiró abajo la mansión y, mediante una impresionante obra de ingeniería que diseñó el restaurador mexicano Manuel Serrano, hizo extraer el sótano en seis pedazos. Las paredes y el techo fueron a parar a cuatro containers metálicos, y a un quinto fue el piso convertido en un rompecabezas de 63 pedazos.

La obra llevó a Mendizábal a la bancarrota, y el pleito judicial que iniciaron sus deudores le impidió mover el mural de los containers, que quedaron en un depósito a la intemperie.

Comenzó entonces una campaña pública para recuperar el mural.

En 2007, por decisión de la presidenta Cristina Kirchner, en acuerdo con el presidente Felipe Calderón, en vista de los festejos de ambos Bicentenarios, se creó una comisión de recuperación del mural, declarado bien histórico nacional, y se inició un proceso de expropiación todavía inconcluso. Los containers fueron llevados a la Casa de Gobierno, y en sus fondos, sobre la Plaza Colón, se armó un galpón dentro del cual el mural comenzó a ser restaurado.

Varios descubrimientos fueron posibles entonces, me explicó Néstor Barrio, director del Taller TAREA del Centro de Producción e Investigación en Restauración y Conservación Artística y Bibliográfica Patrimonial de la Universidad Nacional de San Martín e integrante del comité de recuperación. El primero: que pese a los casi dieciocho años que estuvo cautivo en los containers, el mural estaba en buenas condiciones. La restauración consistió básicamente en limpiarlo con agua, jabón y solvente para quitarle las manchas de sal, tierra, orina, hollín y algunos pegotes de barniz y aceite de cocina, y en sellar grietas.

El siguiente descubrimiento explica su inesperada resistencia. Se sabía que las figuras habían sido proyectadas con un epidoscopio sobre las paredes y pintadas con pistola de alta presión, algunas partes con técnica de esténcil. El descubrimiento del equipo de Barrio es que se utilizó “una mezcla de fresco sobre cemento y silicato de tilo, combinación que logra una ligazón química muy tenaz”. Fue la primera vez que se usó esa técnica en la Argentina, y la única vez que la usó Siqueiros. El silicato de tilo, de origen alemán, no se conseguía en Argentina en los treinta. En México, según Barrio, lo utilizó por primera vez José Clemente Orozco en 1947.

La restauración está en sus días finales. Cuando terminen de cubrir el piso con un líquido protector, sellarán la puerta del galpón, y el mural, todavía separado en partes, quedará a la espera de la construcción de un museo diseñado especialmente (obra que todavía no ha comenzado). Barrio espera que se respete el espíritu original de la obra. Que al sótano se llegue por una escalera, que el visitante vaya descubriendo el mural a medida que avanza: primero debe encontrarse con las caras que lo observan desde el suelo, luego descubrir las criaturas de los costados y del techo, y paulatinamente caer en la cuenta de que es él, y no el mural, el objeto observado. ~

 

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