En la ya lejana tercera década del siglo xx, un joven estudiante abordaba todos los días el tranvía en la terminal de Mixcoac para arribar a la entonces Escuela Nacional Preparatoria en San Ildefonso.* En el trayecto leía ávidamente algún libro tomado de la vasta biblioteca de su abuelo Ireneo y reflexionaba sobre la política, sobre la filosofía, pero, particularmente, sobre la poesía. En su cuaderno llevaba un puñado de poemas garabateados, que al llegar leería entusiasmado a sus compañeros y maestros. Su nombre era Octavio Paz Lozano.
Al arribar al Zócalo caminaba un par de cuadras, entre el contrastante barullo del barrio estudiantil y la grandiosidad de los edificios coloniales. Al llegar a la escuela, le agradaba recorrer los largos corredores, los patios espaciosos y las columnas airosas, y admirar los frescos de Jean Charlot, de Fermín Revueltas, de Diego Rivera y de José Clemente Orozco, acerca de los que tanto escribiría más tarde.
En ese entonces la Escuela Nacional Preparatoria, recién obtenida la autonomía de la Universidad, contaba con una planta docente excepcional: Pedro Argüelles, Alejandro Gómez Arias, Antonio Díaz Soto y Gama, Samuel Ramos, José Gorostiza, entre muchos otros. Sin embargo, de entre todas las clases, el joven Paz sentía especial predilección por la de literatura hispanoamericana, que impartía Carlos Pellicer con una voz “como venida de ultratumba”, decía Paz. Años más tarde, recordaría que los de Pellicer fueron los primeros poemas modernos que escuchó en su vida, y subrayaba especialmente aquello de “modernos”.
Ya desde entonces, la Escuela Nacional Preparatoria, y en sí toda la Universidad Nacional, era mucho más que una escuela: era un modo de vida y un modelo a escala de las contradicciones, inquietudes y esperanzas del México moderno. En sus patios, salones y corredores confluían las artes, las letras y las ciencias con la solidaridad, la amistad y el debate inteligente de las ideas. Paz recordó siempre con afecto su estancia en San Ildefonso: “Esos años fueron el comienzo de algo que todavía no termina: encontrar la razón de esas continuas agitaciones que llamamos historia.”
En efecto: en este ambiente proteico, Octavio Paz se siente llamado a ser poeta, pero sobre todo encuentra la conciencia de la universalidad del hombre moderno. Los muchachos de ese entonces constituían la primera generación mexicana que vivía la historia del mundo como algo propio, como certidumbre y voluntad. El mundo estaba en construcción, y los jóvenes mexicanos se sentían llamados a participar en esas labores. Así lo reconoció el propio Paz: “Mi generación fue la primera que, en México, vivió como propia la historia del mundo.”
Al mismo tiempo que publica su primer poema, a los diecisiete años, participa en debates y grupos de discusión política donde nace su pasión crítica, que nunca lo abandonará, y sobre todo lee ávidamente lo que publica la revista Contemporáneos, a cuyos creadores terminaría acercándose y con quienes habría de compartir su visión poética e intelectual, sobre todo con Xavier Villaurrutia y Jorge Cuesta. Más adelante, Paz contribuiría a difundir y valorar en su justa medida el legado de estos grandes poetas.
Varios años más tarde, Octavio Paz participaría en “Poesía en Voz Alta”, que fue tanto una propuesta fresca y renovadora de la escena mexicana, como una reunión memorable de artistas talentosos como Héctor Mendoza, Leonora Carrington, Juan José Arreola, Elena Garro, José Luis Ibáñez, Diego de Mesa, León Felipe y Juan Soriano. En el Teatro El Caballito, y promovido por la Universidad Nacional, el programa de “Poesía en Voz Alta” significó un parteaguas no sólo para el teatro, sino para la cultura mexicana en el siglo xx. Allí, rodeado por el talento, las ideas y la imaginación de sus amigos y compañeros, Paz estrenó su obra La hija de Rapaccini, cuyo papel protagónico lo hacía nada menos que el gran escritor Juan José Arreola.
Valgan estas líneas para rememorar la importancia que la Universidad Nacional tuvo en la formación de una de las figuras fundamentales de la literatura y la cultura mexicanas. Es por ello que también nos congratulamos al presentar la edición del disco Voz Viva con poemas leídos por primera vez en la voz del gran poeta.
El disco se compone de dos lecturas realizadas en 1961 y 1967. En ambas se incluyen ejemplos emblemáticos de su obra como “Piedra de sol”, uno de los grandes poemas de la lengua española, así como poemas de los libros ¿Águila o sol?, Ladera Este y Semillas para un himno. Estas cintas permanecieron guardadas en el rico acervo de Voz Viva, y gracias a la magia de la tecnología nos permiten revivir la presencia del poeta, del universitario, del hombre.
Para la Universidad Nacional es un verdadero privilegio haber contribuido a la formación del primer escritor mexicano galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Las generaciones de la literatura mexicana del nuevo siglo continúan nutriéndose con la lectura de su obra. En nuestras aulas se siguen y seguirán estudiando su poesía y sus ideas sobre el papel del intelectual en el mundo moderno. Su firme posición crítica es un llamado a la independencia, a la imaginación y a la universalidad, cualidades que son hoy más necesarias que nunca, sobre todo en un mundo como el actual, acechado por la intolerancia y el desprecio a la inteligencia.
Es para mí un gran honor inaugurar así, a nombre de la Universidad Nacional Autónoma de México, la Sala Octavio Paz en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, porque los pasos de ese joven preparatoriano siguen retumbando en las calles del viejo barrio universitario, y la voz del poeta continúa escuchándose en las aulas y los pasillos de este edificio legendario. –
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